París, Francia, 16 de febrero de 1917
Pavel golpeó de nuevo a Leo Motzkin y el anciano apenas dio un quejido. El cuerpo se tambaleó, pero las manos de dos de sus hombres lo sostenían.
—¿Adónde han ido sus amigos? —preguntó Pavel.
El anciano permanecía en silencio, tenía los ojos cerrados y parecía como si estuviera haciendo algún tipo de rezo.
—¡Maldita sea! —gritó Pavel, y comenzó a golpear con más fuerza a Leo.
Pavel, con los brazos cansados y fatigados, observó con desprecio al anciano y le dijo:
—Maldito fanático. Vas a hablar, sé cómo hacerte hablar. Traed comida impura, este viejo es capaz de matar antes de comer cerdo —bramó Pavel.
Los hombres de Pavel comenzaron a restregar tocino de cerdo por la cara de Leo. Este agitó la cara, pero no podía evitar sentir la grasa de cerdo cayéndole por sus mejillas.
—¡Paren! —gritó.
—¿Dónde han ido? —preguntó Pavel.
—Están en Praga en la gran sinagoga, para hablar con el rabino Moses —dijo el anciano dejando caer la cabeza.
—Estúpidos judíos —dijo Pavel con desprecio. Después empujó con el pie la silla del anciano y este cayó al suelo en medio de un gran estrépito.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó uno de los hombres.
—Dejadlo. Los judíos están acabados. No tardaremos en eliminarlos a todos, que al menos vea cómo ha ayudado a sus enemigos a destruir a su pueblo.
Las Centurias Negras abandonaron la casa mientras Leo lloraba amargamente. Sentía el sabor a sangre y a tocino de cerdo.
—Jehová, ten compasión de mí —dijo mientras sus mejillas se llenaban de lágrimas.