San Petersburgo, Rusia, 16 de febrero de 1917
El zar tenía miedo de continuar en la ciudad. Las revueltas eran cada vez más violentas y sus mejores tropas estaban en el frente. Sabía que la única manera de frenar las revueltas era pedir una paz por separado a Alemania y Austria e intentar poner orden en casa. Aun así era consciente que el pueblo esta vez no se contentaría simplemente con someterse. La única forma de atajar el comunismo era ceder a unas mínimas reivindicaciones. Algunos nobles pedían un régimen parecido al británico, pero lamentablemente los rusos no eran los ingleses. Su tradición parlamentaria era nula, un ochenta por ciento de la población era analfabeta y fácilmente manipulable y la única forma de controlar a sus compatriotas era imponiendo mano dura.
La muerte de Rasputín había sido un alivio para él, pero al mismo tiempo, aquel monje brutal e ignorante tenía la fuerza de carácter de la que él carecía. Temía perder la herencia ancestral de su padre y dejar a su hijo las cenizas de un imperio que agonizaba.
El principio de su reinado había sido muy distinto. El quería modernizar y transformar Rusia, pero su tío Sergei Aleksándrovich Románov, apenas lo había dejado gobernar. Su mujer, Alejandra, tampoco tenía un carácter fácil. Todo el mundo le decía lo que tenía que hacer y él se había limitado simplemente a observar, pero justo ahora que él se sentía con la fuerza y la determinación para cambiar las cosas, todo se volvía en su contra.
El primer descalabro había sido con los japoneses. Sus asesores le habían asegurado que vencer a los nipones sería realmente fácil y que los rusos necesitaban un acuerdo privilegiado con China. El desastre de Port Arthur había sido su primera gran derrota.
El intento de influir en los Balcanes había sido también un desastre y le había enfrentado abiertamente a los turcos y, lo que era peor, a los austríacos. Rusia ya era un gran imperio y todos aquellos intentos de seguir extendiéndose la habían debilitado internamente y aumentado la sima entre ricos y pobres.
Salir de San Petersburgo era lo mejor que podía hacer. Si la revuelta triunfaba en la ciudad, podría reorganizar a sus ejércitos y aplastarla de nuevo. Sabía que la mayoría del pueblo seguía estando con él, pero no podía permitirse volver a fallarles.