Frankfurt, Alemania, 18 de febrero de 1917
Cuando logró ponerse en pie, ya habían pasado más de cinco minutos. Se dirigió, más dolorido que antes, hasta el vagón cafetería. Ya no contaba con el factor sorpresa, pero al menos eran uno contra uno. El grupo apenas se había movido. Todos estaban atados y sentados en varios sofás. El individuo que les apuntaba seguía dando la espalda a la puerta. Hércules entró con sigilo y gritó:
—¡Suelte el arma!
El hombre se giró despacio con su arma cogida por la culata. Se agachó y la depósito en el suelo.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Oleg.
—Creo que soy yo el que tiene que hacer las preguntas —dijo Hércules.
Su cuerpo algo torcido debido a los fuertes dolores que sentía en la pierna y la pérdida abundante de sangre no parecían ser una gran amenaza para el ruso, pero Hércules estaba armado.
—Teniente Oleg, oficial ruso.
—Será mejor que desate a esas personas —dijo Hércules.
—¿Por qué no lo hace usted mismo? —preguntó Oleg.
—Porque tengo un arma y si no obedece terminará como su compañero —dijo Hércules.
Oleg hizo un gesto de rabia; el bueno de Kusma no era muy listo, pero al menos era fiel.
—Tendrá que dispararme —dijo el ruso.
Hércules estaba cansado, dolorido y demasiado enfadado como para aguantar al oficial. Levantó la pistola, apuntó y repitió la orden. Entonces escuchó una voz conocida justo detrás.
—Señor Guzmán Fox, será mejor que suelte usted el arma.
Cuando el español se dio la vuelta observó el rostro de la mujer que le había curado sus heridas.
—¿Usted? —preguntó Hércules sorprendido.
—Obedezca —dijo la mujer apuntándole.
—¿Por qué defiende a un individuo como este? —preguntó Hércules.
—Usted no lo entiende. Oleg es lo único que tengo, no puedo perderlo.
El oficial ruso sonrió y dio un paso, pero Hércules volvió a apuntarle.
—Pues si lo aprecia suelte el arma. Antes de que me mate, él también morirá.
Masha se quedó pensativa. No sabía lo rápido que podía disparar aquel hombre, pero su comentario la hizo dudar.
—No seas estúpida, no le dará tiempo. Dispárale —dijo Oleg fuera de sí.
—Pero… —dijo la mujer titubeante.
—Maldita zorra estúpida, dispara de una vez. Eres tan cobarde como el imbécil de tu marido.
La joven se quedó sorprendida. Aquel hombre con el rostro desfigurado por la rabia no parecía Oleg.
—¡Dispara, zorra! —gritó el ruso.
Unos segundos de silencio inundaron la sala. La joven no se atrevía a parpadear. A su mente acudieron las escenas de los últimos años de su vida. Una vida solitaria y difícil. Aquel hombre le había hecho recuperar las ganas de vivir. Lo único que le quedaba era él, todo lo demás parecía carecer de sentido.
—¡Dispara!
Masha levantó el brazo y Hércules se giró. Oleg aprovechó la confusión y se lanzó sobre el español. Los dos forcejearon, pero el ruso golpeó la herida de Hércules y este soltó el arma. El ruso tomó la pistola y apuntó. Un disparo resonó en la sala y el hombre murió al instante.