Capítulo 6

Zúrich, Suiza, 5 de febrero de 1917

A la mañana siguiente, en medio de una tormenta de nieve, llegó la respuesta del doctor Cari Gustav Jung. En la nota, el doctor les pedía que se dirigieran a su residencia en la cercana ciudad de Küsnacht, que era una especie de barrio residencial a las afueras de Zúrich. Gracias a la mejoría del monje, decidieron partir por la mañana; alquilaron un trineo tirado por caballos y, en medio de la ventisca, recorrieron las solitarias calles de la ciudad.

Una media hora más tarde, Hércules divisó el lago helado junto al que estaba situada la pequeña localidad, y el trineo empezó a ascender hasta una solitaria casa en mitad del bosque. Entraron en una inmensa finca en cuyo pórtico dos grandes dragones guardaban la entrada de los caminantes curiosos, quienes marchaban hacia las pobladas montañas de la región.

Alicia se asomó por la ventanilla y pudo contemplar entre la nieve la fabulosa mansión, que, con techo de bronce y pintada de un color oscuro, destacaba sobre el manto blanco que lo envolvía todo. Cuando se detuvieron, un mayordomo salió de la casa con un gran paraguas y ayudó a la señorita a entrar, mientras Hércules y Lincoln sostenían al monje y lo introducían en la mansión.

A todos les sorprendió el lujoso y acogedor recibidor. Unas puertas de cristal comunicaban con el salón principal y un largo pasillo llevaba a la biblioteca, el comedor y la cocina. Después se perdía en lo que debían de ser las habitaciones del personal. Unas escalinatas llevaban a las habitaciones principales y seguramente a la buhardilla.

El mayordomo los llevó al salón y les ofreció un poco de té caliente. Apenas habían pasado unos minutos, cuando un hombre de pelo castaño y corto, vestido con un sencillo traje, una camisa blanca y una pajarita, los saludó amablemente. Sus ojos pequeños y azules apenas destacaban detrás de sus lentes y su pequeño bigote no lograba cubrir unos labios carnosos.

—Disculpen que les haya pedido que fueran ustedes los que se acercaran a mi humilde casa —dijo el doctor Jung.

—No es molestia, le agradecemos que nos haya recibido tan rápidamente —aseguró Hércules.

—¿Cómo han conocido mi trabajo? —preguntó el doctor Jung.

—Asistí a una conferencia en Zúrich sobre el inconsciente personal y el inconsciente colectivo —dijo Hércules.

Lincoln miró de soslayo al doctor. El no creía que la psiquiatría solucionara nada, como mucho podía diagnosticar algunos comportamientos, pero la mente humana era demasiado compleja para cambiarla.

—Estoy todavía investigando, pero he llegado a descubrimientos asombrosos: en el fondo pesa más en nosotros el inconsciente colectivo que el personal. La sociedad es la que nos impone los tabúes, la que castra nuestra libertad y nos presiona para que reprimamos nuestros impulsos —explicó el doctor Jung.

—No es una idea muy original —comentó Lincoln—. Es la vieja teoría de que el hombre es bueno por naturaleza pero la sociedad lo corrompe; eso es lo que se defendía en el siglo XVIII con el mito del buen salvaje —dijo Lincoln.

El doctor Jung lo miró complacido. Después se acercó hasta él y le dijo:

—La diferencia es que yo estoy a punto de demostrar aquella simple teoría.

—¿Cómo se puede demostrar algo así?

—Muy sencillo: la vida no es lo que se ve a simple vista; como una planta, parte de su tronco vive bajo tierra, que es lo que denominamos rizoma. Lo que es visible sobre la tierra dura una estación y luego desaparece; pero lo que está bajo tierra hace que la planta vuelva a retoñar, eso es la cultura.

Alicia se incorporó en la silla y, sin dejar de mirar al doctor, preguntó:

—Entonces, ¿la cultura es el inconsciente colectivo?

—No exactamente. Las culturas se articulan a través de arquetipos o símbolos. Las religiones son las que usan estos símbolos para transformar y controlar la mente humana —explicó Jung.

—Creo que usted es uno de esos científicos que lo único que quiere es echar por tierra las creencias de la gente —dijo Lincoln.

—No, todo lo contrario: los arquetipos nos ayudan a entender a la gente. Yo no creo que sean impuestos, como cree mi maestro Freud, yo pienso que son innatos y hereditarios…

—Eso implicaría una moral preexistente —aventuró Hércules.

—Exacto.

—Lo que ha defendido la religión durante siglos —apuntó Alicia.

—La existencia del bien y del mal —dijo el doctor Jung.

Hércules observó al monje, que había permanecido con la mirada perdida casi todo el tiempo. Después interrumpió la conversación y dijo:

—Ya le explicaba en la nota el caso. Este monje pertenece a la secta skoptsy, un grupo extremista ruso que se mutila para evitar la tentación. Nos ha pedido ayuda para resolver la misteriosa muerte de varios monjes, pero lo más extraño es que asegura que todos aparecieron con el número de la Bestia y que supo dónde estábamos gracias a una visión.

—Yo creo que podemos tener premoniciones. Eso fue una de las cosas que me separó de Freud: él únicamente puede creer en lo material y yo pienso que somos mucho más que materia.

De repente, el monje se precipitó hacia atrás como si hubiera recibido un golpe invisible y comenzó a temblar. Todos se apartaron de él y lo observaron con temor.

—No lo toquen, parece que está entrando en trance —dijo el doctor Jung.

El monje cerró los ojos y comenzó a gemir, como si le faltara el aire. Entonces se puso en pie y señaló la puerta. En ese instante, unos fuertes golpes se escucharon al otro lado del pasillo y todos se miraron inquietos.