Capítulo 19

Zúrich, Suiza, 7 de febrero de 1917

Cuando observó la casa, no se le escapó que en la puerta había dos hombres vigilando. Parecían dos simples montañeros esperando a un amigo para ascender a algún pico nevado, pero la vida del personaje que guardaban era demasiado importante como para no tenerla a buen recaudo. Hans Beyem se acercó con dos de sus hombres y se identificó. No era la primera vez que hablaba con exiliados rusos, pero siempre le producía la misma sensación, nunca se sabía qué podías esperar de un comunista.

Tras presentarle sus credenciales, uno de los hombres entró en la vivienda. Por lo poco que pudo observar Hans, al otro lado de la puerta había dos individuos con las armas preparadas para cualquier eventualidad. Unos minutos más tarde, el guarda de la entrada le permitió pasar, pero a él solo. Al entrar en la casa lo registraron exhaustivamente y después lo acompañaron hasta una gran habitación que hacía las funciones de despacho, biblioteca y salón.

—Oficial Beyem, por favor, tome asiento —dijo un hombre al fondo de la estancia.

Vladímir Ilich Lenin no se parecía en nada a la foto de la ficha policial a la que había tenido acceso en Berlín. En ella aparecía con una gorra de obrero, la cara afeitada y sonriente. Tenía el pelo largo y parecía sano. Delante de sus ojos tenía a un hombre mucho más mayor, con la cabeza totalmente afeitada, un bigote fino y una perilla que tapaba sus facciones cansadas y el color cetrino de su piel.

—No entiendo a qué viene tanto interés por nosotros por parte del Gobierno del káiser —dijo Lenin esforzándose por sonreír.

—Simplemente queremos facilitarles las cosas. Nosotros lo ayudamos y usted lo hace con nosotros —contestó el oficial.

—¿Cree realmente que eso es posible? Ustedes son capitalistas e imperialistas, nosotros todo lo contrario.

—Pero los dos odiamos al zar —dijo Beyem.

—¿El odio es suficiente razón para colaborar juntos? —preguntó Lenin.

—Mi Gobierno le promete que estará en la frontera rusa en unos quince días, transportaremos a cuantos hombres sea necesario y le ingresaremos en la cuenta del partido en Zúrich cincuenta millones de marcos.

Lenin se movió inquieto en la silla. No le gustaban las intenciones de los alemanes.

—¿Acaso intentan comprarnos? —preguntó.

—Ustedes son incorruptibles, pero queremos que ese dinero se emplee para el pueblo ruso, que sufre a causa de esta guerra injusta —contestó Beyem.

El líder comunista arqueó una ceja e intentó averiguar los pensamientos del oficial.

—¿Qué más quieren? —preguntó al fin.

—Simplemente que en cuanto haya un Gobierno provisional, defiendan el abandono de Rusia de la guerra. No queremos que nuestros respectivos pueblos sigan sufriendo innecesariamente —dijo Beyem.

—¿Cree que soy un cobarde o un traidor? —preguntó Lenin desafiante.

—No, pero sí un hombre prudente. Un país desorganizado y en plena revolución no puede combatir contra un país extranjero, y usted lo sabe. Si mantiene el frente, nos veremos obligados a ocupar Rusia y eso supondría la muerte de millones de personas.

—Está muy seguro de su ejército. Todos los que han intentado invadir Rusia han sucumbido —dijo Lenin.

—Hasta ahora —contestó el oficial alemán.

Lenin pidió que le sirvieran un té y después se recostó sobre la mesa.

—¿Cuál es su plan?

—Partirán en un tren blindado que entrará en territorio suizo con el beneplácito de los cantones, después atravesarán toda Alemania sin paradas y los dejaremos al otro lado de la frontera con Dinamarca —dijo Beyem.

—De acuerdo, pero no queremos el dinero en marcos alemanes. Lo queremos en oro y cargado en el mismo tren. No sabemos lo que esta guerra puede hacer con los billetes y cuánto tiempo podrá Suiza ser neutral —comentó Lenin.

—Perfecto —dijo el alemán.

—¿Cuándo podríamos partir?

—Necesitamos unos días para preparar el tren. Lo mantendremos informado —dijo el oficial poniéndose en pie.

—Estupendo —dijo Lenin sin moverse de la silla.

Beyem salió del salón y recuperó su pesado abrigo en la entrada. No había imaginado que los comunistas pudieran ser tan razonables. Lo cierto era que, cuando los alemanes hubieran terminado con los franceses y los británicos, no costaría mucho controlar una Rusia debilitada y gobernada por aquellos fanáticos.