Capítulo 1

Zúrich, Suiza, 2 de febrero de 1917

No se había imaginado su boda de aquella manera. Era huérfana de padre y madre, pero siempre había soñado con una boda repleta de gente, rodeada de amigos y familiares. La realidad era muy distinta. Además del embajador de España y su familia, los únicos asistentes serían el reverendo Clark, pastor de la comunidad norteamericana en la ciudad; Hércules, su querido padrino, y George Lincoln, su futuro esposo.

Alicia volvió a mirar su largo vestido blanco y después indicó a la modista de dónde le tiraba. Amanda, la joven y simpática mujer del embajador, la había acompañado a probarse el traje de novia para que no se sintiera sola en aquel día tan especial. Al principio no quería un vestido de boda; ya había pasado los treinta años y, teniendo en cuenta que se encontraban en los albores del siglo XX, ya había superado la edad en la que una mujer debía casarse. Conocía a Lincoln desde hacía tres años, pero el tiempo había pasado volando y ahora estaba frente a un espejo, con aquel vestido blanco, el último día antes de convertirse en una mujer casada.

Su regreso de Estados Unidos no había sido fácil. Tras una larga y peligrosa travesía (los submarinos alemanes amenazaban a cualquier barco que se aproximara a Europa desde América), el paso por España y después por Francia vía Suiza se había complicado con bombardeos y transportes suspendidos a última hora. En Madrid apenas habían pasado unos días para supervisar sus propiedades y arreglar algunos papeles; después en París, donde la guerra seguía sin sentirse en toda su fuerza, ella había comprado varios vestidos y sombreros. Nunca se sabía lo que podía hacer falta a una mujer moderna en un viaje a través de una Europa en guerra.

Después de dar un largo suspiro, Alicia comenzó a quitarse el vestido lentamente.

—¿Se encuentra bien, querida? —preguntó la mujer del embajador.

—Había imaginado tantas veces este día que apenas puedo creerme que haya llegado por fin —dijo Alicia, con una mezcla de alegría y nerviosismo.

—Todo llega. El embajador y yo nos conocimos hace cinco años y ya tenemos tres hijos y una plaza segura en Suiza. Ni mi pobre madre esperaba tanto de José Luis —dijo Amanda.

—Yo no creo que Lincoln se estabilice, llevamos una vida ajetreada, siempre de acá para allá.

—Lo que nunca he entendido bien es a qué se dedican su prometido y su padrino —comentó la mujer.

Alicia intentó desviar la conversación; era difícil explicar que en los últimos cuatro años la ocupación de los tres había sido recorrer el mundo resolviendo misterios. Lincoln había escrito varios libros sobre sus aventuras, pero afortunadamente solo se habían publicado en inglés, por lo que más de medio mundo seguía desconociendo a qué se dedicaban.

—Importación y exportación —dijo Alicia.

—Negocios —añadió la mujer del embajador.

—Nunca mejor dicho. Ahora, después de viajar por medio mundo, queremos establecernos unos años en Suiza, el único sitio seguro de toda Europa —dijo Alicia.

—¿Y España? Nuestro país se mantiene neutral.

No era sencillo explicar a Amanda que la sociedad española estaba demasiado atrasada para aceptar la boda entre un hombre negro y una mujer blanca. Si las cosas hubieran sido al revés, sin duda se hubiera formado un buen revuelo, pero un hombre negro con una mujer blanca en Madrid era más de lo que podían resistir los mojigatos ciudadanos de la capital del reino.

—Hemos creado una pequeña compañía con sede en la ciudad. Hércules se dedica a comerciar con productos españoles con los alemanes y los franceses, sobre todo mantas. Mi padrino no quiere dar armas a ninguno de los dos bandos, ya hay demasiadas.

—La guerra es un horror. Mi esposo me cuenta cosas terribles que están pasando en la primera línea y el caos que hay en Rusia. Muchos hablan de revolución, qué espanto.

—El mundo está convulso. Esperemos que la guerra termine en algún momento —dijo Alicia.

—Dios nos guarde de revoluciones y guerras —dijo Amanda.

Alicia se puso su vestido y después se enfundó un pesado abrigo de pieles. Suiza era una nevera en invierno y todavía no se había acostumbrado a aquel clima extremo. La nieve cubría la calle y los pocos caminantes que se cruzaron estaban escondidos detrás de sus pesados abrigos y gorros. Afortunadamente, las casas de ambas mujeres se hallaban apenas a unos metros. Se despidieron educadamente y Alicia subió las escaleras hasta la entrada principal.

Al fondo de la calle, un hombre ataviado con un abrigo de lana y una gran cruz de plata en el pecho, escrutó la llegada de Alicia y se contuvo para no subir a zancadas las escaleras y entrar en la casa detrás de ella. Todavía no había llegado el momento.