Berlín, Alemania, 13 de febrero de 1917
Walther Nicolai, el jefe de los servicios secretos alemanes, entró en el despacho del káiser. Habían pasado ocho días y la situación en Rusia había empeorado hasta el punto de encontrarse al borde del colapso. El káiser no levantó la mirada de su mesa. Era un hombre frío e indiferente, que nunca mostraba su estado de ánimo ni emoción alguna.
—Nicolai, ¿cómo van las negociaciones con ese diablo rojo? —preguntó el káiser.
—Hoy las daremos por finalizadas. Esperemos que en un mes esté de vuelta en Rusia.
—Lanzar a ese perro rabioso en mitad de nuestros enemigos es la peor bomba química que podríamos enviarles. Los comunistas corroerán al estado hasta que ya no quede nada. Después podremos expandirnos hacia el Este. Hay varios territorios que estarían mejor en nuestras manos que en las de esos salvajes rusos.
El káiser esbozó una leve sonrisa y después miró por primera vez a Nicolai.
—No quiero que haya incidentes hasta que Lenin llegue a Rusia. Debemos llevar nuestro plan en el más estricto secreto.
—Sí, majestad. Aunque todavía hay un escollo —dijo Nicolai.
—¿Un escollo? —preguntó el káiser.
—Los comunistas quieren más dinero.
Se produjo un largo silencio en la sala. Si el káiser odiaba algo era darle dinero a esas sabandijas. Los comunistas de su país le estaban dando muchos quebraderos de cabeza. En los últimos meses las huelgas se sucedían en las fábricas de armamento. Apoyar a sus amigos de Rusia podía poner en peligro la estabilidad del continente. Si los comunistas tomaban el poder y lograban llevar a cabo sus planes, los servicios secretos pensaban que podría haber un efecto de contagio en toda Europa.
—No les daremos ni un marco más. Si no aceptan nuestras condiciones, que se queden en Suiza —dijo el emperador, visiblemente irritado.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Esos rusos son peores que bestias. Si les hacemos demasiado fuertes, tendremos que enfrentarnos a ellos tarde o temprano. Hay que mantenerlos dependientes de nosotros. Cuando hayamos vencido a los franceses e ingleses, ya nos ocuparemos de ellos. Recuerde a Lenin que ha prometido que apoyará el alto el fuego.
—Sí, majestad.
Nicolai abandonó el despacho y se dirigió a su oficina. Desde allí hizo una llamada y mandó las órdenes a Suiza. Todo tenía que estar solucionado antes de que se hundiera el zar, de otra forma los comunistas llegarían demasiado tarde al reparto del poder.