Capítulo 39

Monasterio de Optina, Rusia, 10 de febrero de 1917

El hermano Pedro bajó hasta la bodega para subir uno de los vinos. Era uno de los pocos lujos que los monjes se permitían en la comida, que por otro lado, siempre solía ser muy austera. Se dirigió a los caldos más viejos. No es que aquel día tuvieran mucho que celebrar: Rusia parecía desmoronarse por momentos y cada día se agolpaban más pobres y hambrientos delante de la puerta del monasterio, pero si alguien no se bebía ese vino terminaría por avinagrarse.

Examinó las botellas una a una, el color era el mejor indicador de que el vino estaba a punto de perder todas sus propiedades. Tomó una de ellas y le quitó las telarañas. Después con una sonrisa comenzó a subir las escaleras.

Un extraño ruido lo sobresaltó y le hizo volver sobre sus pasos. Era normal ver algunos ratones por la bodega, pero aquel golpe no parecía producido por uno de esos pequeños seres. Levantó el candil y miró entre las tinajas. Nada se movió. Se dio la vuelta y en ese momento notó que algo le presionaba el cuello. Instintivamente soltó la botella y el candil. El vino salpicó su hábito y el candil prendió el alcohol, lo que provocó que sus pies comenzaran a arder. El intruso siguió apretando su cuello a pesar de ver como su víctima comenzaba a quemarse.

El hermano Pedro intentó gritar, pero las manos que lo asfixiaban le impedían emitir ningún sonido. Sentía un dolor indescriptible en sus piernas. Notaba como su piel se pegaba a la tela de su hábito y comenzaba a deshacerse como papel de fumar.

Cuando el asesino soltó al monje, este cayó desmayado. El fuego invadió el resto de su cuerpo y las botellas de su alrededor comenzaron a estallar, avivando aún más el fuego. Cuando las llamas cubrieron buena parte de la bodega el asesino se retiró. El humo comenzaba a asfixiarlo. Corrió escaleras arriba. Pensó que tenía que quitarse aquel hábito que olía a humo y vino. Si se daba prisa, aún llegaría a tiempo a la comida en el refectorio.