Capítulo 10

Zúrich, Suiza, 5 de febrero de 1917

Vladímir Ilich Lenin estaba sentado junto a la ventana. La tormenta arreciaba fuera, pero él no podía evitar pensar en su amada Rusia. En los últimos diez años había pasado la mayor parte del tiempo en el exilio, pero las cosas estaban a punto de cambiar. Las noticias que llegaban de su amado país no podían ser más esperanzadoras. El imperio del zar estaba al borde del colapso, hasta la nobleza pedía su sustitución. La guerra y el hambre habían conseguido lo que no habían logrado ni la conciencia ni la lucha política. Los hombres seguían moviéndose por los mismos instintos de hacía miles de años.

Lenin tomó de nuevo el libro; le gustaba leer de vez en cuando novelas y olvidarse del peso que llevaba sobre sus hombros. Lejos de parte de su familia, de los amigos y de la mayor parte de los camaradas, anhelaba regresar a Rusia.

Nadezhda Krúpskaya entró en la habitación y abrazó a su marido.

—Vladímir, ¿por qué no descansas un poco?, apenas duermes y te pasas las horas muertas escribiendo.

—Querida, estamos cerca de conseguir nuestro objetivo y ahora no puedo descansar.

—La revolución saldrá contigo o sin ti. Es el pueblo ruso el que tiene que elegir su destino —comentó Nadezhda.

—Ya sabes que no me creo imprescindible, pero quiero hacer todo lo posible para que la revolución triunfe. Mi única arma es la pluma, desde aquí no puedo hacer mucho más —comentó Lenin.

—¿Crees que algún día seremos un tranquilo abogado y una paciente maestra? —preguntó la mujer.

—Me temo que no, querida. Hemos elegido un camino de sacrificio que nos lleva a renunciar a nuestras propias ambiciones. ¿Quién defenderá al pueblo? El zar y sus secuaces están a punto de perder el control, si nosotros no ocupamos su lugar, algún militar impondrá una dictadura tan férrea e implacable como el régimen anterior —comentó Lenin.

—A veces me pregunto si valen la pena todos estos sacrificios.

Lenin rodeó con los brazos a su esposa y esta se sentó en su regazo. Ambos cerraron los ojos e imaginaron el regreso a su amado país. Sabían que la revuelta podía tratarse de una nueva falsa alarma; el pueblo ruso no estaba maduro para la revolución. De hecho, muchos creían que el primer país en aceptar las ideas comunistas sería Alemania, pero tenían derecho a soñar y en aquella noche de tormenta lo hicieron. Lo que no podían imaginar era la amenaza que se cernía sobre ellos.

Vladimir Ilich Lenin, líder Comunista ruso