Capítulo 4

Zúrich, Suiza, 4 de febrero de 1917

Hércules trasladó al monje hasta una de las habitaciones de su casa en la ciudad. Mandó llamar al médico y se aseguró de que el desconocido tuviera los mejores cuidados. Después de dejarle descansar toda la noche, fue el primero en acudir a su lecho al despuntar el alba. Se aproximó a la cama y observó detenidamente al hombre. Debía de tener su misma edad; su pelo era canoso y una poblada barba cubría sus rasgos. Sin duda era eslavo. La noche anterior se había permitido registrar sus pocas pertenencias. Un pasaporte ruso, unos cuantos francos y una estampita de san Jorge, patrón de Rusia. Todo aquello no le decía mucho, ni el hecho de que debajo del abrigo llevara un sencillo hábito ortodoxo y una gran cruz.

El herido abrió los ojos e, inmediatamente, dio un respingo, pero después volvió a recostarse en la cama.

—Sus heridas no son graves. Alguien lo ha apuñalado en plena calle. ¿Le han robado algo?

El hombre lo miró extrañado, como si al principio no comprendiera nada. Hércules Guzmán Fox le había hablado en español, enseguida cambió de idioma y se dirigió a él en inglés.

—¿Qué idioma habla?

El monje gesticuló para que le trajeran papel y una pluma. Comenzó a escribir, y cuando terminó de explicar su extraña mudez, Hércules lo miró sorprendido. Aquel hombre no tenía lengua. Algunos miembros de su orden se mutilaban para no romper el voto de silencio.

Hércules había escuchado prácticas de aquel tipo entre un grupo de monjes que se mutilaban, y algunos incluso llegaban a la castración. Se llamaban Skoptsy y, aunque habían sido perseguidos por la iglesia ortodoxa rusa, en muchos lugares se seguían practicando tan inhumanas enseñanzas.

En ese momento entró en la habitación Lincoln. Su rostro reflejaba cansancio y frustración. La boda había tenido que interrumpirse y Alicia había reaccionado mal, negándose a verlo.

—¿Qué le sucede? —preguntó Hércules.

—Es mejor no hablar de ello. ¿Se ha despertado nuestro invitado?

—Sí, pero no puede decir mucho, no tiene lengua. Al parecer pertenece a los Skoptsy.

—¿De veras? Increíble, creía que los últimos monjes habían desaparecido hacía tiempo —dijo Lincoln.

—Todos no —puntualizó Hércules señalando al monje, que los miraba indiferente.

El hombre comenzó a escribir de nuevo y, en un francés muy deficiente, les explicó que el stárets de su orden le había pedido que los buscara y los llevara con él a Rusia. Varios monjes habían muerto en los últimos meses en su monasterio y todos relacionaban su muerte con el Diablo. De hecho, las víctimas habían aparecido marcadas con el número de la Bestia, el 666.

Hércules y Lincoln se miraron sorprendidos. Todo aquello sonaba a ensoñaciones supersticiosas de monjes fanáticos.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Lincoln.

El hombre escribió de nuevo en el cuaderno. Un amigo suyo, Pavel Kazantzakis, había visitado el monasterio unos meses antes para estudiar unas inscripciones y les había hablado de ellos.

—¿Cómo nos han encontrado en Suiza? —preguntó Hércules.

El monje puso una sola palabra en el cuaderno: «Visión».

—¿Visión? —dijeron los dos a la vez.

«Tengo el don de la visión», escribió el monje.

Las dudas se habían disipado, se encontraban frente a un verdadero lunático. Lo dejaron descansar y se retiraron al salón.

Hércules se acercó a una de las estanterías y extrajo un volumen sobre sectas y grupos religiosos extraños.

—Al parecer, los skoptsy aparecieron en una región de Rusia llamada Oryol en 1771. Un campesino llamado Andrei Ivanov convenció a quince hombres para castrarse y así evitar pecar —dijo Hércules.

