Capítulo 40

San Petersburgo, Rusia, 10 de febrero de 1917

Georgi Yevgénievich L’vov no era el tipo de hombre fácil de manejar. Muchos miembros de la Duma le habían pedido que asumiera la presidencia; él sabía que si daba ese paso pararía así los pies a los bolcheviques y los mencheviques. Para Georgi la negociación con los comunistas era imposible, pero tampoco creía que los zaristas estuvieran dispuestos a apoyar un nuevo régimen en el que la figura sagrada del zar no estuviera presente.

Georgi se sentó con cuatro de sus hombres de confianza y les expuso el problema:

—Saben que nadie quiere este Gobierno ni la democracia en Rusia.

Todos lo miraron inquietos, pero ninguno dijo nada.

—Los zaristas únicamente nos utilizarán para calmar las cosas; cuando los problemas terminen querrán recuperar el poder. Los comunistas están esperando su oportunidad, están muy bien organizados y no tardarán en dar un golpe de estado, sobre todo si Lenin regresa. Los mencheviques son más moderados, creen que para que la revolución se produzca hay que pasar por la democracia parlamentaria, pero tampoco nos son leales. Ni el ejército cree en el orden constitucional —expuso Georgi.

—Entonces, ¿por qué ha aceptado el puesto? —preguntó uno de sus colaboradores.

—Eso mismo me pregunto yo. Alguien tiene que hacerse cargo de Rusia, de lo contrario los alemanes nos machacarán y el imperio se fragmentará en decenas de pequeños estados. Es nuestro deber salvar a Rusia a pesar de que no quiera ser salvada. Si no paramos las revueltas y devolvemos el orden al país, sucumbiremos. Hay que intentar llegar al mayor consenso posible. Con los únicos con los que no negociaremos será con los comunistas, negociar con ellos es como hacerlo con el Diablo —dijo Georgi.

El grupo asintió con la cabeza. Todos temían a Lenin y a sus hordas rojas. Si los comunistas se levantaban, Rusia no tendría capacidad de soportar su sacudida. Esta vez nadie podría pararlos.