Capítulo 52

París, Francia, 14 de febrero de 1917

Winston Churchill fue a recogerlos muy temprano. Le quedaban unas horas para marchar al frente y además conocía las costumbres espartanas de Leo Motzkin, el hombre judío que iban a visitar para que los informara. Aquel era el único judío con el que mantenía relación. No era normal que un caballero inglés se relacionara con la raza hebrea, por lo menos no lo era en Inglaterra.

El grupo se dirigió a Le Marais, el barrio judío de la ciudad, aunque en las últimas décadas los hebreos se habían extendido por toda la ciudad. Los franceses eran un pueblo antisemita, pero en los últimos años habían moderado su discurso.

A medida que se introducían en el barrio, las casas y las calles comenzaban a perder la mágica esencia de París para convertirse en una especie de corral. Prostitutas, chulos y ladrones de poca monta se mezclaban con judíos rusos, checos, polacos, húngaros o búlgaros. Muchos de ellos no tenían papeles y habían huido a Francia tras las últimas persecuciones de principios del siglo XX.

Churchill se paró enfrente de la puerta de un desvencijado edificio y entró en el portal. Olía a orín, humedad y podredumbre. Subieron por las escaleras astilladas hasta la segunda planta. Después llamaron a la puerta.

—¿De qué conoce a este hombre? —preguntó Lincoln con curiosidad.

—En esta vida hay que tener amigos hasta en el infierno —bromeó Churchill.

—Pues usted ya tiene uno —dijo Alicia.

El británico se echó a reír. Lo cierto es que su vida rompía los esquemas de cómo debía comportarse un caballero inglés. Había sido parlamentario liberal a pesar de su procedencia noble, era extremadamente crítico con los de su clase y aborrecía los privilegios. Sus enemigos lo odiaban y sus amigos simplemente se alejaban de él. Era lo más parecido a un apestado que conocía.

—Hace tiempo que me dejó de importar lo que los demás piensen de mí. Leo Motzkin y yo nos conocimos en Estados Unidos. Leo había ido a recaudar dinero para su causa y yo a realizar una serie de conferencias para vender mi nuevo libro —dijo Churchill.

—No sabía que escribía —admitió Lincoln.

—Nuestro amigo es uno de los escritores más reconocidos de Gran Bretaña —comentó Hércules.

—Bueno, creo que eso es exagerado. Simplemente es una manera de ganar un dinero extra haciendo algo con lo que disfruto —dijo Churchill.

—Entonces… —dijo Alicia.

—Coincidimos en un tren que nos llevaba a Chicago. Leo Motzkin tenía un aspecto normal y su exterior no delataba su condición judía. Al parecer, su organización le había enviado a Estados Unidos a recaudar fondos. Los judíos norteamericanos son los más prósperos del mundo, en la ciudad de Nueva York son una de las minorías más numerosas —dijo Churchill.

—¿A qué organización pertenecía? —preguntó Alicia.

—Será mejor que eso lo responda él —contestó mientras Leo abría la puerta.

Por unos segundos el judío miró con desconfianza al grupo, hasta que reconoció a Churchill.

—Viejo amigo, pasen por favor. Mi casa no es el hotel Ritz, pero no les faltará un café o un pedazo de pan.

Entraron en el salón. La estancia estaba casi desnuda. Los únicos muebles eran una mesa y media docena de sillas. Leo los dejó allí y se fue a preparar café. Unos minutos más tarde regresó con una gran bandeja.

—El café de París es bueno, pero muy caro. Afortunadamente me envían café de mi tierra —dijo Leo comenzando a repartir tazas.

El monje negó con la cabeza. Su orden tenía prohibido beber cualquier cosa que no fuese agua.

—¿A qué debo esta agradable visita? ¿Está de nuevo en el ejército? —preguntó el judío al observar el uniforme de Churchill.

—Sí, me cansé de los burócratas de Londres. La guerra hay que ganarla en las trincheras —comentó el inglés.

—Tiene toda la razón del mundo —contestó Leo.

—¿Qué postura tienen los judíos acerca de la guerra? —preguntó Churchill.

—No tenemos una postura. Muchos creen que esta guerra es cosa de los gentiles, pero otros apoyan a su país de acogida —contestó Leo.

—Es normal —concedió Lincoln.

—Sí, pero con la terrible realidad de que, aunque hagamos un servicio a cualquier estado, no dejarán de tratarnos como judíos —contestó Leo.

—En Estados Unidos los judíos viven bien —dijo Lincoln.

Leo arqueó las cejas. Era cierto que en Estados Unidos vivía la comunidad más próspera y libre de judíos en el mundo, pero seguía existiendo discriminación.

—¿Por qué no le cuenta a qué movimiento pertenece? Hemos encontrado algunos datos que queríamos contrastar con usted.

El judío miró sorprendido a su amigo. Los gentiles no solían estar muy interesados en los sueños de su pueblo.

—Llevamos desde el año 70 expulsados de nuestra tierra. Eso es mucho tiempo. Aun así hemos conseguido mantener nuestras costumbres y no dejar de soñar con regresar a Israel —dijo Leo.

—¿Regresar? —preguntó Lincoln extrañado.

—Sí, el movimiento al que pertenezco defiende el regreso de los judíos a su casa, nunca conseguiremos ser un pueblo, diseminados por las naciones gentiles que nos persiguen y desprecian —explicó Leo.

—Si no le entiendo mal, ustedes quieren fundar un nuevo estado en Palestina —dijo Hércules.

—¿Palestina? No existe Palestina. Lo único que existe realmente es Israel. Desde hace más de treinta años ayudamos a familias a regresar allí —dijo Leo enfadado.

—¿Cuál es su organización? —preguntó Alicia.

—El movimiento sionista —dijo Leo, mientras tomaba la taza. Después, un largo silencio inundó la sala.