Capítulo 24

Zúrich, Suiza, 7 de febrero de 1917

Cuando llegaron a la casa lo primero que les chocó fueron los cristales rotos de la puerta. Alguien había forzado la entrada y el frío gélido de la noche penetraba en el interior. Hércules sacó su pistola y se dirigieron hasta la salita en la que la dueña de la pensión pasaba la mayor parte del tiempo. La señora Schmid estaba sentada en su butaca preferida con los ojos cerrados. Alicia se acercó hasta la mujer y le tocó el hombro; esta se desplomó dejando a la vista una gran mancha de sangre en la espalda que había penetrado en la tapicería del sillón.

—¡Dios mío! —gritó Alicia.

—Echemos un vistazo arriba —dijo Hércules intentando mantener la calma.

Salieron de nuevo al pasillo y comenzaron a subir. Caminaban despacio, intentando escuchar cualquier ruido entre escalón y escalón. Las luces superiores estaban encendidas. La puerta cerrada de su habitación reflejaba la claridad de la bombilla del techo a través del marco. La abrieron. No había nadie dentro y todo estaba revuelto. Alicia no pudo aguantar más la tensión y se agarró al hombro de Hércules, después comenzó a llorar.

—Tranquila, seguro que está bien. Lincoln sabe cuidarse solo.

Hércules se agachó y observó un trozo de papel arrugado. En mitad del alboroto parecía una hoja más, pero cuando se la acercó a la cara vio que se trataba de una pequeña cartulina con el membrete del zar. Ponía algo en ruso que no supo leer. Guardó el papel en el bolsillo y comenzó a registrar la habitación.

Después de un rato, llamaron a la policía. No tardaron mucho en llegar. Media docena de agentes y dos inspectores recorrieron la casa en busca de pistas. Cuando terminaron de examinarlo todo, el inspector Schneider les pidió que tomaran asiento en el salón, para interrogarlos.

Afortunadamente, habían retirado a la señora Schmid del sofá y la habían puesto en el suelo, después la habían cubierto con una manta.

—Según me han contado, ha desaparecido un amigo suyo, George Lincoln, ciudadano norteamericano. Un hombre negro de unos cuarenta y cinco años, un metro setenta y cinco de estatura, delgado y con el pelo canoso —dijo el inspector mientras leía su libreta.

—Sí —dijo Alicia.

—¿Cuál era la razón de su estancia en Suiza? —preguntó el inspector.

—Negocios y la celebración de una boda —dijo Hércules.

—¿Una boda? —preguntó extrañado el inspector.

—Sí, Alicia Mantorella y el desaparecido se iban a casar.

El inspector miró extrañado a la mujer. No era corriente que un hombre negro y una mujer blanca se casaran. En Suiza podían verse visitantes de todas las partes del mundo, pero nunca había visto un matrimonio mixto.

—¿No se celebró la boda?

—No, fue interrumpida por un hombre, un monje ortodoxo ruso. Lo acogimos y lo ayudamos a recuperarse; él también ha desaparecido —dijo Hércules.

—Parece sorprendente. Un monje ortodoxo ruso y un afroamericano han desaparecido la misma noche —conjeturó el inspector.

—No entiendo su sorpresa —dijo Alicia con el ceño fruncido—, simplemente son dos hombres que han desaparecido, qué más da el color de su piel o su origen.

—Disculpe señorita, pero reconocerá que no es un caso corriente —dijo el inspector algo aturdido, después se dirigió de nuevo a Hércules—. ¿Cree que el monje ruso ha secuestrado a su amigo?

—Me extraña. Cuando los dejamos esta noche solos, el hermano Juan no parecía encontrarse muy bien. Si tiene algo que ver en la desaparición de mi amigo, sin duda otros lo ayudaron —dijo Hércules.

—¿Por qué iba a matar esa gente a una pobre anciana? —preguntó el inspector señalando el cuerpo de la mujer.

—No lo sé —contestó Hércules.

—Es todo muy extraño. Les pido que no abandonen la ciudad hasta que todo esté aclarado. Buscaremos a su amigo con todos nuestros medios. Ahora les recomiendo que se alojen en otro lugar.

—Así lo haremos —convino Alicia.

Después del interrogatorio dejaron la casa y buscaron habitación en un hotel cercano. Decidieron alquilar dos habitaciones y unos minutos más tarde estaban profundamente dormidos.

En la entrada del hotel, dos hombres vestidos de negro vigilaban la entrada. No era la primera vez que los seguían aquella noche.