San Petersburgo, Rusia, 4 de febrero de 1917
Las horas se hacían interminables en palacio. Nicolás II se sentía encerrado dentro de aquella jaula de oro, mientras el imperio se derrumbaba ante sus ojos. Rasputín lo había profetizado dos años antes, pero en ese momento sus dudas de fe le hicieron consentir su muerte; ahora se arrepentía. Sin duda, las hordas judías irían a por él y a por toda su familia.
Las noticias de Moscú eran nefastas, los soviets comenzaban a hacerse con el control de algunos barrios y la Duma se había decantado a favor de un Gobierno provisional. El hambre hacía mella en la población, pero ¿qué podía hacer él?, no podía cambiar las cosechas, y la guerra le impedía comprar grano en el sur de Europa.
Nicolás II miró el reloj de pared y se preguntó dónde estaba Georgi L’vov, su candidato para el Gobierno provisional (que era una manera de mantenerse en el poder, alejándose por unos meses del primer plano, hasta que las cosas se calmasen).
El aristócrata entró en la sala y besó la mano del zar; después ambos se sentaron frente a la ventana. Hacía mucho frío, pero llevaba varios días sin nevar.
—Excelencia, no traigo buenas noticias. La factoría Putilov está a punto del colapso, los soldados se niegan a luchar en el frente, hay huelgas y manifestaciones por todas partes.
—¿No podemos utilizar el mismo método que en 1905? —preguntó el zar.
—Cuando el pueblo está desesperado ya no le tiene miedo a la muerte. Se están muriendo de hambre, de frío y de todo tipo de plagas —dijo el aristócrata.
—Esos judíos han atraído sobre nosotros su maldición. Quieren hacerse con Rusia y más tarde con el resto del mundo —dijo el zar.
—¿Los judíos? —preguntó extrañado L’vov.
—Sí, Lenin es de origen judío. Su amigo Trotsky es hijo de judíos. El propio Marx también lo era. Es una maldita conspiración sionista. ¿Es qué no lo ve nadie? —dijo el zar furioso.
—Algunos comunistas son de origen judío, pero no entiendo qué tiene eso que ver con la situación.
—Lo profetizó Rasputín y se está cumpliendo.
Entonces el zar comenzó a recitar:
—«… Siento que debo morir antes del año nuevo. Quiero hacer presente, no obstante, al pueblo ruso, al Padre, a la Madre de Rusia y a los Muchachos, que si yo soy asesinado por comunes asesinos y, especialmente, por mis hermanos aldeanos rusos, tú, Zar de Rusia, no tengas miedo, permanece en tu trono, gobierna y no temas por tus Hijos, porque reinarán por otros cien o más años. Pero, si soy asesinado por los nobles, sus manos quedarán manchadas por mi sangre y, durante veinticinco años, no podrán sacarse de la piel esta sangre. Ellos deberán abandonar Rusia. Los hermanos matarán a los hermanos; ellos se matarán entre sí. Y durante veinticinco años, no habrá nobles en el País. Zar de la tierra de Rusia, si tú oyes el tañido de las campanas, que te anuncian que Grigorij ha sido asesinado, debes saber esto: Si han sido tus parientes quienes han provocado mi muerte, entonces ninguno de tu familia, o sea, ninguno de tus hijos o de tus parientes, quedará vivo durante más de dos años. Ellos serán asesinados por el pueblo ruso… ¡Rogad, rogad, sed fuertes, pensad en vuestra bendita familia!».
Georgi L’vov lo miró sorprendido. Nicolás II parecía un hombre fuera de sí. Entonces el cielo de la ciudad se oscureció y comenzó a nevar.
El zar Nicolás II