Capítulo 2

Zúrich, Suiza, 3 de febrero de 1917

Lincoln esperaba hecho un manojo de nervios junto a Hércules. Podía asegurar que ninguna de las aventuras que había vivido aquellos últimos años, ni su trabajo en el servicio secreto del presidente, ni sus años como inspector en la policía metropolitana de Nueva York, lo habían puesto tan nervioso. Casarse con Alicia, después de tantos años de dudas, era un acto de valentía y sin duda de imprudencia. Sabía que aquella boda les marcaría de por vida a ellos y también a sus hijos, pero en esta ocasión prefería confiar en el corazón y dejar que las cosas simplemente sucedieran.

Hércules estaba a su lado, con la vista perdida en la inmensidad del templo y con un aire de padrino impaciente. Aquella boda ponía de manifiesto su soledad. Había sobrepasado los cincuenta años y, a pesar de estar en una excelente forma física, sabía que la soledad podía ser muy mala compañera de viaje. Lincoln y él se conocían desde hacía casi veinte años. Alicia era su ahijada y sentía hacia ella un cariño difícil de explicar, pero eso no impedía que experimentara una especie de envidia contenida.

Por la cabeza de Hércules pasó la imagen de su prometida, asesinada durante la guerra de Cuba, después las de Helen y Yamile, las tres mujeres a las que más había amado. Todas estaban muertas y no creía que otra mujer viniera a ocupar su lugar.

Cuando Alicia entró por el fondo del pasillo, sonó la marcha nupcial y la media docena de invitados se puso en pie. Hércules se acercó hasta la puerta y tomó del brazo a su ahijada.

—¿Estás bien? —preguntó Hércules. Sus ojos azules brillaron al contemplar la hermosura de Alicia.

—Sí, creo que no estaba tan segura de algo desde hace mucho tiempo —dijo la novia, sonriente. Sus mejillas pecosas se elevaron en una sonrisa y comenzó a caminar.

Los dos recorrieron el pasillo hasta llegar a la altura de Lincoln, que, vestido con su chaqué negro, los esperaba nervioso. Después los dos se quedaron frente al reverendo.

—Podéis sentaros —dijo el reverendo, y todos ocuparon sus sitios.

—Nos hemos reunido aquí en un día feliz. Alicia Mantorella y George Lincoln van a unirse en matrimonio…

Mientras el oficiante continuaba con su breve sermón, las puertas de la iglesia se abrieron. Nadie pareció prestar atención al nuevo visitante, que, tambaleándose, comenzó a caminar hacia el altar.

—Pónganse en pie —dijo el reverendo. Los novios se aproximaron al altar y Hércules sacó los anillos.

—Alicia Mantorella, ¿quieres recibir a George Lincoln como esposo, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

—Sí, quiero —aceptó Alicia.

—George Lincoln, ¿quieres recibir a Alicia Mantorella como esposa, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarla y respetarla todos los días de tu vida?

Apenas el reverendo hubo pronunciado las últimas palabras, el hombre que se había acercado por el pasillo se desplomó de repente. Todos se giraron y Alicia corrió con su vestido blanco hasta el desconocido.

El hombre tenía el rostro parcialmente cubierto de nieve y la cara roja. Su abrigo de lana tenía manchas de sangre y, a pesar de continuar consciente, apenas podía hablar. Hércules y Lincoln lo incorporaron un poco y pidieron un vaso de agua.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Lincoln al desconocido.

El herido temía que la maldición le hubiera seguido hasta allí. El Diablo no era fácil de burlar.

—No se mueva —le ordenó Alicia—. Hay que llamar a un médico.

El mal que me afecta no se cura con medicinas humanas, pensó el hombre antes de perder el conocimiento.