Massimo intentó llamarla desde Alemania, sin resultado. Cuando regresó a Italia, el mutismo de Martina se hizo preocupante, parecía que se la había tragado la tierra. Se alarmó al no encontrarla en su estudio así que decidió ir al pisito de Rita y Enzo para preguntar si sabían algo de ella. Su sorpresa fue encontrarla allí y con una maleta.
—¿Te marchas a algún sitio? —Inquirió—. ¿Qué significa esto, Martina? No das señales de vida y de pronto te encuentro en casa de mi hermana. ¿Me estáis ocultando algo entre los tres?
Martina miró hacia otra parte, con gesto de molestia y agotamiento.
—Siempre pensando que todos están contra ti. ¿Cuándo dejarás de creerte el centro del universo? —Le espetó—. Lo siento, no puedo más… —Miró a Rita con tristeza—. Perdonadme los dos, más tarde vendré a por la maleta.
—¿Pero a dónde vas? —preguntó Massimo, perdiendo la paciencia al verla pasar por su lado y largarse del apartamento sin más explicación.
—¡Massimo! —Lo frenó Enzo, para que lo dejara de una vez.
—Desde luego, Massimo. —Le reprochó su hermana—. ¿Por qué siempre tienes que meter la pata?
—Pues que alguien me explique qué hacía Martina aquí y qué significa esta maleta. ¿Dónde se marcha, joder? —Inquirió con tono acusador.
Enzo se encaró con él.
—Haz el favor de cerrar la boca. —Exigió—. Y cambia esa mirada sospechosa porque te recuerdo que estás en mi casa. Desde que has entrado por la puerta no has dejado de sugerir algo sucio y con ello no solo me ofendes a mí —le señaló a Rita con la mirada.
Ella se lo agradeció con un beso en la mejilla.
—Voy a buscar a Martina —dijo a Enzo.
—Ve con ella. —Apoyó, devolviéndole el beso—. Seguro que te necesita.
Massimo fue hasta el sofá y se dejó caer, sin entender qué estaba pasando.
***
Una vez solos, Enzo le explicó lo sucedido en su ausencia.
—Hace dos semanas o tres que Martina acabó sus exámenes.
—No me lo dijo.
—De hecho, cuando tú te marchaste a Alemania, ya le habían dado las notas. Se ha graduado con la nota más alta de todo el alumnado. Nos llamó a Villa Tizzi para decírnoslo.
A Massimo le dolió que lo mantuviera al margen de sus éxitos.
—También realizó su examen de capacitación con excelente resultado, como era de esperar. Estaba esperando la nota cuando tuvo que marchar corriendo a Sicilia. La llamaron porque su abuelo había sufrido una angina de pecho. Cuando Martina llegó, el hombre ya se había recuperado y estaba en casa, pero el sufrimiento que pasó hasta que pudo comprobar que había sido poca cosa, ya puedes imaginártelo.
—Sí, lo imagino. Para Martina su abuelo es muy importante.
—Tan precipitada se marchó, que se dejó el teléfono móvil.
Massimo quiso pensar que ese era en parte el motivo de no responder a sus llamadas, aunque en el fondo sabía que era un tonto consuelo puesto que, una vez de vuelta en Roma, Martina tampoco le cogía el teléfono.
—¿Qué ha pasado entre vosotros, Massimo?
—Discutimos en mi casa y desde entonces nada es igual.
—¿Qué le dijiste?
Massimo no respondió. Habían reñido por culpa de una ropa que ella le había comprado a la niña. Recordó sus últimas palabras aquella tarde «Ser madre no es lo mío». Y entonces recordó que ella había perdido un niño, lamentó no haberse dado cuenta antes.
—Creo que la ofendí, es algo íntimo que no puedo revelarte, Enzo.
—¿Tiene que ver con su aborto?
Massimo levantó la cabeza de golpe y le lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Nada, lo poco que Rita me ha contado.
—Entonces, ¿a qué vienen todas estas preguntas?
Enzo entrecruzó los dedos de las manos y se inclinó hacia delante.
—Trato de ayudarte a arreglar las cosas. A Martina le dieron su diploma y estuvo completamente sola, sin nadie de su familia para acompañarla. Si nos hubiese llamado, habríamos venido a celebrarlo con ella, pero ya sabes como es.
—Reservada como ella sola.
—No te voy a engañar —afirmó Enzo—. Cuando llegamos ayer, Rita la llamó y en vista de que no contestaba, fue a su apartamento. La encontró llorando, sentada en un rincón. Acababa de volver de Sicilia y ni siquiera había deshecho la maleta. La soledad le vino grande. Rita consiguió sacarle todo lo que te he contado, que se sintió muy sola sin poder compartir su éxito con nadie y si a eso le añades los nervios que pasó con lo de su abuelo… Rita decidió por ella, agarró la maleta sin deshacer, cogió a Martina y se la trajo aquí.
—Gracias por contármelo —murmuró, levantándose.
