Capítulo 27

Zúrich, Suiza, 8 de febrero de 1917

—¿Por qué matasteis a la anciana? —preguntó Jung.

—No tuvimos más remedio, nos vio entrar y nos hubiera reconocido ante la policía.

—Sabéis que no os permito hacer daño a nadie, a no ser que sea imprescindible. ¡Maldita sea! ¿Cómo has podido perder el número? —preguntó el doctor Jung.

—Lo llevaba en el bolsillo, debí de perderlo cuando intenté reducir al monje —dijo el hombre.

—Sin el número no podemos abrir la caja —dijo el doctor.

—Puede que lo sepa el monje —dijo el hombre.

Jung se puso delante del hermano Juan. Estaba atado a una silla y con la cabeza gacha.

—Suéltale las manos —dijo Jung.

—Pero señor…

—Es mudo, sin las manos no puede escribir —dijo Jung.

El doctor comenzó a hablar lentamente. Su voz era suave y penetrante, ya que, como la mayoría de los psiquiatras, sabía la técnica de la hipnosis. Era incapaz de dañar a otro ser humano, pero la manipulación sí era aceptable en su nuevo sistema de creencias. Abandonar el cristianismo había sido una liberación. Su esmerada fe calvinista lo había convertido en lo que era. Un ser tímido, rígido y reprimido. La liberación por medio de los viejos dioses germanos lo estaba liberando de toda aquella frustración.

—Hermano Juan, escriba en el papel el número de la caja de seguridad.

El monje comenzó a escribir, pero lo hizo en ruso.

—Maldición. Lo ha escrito en su lengua natal. No será difícil que alguien lo traduzca —dijo Jung. Después miró hacia atrás. Lincoln lo observaba desafiante—. Este negro se cree que me va a intimidar. Cuando hayamos conseguido lo que queremos, ya veremos qué hacemos contigo.

Lincoln logró desatarse una mano, no hizo el más mínimo gesto. En cuanto se marcharan, liberaría al ruso e irían a buscar a sus amigos.