Zúrich, Suiza, 6 de febrero de 1917
Lincoln regresó hasta sus amigos y les indicó que era imposible salir por la planta baja. Hércules se acercó a la ventana y evaluó la caída. Después abrió con sigilo la ventana y, con un gesto, indicó a sus amigos que se tiraran.
—Pero ¿cómo llegaremos hasta la ciudad? —preguntó Alicia, inquieta.
—Estamos a una media hora de camino —contestó Hércules.
—Es de noche y la nieve debe de cubrir un metro, no llegaremos a la ciudad —dijo Alicia.
—Al llegar observé que había unas cuadras. Seguramente allí tengan un trineo y un caballo —dijo Hércules.
Alicia fue la primera en lanzarse al vacío. Sintió cómo caía en la nada para luego aterrizar en un cómodo colchón de nieve. Después se lanzó el monje y, tras él, Lincoln. Cuando Hércules estaba a punto de tirarse, escuchó ruidos en el pasillo. Se acercó a la puerta y echó el pestillo justo antes de que alguien comenzara a girar el pomo. Aún les costaba creer que el doctor fuera un tipo peligroso. Era uno de los psiquiatras más conocidos del mundo y toda una celebridad en Suiza.
Hércules se lanzó y llegó al suelo cubierto de nieve. Sus piernas se hundieron en la gran masa blanca y le costó salir del agujero que había formado al caer. Sus amigos lo esperaban a un par de metros. Habían salido al camino principal, donde la nieve apenas cubría unos centímetros, y se dirigían corriendo a las cuadras.
Apenas habían recorrido cincuenta metros cuando notaron que las luces de la casa comenzaban a encenderse y surgía un murmullo de golpes y portazos.
Lincoln empujó con fuerza la puerta de la cuadra. Esta se encontraba medio atascada por la nieve. Dentro reinaba la más absoluta oscuridad. Buscaron alguna luz y al final Hércules encendió su mechero de piedra. No se percibía mucho, un par de caballos, cachivaches por todas partes, y un trineo cubierto por una lona. Descubrieron el trineo y Lincoln se puso a atar a los caballos.
Hércules extrajo su revólver y se asomó por la rendija de la puerta. De la entrada principal de la mansión salieron cuatro hombres vestidos con túnicas blancas. No se los distinguía bien en medio de la oscuridad, pero Hércules creía que iban armados.
—Dese prisa, Lincoln —dijo Hércules.
No era sencillo dominar a los caballos y ponerles los correajes en mitad de la oscuridad. El monje sujetaba el mechero, pero apenas se distinguían las correas y la piel marrón de los animales. Alicia subió al trineo y tomó las riendas.
—Abran esa otra puerta —dijo la mujer señalando al fondo.
Lincoln corrió hacia donde decía y el monje se subió a la parte de atrás del trineo.
Hércules vio como los hombres se aproximaban y disparó. El silbido de la bala rebotó en el silencio y los hombres se pusieron a cubierto y comenzaron a disparar.
—¡Arre! —gritó Alicia con todas su fuerzas, y el trineo se movió lentamente sobre la tierra de la cuadra. Después sacudió las riendas y los animales hicieron un mayor esfuerzo. El vehículo atravesó la puerta y Lincoln se sentó al lado de la mujer.
Hércules realizó un último disparo antes de correr hacia el trineo. Sentía un fuerte dolor en la pierna derecha, recuerdos de su etapa en la Armada española, pero logró alcanzar el vehículo y lanzarse a la parte de atrás. En ese momento los cuatro hombres entraron en la cuadra y les dispararon. Las balas rozaron el trineo, pero en unos segundos se sumergieron en mitad de la oscuridad.
La casa comenzó a desaparecer a sus espaldas y, cuando Hércules miró atrás, no vio sino una mancha de luz en mitad de la nada.
—¿Nos siguen? —preguntó Alicia.
—No —contestó Hércules. Pero no estaba en lo cierto. Media docena de hombres se habían subido a un vehículo a motor y comenzaban la persecución.