Massimo se marchó de allí sintiéndose culpable de no haber estado con ella ni en lo bueno, abrazándola por sus éxitos, ni en lo malo, cuando sufría ante la posibilidad de perder a su abuelo. No, no podía haberlo apartado de un modo tan radical por una simple riña. Debió sentirse ofendida en lo más profundo. Martina había perdido un hijo y él se mofó de su frívolo concepto de la maternidad. Un tema tabú para ella, del que jamás hablaba. «Lo estuve, pero no fue bien». Eso era cuanto le había dicho, aquella tarde en el bosque de Villa Tizzi. Pero un embarazo malogrado no podía causar un dolor tan hondo que no fuera capaz de mitigarlo ni el paso de los años. ¿O sí? Si ella le contara… Para eso se tenían el uno al otro, la ayudaría a sacar los demonios fuera. Quería que se desahogara con él, sujetarse en los momentos difíciles formaba parte del amor. Pero dudaba que Martina estuviera preparada para hablar de ello.
***
—Le prometí que cuidaría de ella y he faltado a mi palabra.
Transcurridos dos días desde que vio a Martina, Massimo pidió un permiso especial y tomó el primer avión a Trapani. Allí, ante la casa de campo que la vio crecer, conversaba con Giuseppe Falcone. Necesitaba llenar ese capítulo en blanco en la historia que ella nunca le había revelado.
El anciano no tuvo reparos en contarle esa parte de la vida de su nieta, tal vez porque confiaba que hablar en voz alta de ello era el mejor modo de expiar las culpas y alejar para siempre los malos recuerdos que acechan en la mente como demonios ávidos por robarnos la vida. Se hallaban sentados en el patio, frente a la fachada, en un par de sillas de carrasca tallada y encordado de pita.
—Todos cometemos errores. Dicen que de ellos se aprende y yo así lo creía. —Confesó Giuseppe—. Con la experiencia que me dan los años, ya no estoy tan seguro de ello. Yo dejé que mi nieta se equivocara, convencido de que lo mejor para ella era que se hiciera fuerte con cada tropiezo. Hoy no lo permitiría.
—Culparse no sirve de nada. —Opinó Massimo, con la vista fija en la bicicleta infantil oxidada, abandonada en un rincón del porche por la niña que creció y se olvidó de ella.
—Mi mujer nos dejó cuando Martina tenía doce años. Nos quedamos solos y siempre he lamentado no haber sabido darle a mi nieta ese tipo de afecto femenino que una pequeña mujer necesita.
—Tenía a sus padres.
Giuseppe sonrió con tristeza.
—Tenía sus cartas. —Matizó—. Martina tuvo que conformarse con saber que la querían y con verlos un par de veces al año. Mi hijo era un soñador y encontró en Alicia a su alma gemela. Querían cambiar el mundo. Y en ese empeño perdieron la vida. Cuando ellos murieron en África, Martina estaba a punto de cumplir los dieciséis.
—Una edad difícil.
—Lo fue. —Aceptó el anciano, dándose una palmada en la rodilla—. Dos años muy difíciles, Martina reaccionó con rebeldía. Todo le parecía mal, todo esto dejó de gustarle, se aburría. Incluso yendo cada día al instituto en Trapani, decía que se sentía agobiada en una ciudad tan pequeña. Y entonce apareció Viviana, en el peor momento. Qué mal hicieron sus padres confiándoles el cuidado de Martina.
Le confesó su sorpresa cuando supo que su hijo y su nuera habían legado a Martina la casa familiar, dejando en usufructo del palacete a la hermana de su madre con la condición de cuidar de su hija. Massimo escuchó de boca de Giuseppe el relato de lo que parecía un truco de encantador en toda regla. La recién nombrada tutora legal se presentó allí haciendo sonar ante sus ojos las llaves que acababa de comprarle, por todos los regalos que nunca le había hecho, aunque Martina eso no supo discernirlo en ese momento. Y le contó maravillas de la vida cosmopolita, hasta que llenó su cabeza adolescente de fantasías que la hicieron asociar Roma con un mundo de ensueño, y aquel rincón en el cabo Lilibeo de Sicilia con el tedio de la vida rural.
—Un mes después, ya se había instalado en Roma, en el hogar que compartió con sus padres antes de que ellos se embarcaran en esos proyectos de cooperación internacional —continuó Giuseppe—, y sabía que Martina pasó de la disciplina que yo pretendía imponerle a vivir un descontrol absoluto, acorde con el ritmo de vida de su tía. Pero a pesar de ello estaba tranquilo, mi nieta siempre ha sido extremadamente responsable. Acabó el bachillerato con unas notas excelentes, como siempre, y empezó la carrera de Asistente social. No me enteré hasta mucho después de que abandonó sus estudios en el segundo año.
El abuelo se quedó pensativo y Massimo respetó su silencio. No hacía falta que le explicara que el abandono coincidió con la aparición en su vida de Rocco Torelli.
—Él estaba casado.
—Lo sé, Martina me lo contó. Y también que estuvo embarazada y perdió el niño.
