Capítulo 31

Zúrich, Suiza, 9 de febrero de 1917

Alicia miró sorprendida a la extraña pareja que caminaba al otro lado del cristal. Le hizo un gesto a Hércules y salió corriendo del banco. Cruzó la calle y abrazó a Lincoln.

—Querido —dijo mientras no paraba de besar al hombre.

Lincoln la apretó entre los brazos y sintió que todo el miedo y la tensión de los últimos días desaparecían de repente. Hércules se acercó a su amigo y le extendió la mano.

—Lincoln, ¿se encuentra bien? —dijo en tono neutro.

—Sí, afortunadamente consiguieron lo que buscaban y no nos mataron —dijo Lincoln.

El hermano Juan les sonrió, pero en un segundo su rostro volvió a palidecer. Los tres se giraron y observaron que el doctor Jung con otros dos hombres desaparecían por la calle lateral.

—Fueron ellos —dijo Lincoln señalando a los tres hombres.

Comenzaron a correr, pero los tres individuos se subieron a un vehículo y huyeron a toda velocidad.

—Sabemos dónde vive —dijo Hércules—, esta noche le haremos una visita.

Los cuatro se dirigieron al hotel. Lincoln y el hermano Juan llevaban dos días en los que apenas habían probado bocado. Después de comer algo, Hércules le preguntó:

—¿Qué querían Jung y sus esbirros?

El hermano Juan señaló su pecho.

—Se han llevado su cruz, era una llave, también querían una combinación. Hablaron de un libro —dijo Lincoln.

—Nosotros descubrimos que lo que hay en la caja tiene relación con algo de unos zares: el zar negro, el zar blanco y el zar rojo —dijo Alicia.

El monje hizo un gesto con la cabeza.

—La profecía que usted nos escribió era de Rasputín. ¿Lo sabía? —preguntó Hércules:

El hermano Juan negó con la cabeza y después escribió en una hoja:

«Esas profecías las leía mi stárets durante las comidas, pero desconocía su origen.»

—¿Tampoco sabía que su cruz era una llave ni lo de la caja de seguridad? —preguntó Alicia.

«Mi stárets me dijo que debía llevar un libro al monasterio cuando regresara con ustedes, pero tras los incidentes no pude decirles nada. Lo siento.»

Lincoln miró con desconfianza al monje. No terminaba de creerse su historia.

—Está bien, será mejor que descansemos. Esta noche tenemos que recuperar el libro como sea —dijo Hércules cortando la conversación—. Usted se quedará aquí al cuidado de Alicia, mientras nosotros vamos a la casa del doctor. Esta vez no podemos fallar, ese libro oculta algún misterio que tiene relación con la muerte de los monjes de su monasterio. Estoy convencido.