París, Francia, 13 de febrero de 1917
—¡No me lo puedo creer! ¿Qué hace aquí? —preguntó Hércules al ver a Churchill. Eran viejos amigos desde que el político británico había sido corresponsal en la guerra de Cuba.
Winston Churchill ladeó la boca y tendió la mano a su amigo. Apenas llevaba unas horas en la ciudad, tenía que incorporarse al Sexto Batallón de Fusileros Reales.
—Me aburría la guerra de papel y he venido al continente para disfrutar un poco de la acción.
—¿Hace cuánto que no nos vemos? —preguntó Hércules.
—La última vez ustedes se dirigían a México, si mal no recuerdo —dijo Churchill.
—Venga conmigo. Alicia y Lincoln están en el salón principal.
Los dos viejos amigos dejaron el vestíbulo del hotel y entraron en una de las luminosas salas para huéspedes. Alicia estaba sentada junto a Lincoln, envuelta en un hermoso vestido color azul. Su pelo pelirrojo caía con gracia sobre la seda, mientras que sus ojos verdes miraban indiferentes un refresco. Lincoln estaba a su lado con un traje negro y una camisa blanca almidonada. Una corbata negra y fina partía en dos la tela blanca. Junto a ellos el hermano Juan, vestido como un monje ortodoxo, parecía meditar en silencio.
—Amigos, mirad a quién he encontrado.
Alicia levantó la vista y contempló la cara blanca y plana de Churchill. Parecía más viejo, pero aún conservaba una gran viveza en la mirada.
—Querido —dijo la mujer dándole un abrazo.
Churchill se quedó rígido como una vela. Los británicos no estaban acostumbrados a tanto contacto físico. Lincoln extendió amigablemente la mano.
—¿Qué hace en Francia? —preguntó el norteamericano.
—Servir al rey —contestó el político con tono irónico.
—¿No lo servía en el almirantazgo? —preguntó Lincoln.
Alicia miró de reojo a su amigo. Podía ser muy imprudente en algunas ocasiones.
—A veces lo primeros ministros sacrifican a sus leales para conservar el poder. Yo soy la última cabeza de turco, pero lo cierto es que prefiero estar en las trincheras antes que con esos burócratas egoístas.
Winston no mentía. La primera parte de su vida había corrido de guerra en guerra para enfrentarse a toda case de peligros. Ya fuera en la India, Egipto o Sudáfrica, Churchill era un verdadero hombre de acción.
—Vivimos tiempos revueltos —dijo Hércules.
—Es cierto, pero ustedes no me han contado qué hacen en Francia. Los hacía en América. Creo que este continente no es el mejor sitio para vivir, por lo menos de momento —señaló Churchill.
—Tiene razón. Estábamos en Suiza, pero un nuevo caso nos ha sacado de nuestro tranquilo retiro. Perseguimos un libro y las pistas nos han llevado hasta aquí, pero ahora todo está en punto muerto —dijo Hércules.
Tras describirle en pocas palabras cómo había surgido aquella aventura, Lincoln concluyó:
—Ahora tenemos que encontrar a alguien que sepa turco.
—Están de suerte. Mi asistente conoce perfectamente el turco. Es egipcio, pero vivió mucho tiempo en Estambul. Si lo desean puede ayudarlos —dijo Churchill.
—Sería estupendo —observó Alicia.
Churchill salió de la sala y a los pocos minutos entró con un gigantesco egipcio vestido con el uniforme del ejército británico.
Hércules le extendió el papel y el hombre estuvo unos segundos leyendo en silencio.
—Parece un galimatías —dijo por fin.
—¿Qué pone? —preguntó impaciente Hércules.
