Zúrich, Suiza, 16 de febrero de 1917
Masha entró en el cuarto y vio a Oleg tumbado, con los ojos cerrados y el pelo rubio enmarañado sobre la cara. Su barba casi blanca cubría sus facciones infantiles y angelicales. Ella en el fondo sabía que era el mismo diablo, pero no podía evitar desearlo y sentir una atracción indescriptible hacia él.
Afortunadamente, el hombre estaba solo. Se puso a su lado y sintió su calor por unos instantes. Respiró hondo y percibió el olor a sudor de su amado. Pensó en su vida en Rusia, cuando había tenido que decidir entre su marido y Oleg. Aquella vez había sido una cobarde, había elegido al hombre que le convenía, a aquel que podía darle la seguridad y el hogar que nunca había tenido. Después el partido se había convertido en su casa, pero sus camaradas no dejaban de ser hombres fríos en busca de un ideal igual de gélido.
—¿Qué sucede, Masha? —preguntó el hombre al despertarse.
—Nos marcharemos en veinticuatro horas y Lenin ha decidido que nos acompañes. Debes portarte bien, aún tiene dudas sobre ti.
—Lo entiendo. ¿Podría viajar con nosotros mi ayudante? —preguntó el hombre.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Crees que estamos organizando un viaje de turismo? —preguntó Masha.
—Mi ayudante es un hombre fiel que hará lo que yo le diga —comentó Oleg.
—Es imposible…
—Consigue que entre en el tren, yo me encargaré del resto —le ordenó Oleg, dejando de sonreír. Su mirada fría le heló la sangre. En esos momentos era cuando el oficial ruso desnudaba su alma.
—Lo intentaré —dijo Masha.
—Buena chica. Ahora ven aquí. No creo que tarde mucho en regresar ese maldito camarada tuyo —dijo abrazándola con fuerza. Ella cerró los ojos y se olvidó de su juramento al partido, de sus últimos años de luchas y sacrificios y simplemente se dejó llevar.