Monasterio de Optina, Rusia, 18 de febrero de 1917
Las noticias que llegaban de Moscú y San Petersburgo no podían ser peores. Los obreros se rebelaban contra sus patrones y la sociedad parecía abocada al caos. El stárets lo había visto con sus propios ojos. Hacía un año apenas media docena de personas acudían a comer al monasterio, pero ahora una multitud se agolpaba cada mañana, cada mediodía y cada tarde, para poder llevarse algo a la boca ese día, pero apenas podían atender a la mitad.
El stárets se acercó a la capilla calcinada, no habían podido repararla en los últimos meses tras el incendio. Se puso de rodillas frente al altar. La nieve se colaba por los grandes agujeros del techo de madera. Oró por el regreso del hermano Juan, porque las muertes cesaran entre los hermanos, por Rusia y los miles de hombres, mujeres y niños que andaban buscando cada día algo que llevarse a la boca.
Un ruido lo sacó de sus oraciones y vio que un soldado se le aproximaba. En otro tiempo él mismo había servido en el ejército, pero ahora pertenecía a los soldados de Cristo.
—Padre —dijo el soldado entregando un sobre lacrado.
El stárets lo abrió con impaciencia. Esperaba que fueran noticias de Juan, pero lo que se encontró fue con una carta de Alejandra Fiódorovna Románova, la zarina.
Él la había conocido un par de años antes en Moscú. Había presidido una misa de acción de gracias por la santidad del príncipe. Allí había conocido también a Rasputín, el monje borracho y mujeriego que había conquistado el corazón de la zarina. Aunque él y la esposa de Nicolás II apenas habían cruzado una palabra.
Comenzó a leer la carta y después le pidió al soldado que lo acompañara a su despacho. Tomó papel y respondió a la zarina.
Cuando el soldado se marchó, el stárets miró los libros en las estanterías, el cielo azul al otro lado de la ventana, el frío que se colaba por las rendijas y que formaba un vaho que empañaba los bordes de los cristales. Después abrió el cajón cerrado con llave y extrajo los apuntes. Allí estaba todo, hasta ahora no había querido usarlo, pero se lo pedía la zarina, el pueblo y la salvación de Rusia. No podía fallarles. Debía convertirse de nuevo en Nilus para salvar a su amada Rusia.