Zúrich, Suiza, 18 de febrero de 1917
Un hombre vestido con un pesado abrigo de piel abandonó el banco y se adentró en las calles de la ciudad. No era joven, pero aún conservaba cierta agilidad. Cuando entró en la solitaria calle lateral, un individuo le cortó el paso. Parecía un soldado a pesar de vestir de civil, su postura era de descanso, justo la que él mismo había tenido que aprender algunos años antes en Rusia, cuando aún vivía en la tierra de sus padres. Instintivamente se giró e intentó regresar a la calle principal, pero otros dos individuos le cortaron el paso.
Las farolas apenas iluminaban la calle y los rostros de aquellos hombres no se distinguían de las sombras que producían sus sombreros calados.
—¿Iosef Caro? —preguntó uno de ellos con un marcado acento ruso.
Aquel nombre le trajo los recuerdos de su huida de Rusia, el último pogromo había lanzado a muchos judíos fuera del imperio de Nicolás II. Él había tenido suerte, había llegado a Suiza y enseguida se había enriquecido financiando a fabricantes de armas.
—¿Es usted Iosef Caro? —preguntó de nuevo el hombre.
No supo qué decir. Aquellos hombres sabían quién era. Lo único que se le ocurrió fue sacar un fajo de billetes y ofrecérselos al hombre. Sabía que el dinero era capaz de comprarlo casi todo.
—No quiero su maldito dinero judío —dijo el hombre. Dio un paso y Iosef pudo ver perfectamente sus ojos pequeños y verdes, la perilla que le lamía una cara pálida y gruesa.
—Sí… —dijo el hombre atemorizado.
—Queremos que nos lleve hasta el libro. No intente engañarnos. Si lo hace, toda su familia morirá.
—Está en el banco —dijo el judío.
—Yo entraré con usted, cogerá el libro y ambos saldremos. Si hace algo sospechoso, morirán usted y su familia, si me matan sucederá lo mismo. ¿Ha entendido?
—Sí, señor.
Iosef Caro se dirigió con el desconocido al banco. El ujier lo miró con asombro.
—Señor Caro, ¿se ha olvidado algo?
—Tengo la memoria muy mal —dijo el banquero, sin poder evitar reflejar en sus ojos el temor que sentía.
El ujier miró al acompañante de su jefe, era la primera vez que lo veía por allí.
—¿Está todo bien? —preguntó.
—Sí, Mateo. No se preocupe.
Los dos hombres entraron hasta el despacho el banquero. El edificio estaba vacío. El judío apartó un cuadro de la pared y abrió la caja fuerte. Sacó un libro envuelto en una funda de terciopelo. Pavel se lo arrebató de las manos y comenzó a acariciarlo.
—Venga. Será mejor que nos marchemos…
—Llévese el libro y no nos haga nada. Nadie lo reclamará, yo me quedaré callado —comentó el judío.
—¿Quién puede confiar en la palabra de un judío? —preguntó Pavel con desprecio.
Salieron del despacho. Atravesaron la gran sala en penumbra y el banquero cerró por unos instantes los ojos. No estaba preparado para morir. En los últimos años había hecho cosas terribles. Su dinero había servido para financiar a las tropas del káiser y a las empresas de armas.
Caminaron por la calle completamente a oscuras. Únicamente algunas farolas iluminaban el camino. Iosef Caro temblaba de miedo. Se hubiera orinado en los pantalones si hubiera podido, pero estaba completamente paralizado. Regresaron a la callejuela, allí los esperaban los otros dos hombres.
—¿Todo bien, jefe?
—Perfecto, ya tenemos el libro —dijo Pavel.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó uno de los hombres.
—Que parezca un robo, no queremos que nadie sospeche —dijo Pavel poniéndose a un lado.
Los dos individuos sacaron sus navajas y comenzaron a apuñalar al judío. Iosef Caro no pudo ni gritar. Notaba como las hojas metálicas atravesaban el abrigo gris y llegaban hasta su carne. Una, dos, cinco, veinte, hasta que comenzó a sangrar por todas partes. Uno de los rusos tomó su cartera la vació y la arrojó al suelo. El judío, con los ojos muy abiertos, intentó decir algo, pero apenas tenía aliento. Cuando uno de sus asesinos se acercó más a él logró escuchar unas palabras en hebreo, pero no supo descifrarlas.