Berlín, Alemania, 5 de febrero de 1917
—¿Entonces usted cree que esos comunistas rusos pueden beneficiarnos? —preguntó el káiser.
—Sí, majestad. Sin duda una guerra civil debilitaría a nuestro enemigo y este saldría de la guerra. Si el frente oriental desaparece, podremos emplear toda nuestra fuerza en el frente occidental y machacar a los franceses —dijo Walther Nicolai, jefe de la Abwehr.
—Pero, si los comunistas triunfan en Rusia, ¿quién nos asegura que luego no extiendan sus ideas hasta Alemania?
—El alemán es inmune a la propaganda comunista. Nuestros ciudadanos tienen muchas ventajas sociales y no necesitan ninguna revolución —dijo Walther Nicolai.
—Está bien, pero no quiero que trascienda nada al pueblo —dijo el káiser—. La reunión ha terminado.
El jefe de los servicios secretos se quedó en pie. El káiser lo miró de reojo y le dijo:
—¿Desea algo más?
—Hay un asunto importante. El líder ruso Lenin está en Suiza. Sería muy beneficioso para que triunfe el golpe de estado, que llegara a Rusia. Había pensado facilitarle el regreso a su país.
—¿Cómo se haría la operación? —preguntó el káiser.
—Tendríamos que habilitar un tren blindado que transportara sin paradas a los comunistas hasta Dinamarca —dijo el jefe de los servicios secretos.
—¿Es factible?
—Sí, majestad.
—¿Se opondrán las autoridades suizas? —preguntó el káiser.
—Diremos al Gobierno suizo que el tren es de la Cruz Roja y que lleva a rusos a su país, por razones humanitarias —dijo el jefe de los servicios secretos.
—Es usted demasiado astuto, Walther Nicolai.
—Gracias, majestad.
Cuando el jefe de los servicios secretos abandonó la sala, en su mente tenía trazado el plan. El arma más potente que podía lanzar contra los rusos eran esos malditos comunistas.