Zúrich, Suiza, 15 de febrero de 1917
Oleg comenzó a notar que le sudaban las manos. Aquel maldito Lenin era un simple comunista al que tenía que eliminar, pero no podía evitar sentirse amedrentado ante él. Sus ojos negros lo escrutaron una vez más y él tuvo ganas de lanzarse a su cuello y estrangularlo delante de sus camaradas.
—¿Por qué abandonó el ejército? —preguntó de nuevo Lenin.
—Asesinaron a mi amigo, el esposo de Masha. Además, el zar está acabado, el país se va a pique, no creo que dure mucho Nicolás II.
—No me parecen razones suficientes. La gente del ejército son zaristas extremistas. Prefieren morir por él que pasarse al otro bando —dijo Lenin.
—Yo soy un simple oficial. Mi familia tenía un origen humilde y para mí el ejército era una manera de salir de la pobreza. Mi padre era un pequeño comerciante de vinos, pero murió cuando yo era niño y la pensión de mi madre no nos llegaba para nada…
—¿Es eso cierto? —preguntó Lenin dirigiéndose a Masha.
—Sí, camarada. Nos conocemos desde hace años.
Lenin caminó por la sala con las manos a la espalda. Le gustaba pensar y caminar, no podía estarse quieto mucho tiempo en un sitio.
—¿Por qué viniste a Suiza?
—Había escuchado que estaba Masha aquí y pensé venir a verla para comunicarle la triste noticia —dijo Oleg.
—No me parece convincente. Nadie atraviesa Europa por algo así.
Masha se puso en medio de los dos para interceder por su amigo.
—Oleg es como un hermano para mí. Ha pedido nuestra protección, si los servicios secretos lo cogen vivo, lo torturarán y después lo asesinarán —dijo la mujer con un nudo en la garganta.
Lenin escrutó de nuevo al joven. Parecía frío y calculador, el tipo de hombre que adiestraban los servicios secretos para sus misiones más peligrosas.
—Si saben que estás aquí, también deben de saber que estoy yo —dijo Lenin a la joven.
—Eso ya no importa, dentro de veinticuatro horas el tren alemán nos llevará a Rusia —dijo Masha.
—Maldita sea, ¿por qué lo has dicho? Ahora tendré que matarlo o llevarlo con nosotros —dijo Lenin.
Su esposa se acercó a él y le susurró al oído:
—Dale una oportunidad.
—Está bien. Vendrá con nosotros, pero Vasili lo vigilará las veinticuatro horas, será su sombra. Naturalmente no podrá llevar armas y, a la menor sospecha, nuestros hombres están autorizados a pegarle un tiro sin miramientos.
Masha sonrió y le dio las gracias al camarada Lenin. Después se fue al cuarto de al lado con Oleg.
—No te preocupes, con el tiempo ganarás su confianza. En los últimos años los servicios secretos del zar han intentado infiltrar a algunos de sus hombres.
—Es normal que tome sus precauciones. Yo haría lo mismo —dijo Oleg.
—Ahora te enseñaré tu cuarto, pero mientras estemos aquí, no podemos mostrar nuestros sentimientos. ¿Lo entiendes?
—No te preocupes por mí, sabré controlarme.
Los dos subieron hasta el cuarto de Vasili. El gigantesco comunista estaba tumbado en su cama. Apenas lo miró a la cara e hizo un gruñido en forma de saludo.
Oleg se tumbó en la cama de al lado y, con los brazos debajo de la cabeza, comentó:
—Creo que seré un buen comunista, Masha. Puedo acostumbrarme a esto.