París, Francia, 12 de febrero de 1917
Lincoln tuvo una corazonada. Cada vez que se separaba de sus amigos ocurría algo desagradable, por eso se dio la vuelta y pidió al hermano Juan que lo esperara. Después subió corriendo los escalones hasta llegar a la parte más alta de la torre. Allí no había ni rastro de sus amigos. Registró la planta y después vio la puerta que conducía más arriba. La empujó con suavidad y comenzó a ascender.
En cuanto pisó el primer escalón escuchó los pasos de unos zapatos y decidió sacar su arma. Mientras ascendía no se quitaba de la cabeza el temor de que algo malo podía sucederle a Alicia. Una vez más sus planes de boda se habían tenido que retrasar, pero él ya no podía vivir sin ella.
Cuando asomó la cabeza por la trampilla, sintió que algo le golpeaba la cabeza y se agachó instintivamente. Casi rueda escaleras abajo, pero logró agarrarse al pasamanos y apuntó directamente a la portezuela que había vuelto a cerrarse.
No vio a nadie, pero sí como se asomaban los cañones de dos pistolas. No podía moverse y a aquella distancia era difícil que fallaran. Intentó rezar algo entre dientes y se giró para rodar sobre sí mismo y caer escaleras abajo.
Las pistolas comenzaron a disparar y su cuerpo sintió el impacto de las escaleras, mientras sus oídos reventaban por las explosiones de las balas, que chocaban contra la escalera metálica.
Intentó respirar hondo y levantó la pistola. Después disparó a la trampilla, pero sus propias balas rebotaban contra él.
—¡Cielos! —gritó esquivando las balas.
Los dos hombres continuaron disparando, hasta que un ruido lejano les hizo parar de repente. Lincoln corrió escaleras arriba y empujó con todas sus fuerzas la trampilla.
Ahora únicamente podía esperar que Hércules lo apoyara desde dentro o caería en medio de aquellos asesinos.