San Petersburgo, Rusia, 9 de febrero de 1917
El zar no podía dormir; los informes de los ministerios no podían ser más catastróficos. La hambruna se extendía por Rusia y él no podía hacer mucho más. Le preocupaba el pueblo, pero al fin y al cabo su imperio era mucho más que un grupo de desarrapados y muertos de hambre; era la herencia ancestral de un carácter que debía sobrevivir a los problemas coyunturales. No podía perder la herencia de tantos siglos, no iba a dejar que nadie se la arrebatase.
Otras dinastías y monarquías habían caído; algo más de un siglo antes Francia había ejecutado a su rey, en otros países se habían establecido repúblicas, pero el pueblo ruso era inseparable de su zar.
Nicolás II se levantó de la cama y se dirigió hacia el amplio ventanal que daba a los jardines. Todavía estaba oscuro, pero las farolas alumbraban la tierra nevada tras la que se ocultaba la próxima primavera. Aquella crisis pasaría con el invierno, y el pueblo volvería a aclamarlo como su rey.
Los comunistas no tenían nada que ofrecer a los campesinos rusos. Proponían más miseria y penalidades. Él modernizaría el país, pero necesitaba tiempo y ganar la guerra a los alemanes. Sobre las cenizas de sus enemigos construiría de nuevo un gran imperio.
Mientras regresaba a la cama pensó en la misión de sus hombres. Si eliminaban a Lenin, los comunistas estarían descabezados, se pelearían entre ellos para suceder a su líder y él los aplastaría. Además, cuando sacara el libro a la luz, muchos se darían cuenta del diabólico plan que esos malditos comunistas estaban tejiendo en el exilio. En unos días, la normalidad volvería a las calles de Rusia y todo habría pasado como en una insoportable pesadilla.