Bratislava, Eslovaquia, 8 de febrero de 1917
Los aduaneros los miraron intrigados. Oleg y Kusma parecían una extraña pareja de viaje. El primero era rubio, de facciones suaves y ojos muy azules. De baja estatura y con una piel muy blanca, tenía porte aristocrático y vestía con cierta elegancia su traje desgastado de oficinista. El segundo era muy alto y fuerte, sus ojos negros e inexpresivos producían escalofríos, su piel era cobriza y tenía una barba negra y espesa.
—¿Son periodistas? —preguntó el soldado eslovaco.
—Sí —dijo Oleg en francés.
—No tienen autorización del Gobierno austríaco —dijo el soldado.
—Huimos del frente, se prepara una gran operación y regresamos a casa, a Suiza —dijo Oleg.
El soldado los escrutó con la mirada. El coche tenía matrícula suiza, sus pasaportes estaban en regla y alguien les había dejado pasar a Eslovaquia. Austria y su país formaban parte de un gran imperio y las fronteras tenían un carácter más aduanero que político.
—Está bien, pasen.
Oleg suspiró cuando dejaron atrás la frontera. Se adentraron en Austria y ya no pararían hasta llegar a Suiza. Todo estaba sucediendo según lo planeado. Tenían que alcanzar a su presa antes de que esta emprendiera de nuevo el vuelo.
—¿Quiere que conduzca yo? —preguntó Kusma.
—Estoy bien, descanse un poco y ya lo avisaré cuando amanezca —dijo Oleg.
—Lo que ordene, señor —contestó Kusma.
El gigante se recostó sobre el asiento y cerró los ojos. Siempre veía lo mismo cuando intentaba dormirse. La granja en la que se crió. Sus padres eran dos campesinos ucranianos, tenía dos hermanas y un hermano pequeño. Cuando era niño, un grupo de soldados había asaltado su granja y, tras violar a sus hermanas y a su madre, los habían matado a todos. Afortunadamente, él se encontraba en la iglesia aquella tarde, ayudando al sacerdote. Cuando llegó a la granja por la noche, se la encontró ardiendo, todos los animales estaban muertos y ya no tenía familia.