Frankfurt, Alemania, 18 de febrero de 1917
Hércules se puso la chaqueta con dificultad y comenzó a caminar por el pasillo. Tenía una vaga idea de dónde se encontraba el salón comedor. No encontró a ningún soldado en el camino, el tren parecía vacío. Aquella tranquilidad le hizo sospechar. Abrió uno de los baños y notó cómo algo atrancaba la puerta, asomó un poco la cabeza y vio los ojos muertos de un soldado degollado. Tomó su revólver e intentó acelerar el paso, aunque aún le dolían sus heridas.
Justo cuando llegó al vagón cafetería, observó a un hombre de espaldas apuntando a Lenin, mientras otro, más grande y corpulento, maniataba a la mujer del líder comunista y a un par de personas más. Se agachó instintivamente, si entraba en la sala los disparos podían herir a uno de los rehenes. Era mejor sacarlos de allí, pero sabía que no podía correr mucho y la mayoría de las puertas de los vagones estaban bloqueadas. Pensó por unos instantes y después trazó un plan.
Oleg y Kusma escucharon perfectamente la puerta del compartimento, pero cuando se dieron la vuelta lo único que vieron fue como esta se bamboleaba.
—Ve a ver qué ocurre —ordenó Oleg a su compañero.
Kusma se dirigió al otro vagón. Tenía el rostro manchado de hollín y una sonrisa en los labios. No podía negar que disfrutaba cumpliendo con su deber, aunque a veces se extralimitara y pudiera más en él el puro placer de torturar y matar.
El ruso entró en el vagón y observó el pasillo vacío. Intentó abrir puerta por puerta, pero todas estaban bloqueadas. Aquel vagón estaba vacío. Afortunadamente los alemanes se habían preocupado más por la seguridad fuera que dentro del convoy. Llegarían a la frontera con Dinamarca antes de que alguien se percatara de la muerte de esos malditos comunistas.
Kusma escuchó un sonido detrás de él y se giró. Entonces el ruido del tren le pareció más fuerte, se aproximó al final del vagón. La puerta estaba abierta y se movía con fuerza de un lado para el otro. Instintivamente el ruso asomó la cabeza. Hércules salió del baño, en donde había tenido que compartir espacio con el soldado muerto y empujó al ruso con todas sus fuerzas.
Kusma apenas tuvo tiempo de agarrarse, miró con sorpresa a Hércules y, girándose sobre sí mismo, con la mitad del cuerpo en el vacío, logró recuperar en parte el equilibrio. Hércules volvió a embestirlo y Kusma se quedó colgado en el vacío, aferrándose con las dos manos a la puerta. El español lo miró a la cara y, tomando de nuevo fuerza, lo golpeó en las manos con la pistola, pero el ruso no soltó la puerta, tomó impulso y logró acercarse de nuevo al vagón.
—¡Maldito gorila! —gritó Hércules cuando el ruso lo golpeó en el brazo herido.
La puerta volvió a alejarse y Hércules aprovechó para tomar distancia y coger impulso de nuevo. El ruso regresó con fuerza, apoyado en la puerta, y Hércules disparó.
El impacto le dio en un brazo, pero siguió aferrado con el otro, se lanzó hacia dentro y empujó a Hércules hasta que ambos cayeron dentro del vagón. El dolor de la pierna y el brazo casi logró paralizar al español, pero, haciendo un esfuerzo, golpeó con la pistola al ruso y logró quitárselo de encima. Apenas había caminado un par de pasos, cuando Kusma se tiró sobre él. Hércules se derrumbó en el suelo y miró a su oponente. El ruso lo miraba fuera de sí, con los dientes apretados y un cuchillo en la mano libre. El español intentó zafarse, pero el ruso pesaba demasiado. Kusma levantó el cuchillo y lo hundió en la pierna de Hércules. Este lanzó un bramido y, cerrando los ojos, disparó. El sonido de la bala retumbó en todo el vagón y sembró el aire de olor a pólvora. Cuando el español abrió los ojos, frente a él estaba el rostro de Kusma. Tenía la cabeza apoyada en una de sus piernas y un perfecto agujero humeante le lucía justo en mitad de la frente.