Capítulo 34

Zúrich, Suiza, 9 de febrero de 1917

Los ojos de Oleg se cruzaron con los de una mujer. Una redecilla le cubría en parte la cara, sus labios muy rojos apuraban un cigarrillo de filtro largo. Sus pómulos bien definidos resaltaban más por su palidez y por su pelo color azabache. Los labios de Oleg pronunciaron involuntariamente un nombre: Masha.

No podía creerlo. Era el último sitio en el que esperaba encontrarla. Aquella mujer tenía la capacidad de trastornarlo. Llevaba años sin verla, pero aún conservaba su belleza. ¿Qué hacía allí? Sin duda acompañaba a Lenin y su séquito.

—Kusma, no vamos a actuar esta noche —dijo el joven.

Su compañero se quedó asombrado. Tenían orden de asesinar a Lenin y volver lo antes posible a Rusia.

—¿Ves a esa mujer?, es la llave que necesitamos para llegar a Lenin. Si entramos en su círculo íntimo, podremos enterarnos de sus planes antes de acabar con él.

Kusma no estaba muy convencido de los cambios respecto al plan original. A él le gustaban las cosas sencillas. Si algo funcionaba, no entendía por qué tenía que cambiarse.

Oleg se puso en pie y se dirigió hasta la mesa de Masha, que estaba sentada sola. Ella levantó la vista e intentó mostrar indiferencia, aunque un destello en su mirada delató su sorpresa.

—Oleg, un buen servidor del zar —bromeó la mujer lanzando una gran bocanada de humo.

—Masha, la revolucionaria —dijo el joven.

—¿Qué te trae por estos recónditos lugares? —preguntó la mujer.

—Imagino que lo mismo que a ti —contestó Oleg.

—Lo dudo, yo no soy partidaria del zar.

—Pero sí una exiliada, como yo…

Masha lo miró intrigada. Conocía bien a Oleg y no era el tipo de hombre que bromeara con una cosa así.

—No puedo creer que hayas desertado —dijo Masha.

—¿Puedo sentarme?

—Por favor. ¿Y tu amigo?

—Kusma nos esperará en la otra mesa —ordenó Oleg.

—Veo que no has perdido tu pasión por el mando —dijo Masha.

—Hace unas semanas capturaron a Yegor, yo fui el oficial encargado de interrogarlo. No fue difícil hacerle confesar, pero verlo sufrir me partió el corazón. Éramos como hermanos. Rusia se está desmoronando y la policía secreta lo único que hace es asesinar. Estoy cansado de todo eso…

—Por eso te has venido a Suiza y has cenado en el mismo restaurante que el camarada Lenin —ironizó Masha.

—Exacto. Vengo a advertirle de un atentado. Los servicios secretos preparan su muerte —dijo Oleg.

No había nada como una verdad a medias, para ser convincente, pensó mientras hablaba con la mujer.

—¿Cómo está Yegor? —preguntó Masha.

Oleg permaneció unos segundos en silencio, suficientes para que la joven notara un nudo en la garganta y unas ganas tremendas de gritar.

—Yegor ha muerto. No soportó el último interrogatorio, por eso lo he dejado. ¿Comprendes?

Masha dejó de escuchar a su viejo amigo. Ella y Yegor llevaban separados seis meses, pero seguía queriéndolo. Al final logró contener el llanto, pero no que le temblara la barbilla.

—Quizá sea mejor así. La muerte es la única solución. Cada día mueren miles de inocentes aplastados por los poderosos. A veces me pregunto si merece la pena vivir —dijo la joven.

—No digas eso ahora que estamos tan cerca de conseguirlo —dijo Oleg.

—¿Cerca de conseguir el qué? —preguntó Masha.

—La revolución. En Rusia hay un Gobierno interino y cuando Lenin regrese…

—¿Quién te ha dicho que Lenin regresará? —dijo Masha.

—Simplemente me lo imagino —contestó Oleg.

Masha apagó el pitillo y buscó nerviosa un nuevo cigarrillo en su bolso. Oleg le ofreció uno de los suyos.

—No te creo, Oleg, y será mejor que te alejes de él. Si no lo haces, no dudaremos en matarte. La gente como tú no cambia nunca —dijo Masha.

—Tú cambiaste, tu familia es una de las más ricas de Rusia —dijo Oleg.

—Pero yo tengo conciencia, algo que tú desconoces —dijo Masha—. ¿Cómo me dijiste aquel día cuando te hablé de mis ideas marxistas? ¡Ah, sí! Que eran judías. Después intenté explicarte que era cuestión de conciencia y me dijiste que la conciencia es un invento de los judíos.

Oleg la miró con furia, pero en el último instante controló su enfado.

—Yo también tengo derecho a cambiar. Vi morir a mi mejor amigo, estoy solo en el mundo. El ejército ya no es mi hogar, Rusia se desmorona. Masha, he cambiado, ¿qué puedo hacer para demostrártelo?

—Pégate un tiro aquí mismo, es el mejor servicio que puedes hacer para mi causa.

El oficial sacó la pistola y se la puso sobre la sien. Los comensales de las mesas próximas se pusieron a gritar y los escoltas de Lenin sacaron sus armas.

—¡Oleg! ¿Estás loco? —preguntó Masha asustada.

—Es mejor que me quite de en medio —dijo el joven.

—Guarda el arma. Ya es suficiente saber que Yegor ha muerto —dijo Masha con lágrimas en los ojos.

Oleg bajó el arma y la dejó sobre la mesa. Los hombres de Lenin se acercaron a él y le sacaron del salón a empujones. Kusma se alejó del restaurante, sin duda su jefe se había vuelto loco, pero él terminaría la misión.