—Ya estudiamos algo sobre la castración en aquel misterioso caso de las automutilaciones en Madrid —apuntó Lincoln.

—Sí, pero aquellos hombres estaban bajo una especie de influencia narcótica; estos lo hacían a causa de su fe religiosa —comentó Hércules.

—Muchos pueden llevar cualquier idea hasta el extremo. Imagino que estos pobres diablos seguían al pie de la letra la enseñanza de Marcos 9, 47… —dijo Lincoln.

—Sí, lo de «Si tu ojo te es ocasión de caer…».

—Exacto.

—Aquí comenta que el de Rusia fue mucho más que un simple grupo de fanáticos, al parecer contaron con más de cien mil seguidores hasta que las autoridades rusas comenzaron a perseguirlos con perseverancia —dijo Hércules.

—¿Cien mil seguidores? —preguntó sorprendido Lincoln.

—Sí, al parecer el grupo se extendió por toda Rusia y uno de sus líderes, un tal Selivanov, se autoproclamó Pedro III de Rusia y se hizo llamar «dios de dioses y rey de reyes» —dijo Hércules.

—Unos verdaderos locos fanáticos —comentó Lincoln.

—Este hombre, lo que realmente necesita es un buen especialista psiquiátrico —dijo Hércules—. Creo que le he comentado ya que el otro día estuve en una conferencia a cargo del doctor Cari Gustav Jung. Puede que él pueda ayudarnos a descifrar la mente de un tipo como este.

—Sabe que no tengo ninguna fe en los loqueros —dijo Lincoln.

—Para usted sería más lógico que Dios se hiciera hombre y se dejara matar en una cruz —comentó Hércules.

—No le consiento que hable de esa manera…

Alicia entró en la sala justo antes de que los dos amigos se enzarzaran en una de sus interminables discusiones teológicas. Parecía cabizbaja, pero sin duda le habían atraído las voces de la sala.

—¿Quién es ese monje? Y ¿qué quiere de nosotros? —preguntó Alicia.

—Querida, será mejor que te tomes un descanso; lo que te sucedió ayer fue algo muy desagradable —comentó Lincoln.

La mujer le hincó la mirada y después se dirigió a Hércules.

—¿Me vas a contar de qué se trata?

—No lo sabemos bien, el pobre dice cosas inconexas. Algo de la muerte de unos monjes a manos del Diablo. Pertenece a una extraña secta rusa con tendencia a la automutilación —ironizó Hércules.

—No me parece una mala idea para ciertos hombres —dijo Alicia mirando de reojo a su prometido.

—Alicia, ya te he dicho que el embajador se ha ofrecido a casarnos de inmediato —se defendió Lincoln.

—Casarse es más que firmar un papel, al menos para una mujer —dijo Alicia.

—Le comentaba a su futuro marido que le presentáramos el caso al doctor Jung, pero él no está de acuerdo —dijo irónicamente Hércules.

Alicia tomó el volumen de la mesa y leyó brevemente el apunte sobre la secta. Después levantó la vista y, antes de hablar, frunció los labios, un gesto que solía hacer mientras pensaba.

—Sin duda, el doctor Jung puede ayudarnos en este caso. ¿Dónde vive? —se interesó Alicia.

—Creo que en este mismo cantón —dijo Hércules.

—¿Querrá ver al paciente? —preguntó Alicia.

—Sin duda. Su especialidad son las alucinaciones, y este pobre monje dice que vino a vernos tras una visión ocurrida en su monasterio y a instancias de su stárets, para que resolviéramos una serie de asesinatos. El doctor no puede rechazar un caso así —dijo Hércules.

El español escribió una nota, se acercó a la puerta y llamó al mayordomo.

—Por favor, quiero que localicen al doctor Jung y le entreguen esta nota.

El mayordomo tomó el sobre y salió del salón.

—¿Qué le ha puesto en la nota? —preguntó Lincoln.

—Un anzuelo lo suficientemente sabroso como para que le haga picar, estimado Lincoln.