Moscú, Rusia, 3 de febrero de 1917
La policía secreta zarista podía emplearse a fondo cuando se lo pedían. Kusma tomó un nuevo trozo de piel y continuó desollando al prisionero como lo había hecho años antes con los osos de su Ucrania natal. No sentía la menor pena por el comunista, para él se trataba de un animal peligroso, mucho más peligroso que una manada de lobos o un oso hambriento. El prisionero gritó con todas sus fuerzas; en su espalda apenas se distinguía la masa de músculos de la sangre que caía a borbotones por la cama en la que estaba atado.
El teniente Oleg hizo un gesto y el soldado se detuvo de inmediato. Después se inclinó y se situó a la altura de la cara del prisionero. Este lo miró horrorizado. No hubiera podido ni imaginar, cuando entró en el Partido, que terminaría en una de las cárceles secretas del zar, desollado como un vil animal.
—¡Maldita sea, Yegor! No me hagas seguir. Dinos dónde está tu jefe y te dejaremos en paz. Sabemos que tramáis algo y que estáis levantando al ejército en nuestra contra.
Yegor lo miró, incrédulo. Si hubiera sido otro oficial, uno de esos tártaros crueles, capaces de vender a su propia madre…, pero Oleg y él habían estudiado en la misma academia militar y ahora su mejor amigo lo torturaba sin mostrar ni un ápice de piedad.
—No sé nada. Por Dios, matadme ya —rogó el prisionero en un susurro.
—Tú te lo has buscado —dijo Oleg. Levantó la mano y Kusma continuó con su trabajo.
El prisionero hizo un gesto con la cabeza para indicar que parasen y su viejo amigo de armas se acercó hasta sus labios para escuchar el nombre.
—Pavel. Es su nombre en clave y está en Zúrich, Suiza…
Oleg desató las muñecas ensangrentadas de su amigo y pidió a su ayudante que los dejara solos. Después lo ayudó a que se incorporara y le ofreció un poco de agua.
—No debiste unirte a ellos. Destruirán Rusia y todo lo sagrado que hemos construido —dijo el oficial mientras su amigo bebía ávidamente.
Tras poner el vaso de nuevo en el suelo, sacó su pistola de la funda de cuero, comprobó el seguro y, sin dejar de abrazar a Yegor, apuntó a su sien y disparó. Los ojos de su amigo lo miraron con dulzura, como si agradeciera aquel final trágico. En algunos momentos la muerte es la mejor medicina para la vida.