El hombre comenzó a leer:
—«Y miré, y he aquí venía del norte un viento tempestuoso, y una gran nube, con un fuego envolvente, y alrededor de él un resplandor, y en medio del fuego algo que parecía como bronce refulgente, y en medio de ella la figura de cuatro seres vivientes. Y esta era su apariencia: había en ellos semejanza de hombre. Cada uno tenía cuatro caras y cuatro alas. Y los pies de ellos eran derechos, y la planta de sus pies como planta de pie de becerro; y centelleaban a manera de bronce muy bruñido. Debajo de sus alas, a sus cuatro lados, tenían manos de hombre; y sus caras y sus alas por los cuatro lados. Con las alas se juntaban el uno al otro. No se volvían cuando andaban, sino que cada uno caminaba derecho hacia adelante, y cara de buey a la izquierda en los cuatro; asimismo había en los cuatro cara de águila. Así eran sus caras. Y tenían sus alas extendidas por encima, cada uno dos, las cuales se juntaban; y las otras dos cubrían sus cuerpos. Y cada uno caminaba derecho hacia adelante; hacia donde el espíritu les movía que anduviesen, andaban; y cuando andaban, no se volvían. En cuanto a la semejanza de los seres vivientes, su aspecto era como de carbones de fuego encendidos, como visión de hachones encendidos que andaba entre los seres vivientes; y el fuego resplandecía, y del fuego salían relámpagos. Y los seres vivientes corrían y volvían a semejanza de relámpagos. Mientras yo miraba los seres vivientes, he aquí una rueda sobre la tierra junto a los seres vivientes, a los cuatro lados. El aspecto de las ruedas y su obra era semejante al color del crisólito. Y las cuatro tenían una misma semejanza; su apariencia y su obra eran como rueda en medio de rueda. Cuando andaban, se movían hacia sus cuatro costados; no se volvían cuando andaban. Y sus aros eran altos y espantosos, y llenos de ojos alrededor en las cuatro. Y cuando los seres vivientes andaban, las ruedas andaban junto a ellos; y cuando los seres vivientes se levantaban de la tierra, las ruedas se levantaban. Hacia donde el espíritu les movía que anduviesen, andaban; hacia donde les movía el espíritu que anduviesen, las ruedas también se levantaban tras ellos; porque el espíritu de los seres vivientes estaba en las ruedas. Cuando ellos andaban, andaban ellas, y cuando ellos se paraban, se paraban ellas; asimismo cuando se levantaban de la tierra, las ruedas se levantaban tras ellos; porque el espíritu de los seres vivientes estaba en las ruedas. Y sobre las cabezas de los seres vivientes aparecía una expansión a manera de cristal maravilloso, extendido encima sobre sus cabezas. Y debajo de la expansión las alas de ellos estaban derechas, extendiéndose la una hacia la otra; y cada uno tenía dos alas que cubrían su cuerpo. Y oí el sonido de sus alas cuando andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, como ruido de muchedumbre, como el ruido de un ejército. Cuando se paraban, bajaban sus alas.»
—Ese texto es del profeta Ezequiel —afirmó Lincoln. Su padre había sido pastor protestante toda la vida y conocía casi de memoria la Biblia.
—¿El profeta Ezequiel? —preguntó Hércules.
—Un momento.
Lincoln los dejó y subió a su habitación. A los pocos minutos regresó con su Biblia en la mano.
—¿Lo ven? El texto está en Ezequiel 1,4-24 —dijo el norteamericano.
—¿Qué tienen que ver los cuatro seres vivientes con lo que estamos investigando? —preguntó Hércules.
Entonces el monje se puso a escribir la cita del Apocalipsis, capítulo 4, versos del 6 al 9.
—En ellos habla de los ancianos. Unos sabios judíos que reconocen a Dios —explicó Lincoln.
—¿Unos sabios? —preguntó Alicia.
—Sí. ¿Dónde podemos seguir buscando el libro? —preguntó Hércules.
Churchill comenzó a frotarse la cabeza. Lo cierto es que aquello parecía un galimatías indescifrable.
—Hay un sitio del que a lo mejor han escuchado hablar alguna vez. Creo que hay un hombre judío muy interesante que será mejor que conozcan —dijo Churchill.