Capítulo 23

Zúrich, Suiza, 7 de febrero de 1917

—No pueden ver al camarada Lenin —dijo uno de los guardas de la puerta del camerino.

—Es de vital importancia —replicó Hércules.

—Ya les he dicho que el camarada no recibe visitas. En unos minutos partirá para su residencia. Si cada persona de la sala quisiera ver a Lenin hace años que hubiera muerto por agotamiento —dijo el ruso muy serio.

—Por favor, entréguele mi tarjeta y que sea él quien decida.

El ruso lo miró con el ceño fruncido. No era la primera vez que un periodista o un espía zarista intentaban acercarse a su jefe con oscuras intenciones.

—Deme eso —dijo el ruso furioso. Llamó a la puerta y entró en el camerino.

Un minuto más tarde el ruso salió y les hizo un gesto para que entrasen.

—Cinco minutos, ni uno más.

—Gracias —dijo Alicia.

Lenin estaba sentado frente a un gran espejo. Su aspecto era mucho más pálido y enfermizo que en el salón del teatro. Los miró con sus expresivos ojos negros y se puso en pie.

—Señora —dijo galantemente. Después dio la mano a Hércules.

—Disculpe la molestia. Imagino que un hombre como usted estará muy ocupado —dijo Alicia.

—Es el pequeño sacrificio que exige la revolución. Otros sufren prisión o mueren por nuestra causa, así que me temo que el mío es un precio muy pequeño —explicó Lenin con un fuerte acento ruso.

Hércules se sorprendió de que hablara un correcto francés. Aquel no era el revolucionario inculto y maleducado que esperaba encontrar.

—No lo entretendremos mucho —dijo Hércules, después se presentaron y explicaron brevemente al líder comunista la razón de su visita.

Lenin se quedó pensativo y después les lanzó una mirada interrogante a los dos.

—¿De verdad que no saben de qué se trata?

—No, parece una profecía o algo de ese tipo —dijo Hércules.

—¿Usted cree en esas supersticiones? —preguntó Lenin.

—En estos años he visto cosas realmente sorprendentes. Si le digo la verdad, no sé qué creer —contestó Hércules.

—Lo que me dicen ustedes forma parte de unas conocidas predicciones que casi todo el mundo conoce en Rusia —dijo Lenin.

Los dos lo miraron extrañados. ¿Cómo era posible que aquel hombre conociera la profecía del monje?

—No le entiendo —dijo Alicia.

—¿Conocen a Rasputín? —preguntó Lenin.

—No —dijo Hércules.

—Rasputín era un monje fanático y libidinoso que se convirtió en el asesor del zar en los últimos años. Algunos le atribuían poderes sanadores, aunque yo creo que simplemente era un timador. Al principio fue muy apreciado por la aburrida, fanática y supersticiosa aristocracia rusa, pero, cuando se descubrió su frenético interés por las mujeres casadas, muchos les dieron la espalda. Antes de que lo asesinaran escribió unas profecías. El texto que me han leído forma parte de ellas —aseguró Lenin.

Hércules y Alicia no salían de su asombro. Si eso era verdad, aquel monje los había engañado, pero ¿cuál era su intención?

—En ellas vaticinaba la destrucción de la dinastía Romanov si moría de una manera violenta. Si están muy interesados en el libro, pueden pasarse mañana por mi casa y les daré una copia —dijo Lenin.

—Muchas gracias —dijo Alicia.

—¿Son españoles? —preguntó Lenin.

—Sí —dijo Hércules.

—Además será muy agradable que me hablen de su país. Apenas sé nada de él. Les espero mañana por la mañana en mi casa. Uno de mis asistentes les dará mi dirección.

Salieron del camerino sorprendidos y halagados. Aquel hombre parecía cualquier cosa menos un hosco revolucionario. Sin duda estaban ante un intelectual.

Mientras abandonaban inquietos el teatro, una pregunta venía a la mente de Hércules una y otra vez: ¿Por qué les había mentido el hermano Juan?

El monje Rasputín