—Ese hombre era un miserable. Una de las amistades de Viviana, casi le doblaba la edad. Si yo hubiera sabido…
—No se culpe. —Aconsejó Massimo.
—No quiso saber nada de ella. —Masculló con rencor—. Y ella, tonta inocente, que creyó que iba a dejar a su esposa por ella.
—Martina era muy joven. Con veinte años, no es extraño que creyera que el cuento de princesas se haría realidad.
—Cuando todo ocurrió, Viviana se encontraba de viaje y él, se limitó a meterla en un avión hacia Palermo. En cuanto aterrizó, en qué estado estaría que desde el mismo aeropuerto la trasladaron de urgencia al hospital. Embarazo extrauterino, creo que así llaman al problema que tenía, no entiendo de esas cosas. Lo único que sé es que mi nieta no murió de milagro.
Al escuchar aquello, Massimo se tapó la cara con las manos temiéndose lo peor. Él sí sabía qué significaba y los riesgos que entrañaba. El peor de ellos, salvar la vida a cambio de la esterilidad.
—Me avisaron desde el hospital, Martina estaba tan grave que no creyeron que llegara a tiempo de despedirme de ella. Pero se salvó, es fuerte, muy fuerte. La encontré tendida en una cama de hospital, como una muñeca rota. Acababan de decirle que nunca podría tener hijos. Y solo tenía veinte años.
Massimo fue incapaz de seguir escuchando. Todo encajaba, su pasión por los niños, su inmenso cariño por Iris, sus silencios… Acababa de descubrir el porqué de la sombra triste que siempre veía en los ojos de Martina. Ella nunca podría disfrutar de la incertidumbre y la alegría de la espera, viendo crecer su vientre día a día. Recordó la carita arrugada de Iris cuando abrió los ojos a la vida por primera vez y sintió un terrible dolor, como si le arrancaran algo dentro, al pensar que Martina jamás conocería la dicha de arrullar en sus brazos un hijo recién nacido, ni susurrarle plena de alegría «Bienvenido al mundo, pequeño mío». Todos esos anhelos y sueños se los robaron, se los arrebató el destino que unas veces nos mira con agrado y otras nos convierte en blanco de sus dardos.
Massimo se mesó el cabello con los dedos. Necesitaba llevarse consigo un retazo de su inocencia infantil, esa que para ella significaba Sicilia.
—Yo… Yo querría ir a un lugar, ¿usted me haría el favor de mostrarme el camino? Ella me contó que en verano su esposa y usted la llevaban a una playa.
El abuelo sonrió con el recuerdo de aquellos días.
—No está lejos, pero ¿seguro que no perderá el avión?
—Aún me quedan unas horas, no se preocupe por eso.
***
No solo le indicó el camino, Giuseppe Falcone se empeñó en acompañarlo. Massimo condujo por los caminos de tierra durante quince minutos escasos, hasta la cercana aldea de Casa Santa. Aparcó en la carretera y salió del coche, seguido por el anciano. La idílica playa que Martina recordaba no era más que un palmo de arena donde se amontonaban las barcas de pesca; entre tantas playas paradisíacas, encadenadas unas tras otras en el cabo occidental de la isla desde Módena a Castellammare, a nadie se le ocurriría plantar la sombrilla en aquel desierto rincón. Massimo caminó hasta el borde del agua de azul tan claro que blanqueaba en la orilla. Y la imaginó con un cubo en la mano entre las rocas, con la naricilla pecosa y enrojecida por el sol, sonriendo en busca de anémonas y estrellas de mar.
Massimo tuvo que respirar hondo al recordar lo que el señor Giuseppe acababa de contarle. Martina nunca tendría hijos. Una realidad que sentía por los dos, por las alegrías que nunca podrían compartir; por la impotencia de saber que nunca dejaría de ver en sus ojos la sombra gris de la tristeza, ya que Martina anhelaba el único regalo que él no le podía dar. Cuánto habría deseado tenerla allí y confortarla con un abrazo, en aquella playa de juguete que para ella simbolizaba la inocencia. Apretarla muy fuerte y decirle al oído que la vida va y viene, como una marea imprevisible de malos y buenos momentos. Massimo deseaba tanto llenar su cara de besos y convencerla de que los días felices vienen y se van, pero nos dejan la esperanza de retornar. Como las olas, que olvidan en la arena su rastro de espuma para recordarnos que siempre regresan.
—La vida no se acaba ahí —murmuró convencido, pese a lo abatido que estaba por ella—. No entiendo por qué nunca me lo dijo.
Giuseppe captó el sentido de sus palabras. No hizo falta que Massimo matizara que estaba hablando de la imposibilidad de su nieta para concebir; y suspiró con impotencia.
—Porque mi nieta todavía se culpa de lo que le pasó.
—Es absurdo —murmuró.
El anciano asintió.
—Cuando le dieron el alta en el hospital, la traje aquí conmigo e hice cuanto pude por devolverle la alegría. Hasta que un día, estos campos volvieron a parecerle muy pequeños y le entraron las ansias de libertad. Regresó a Roma y durante los últimos seis años vegetó en esa casa que era suya. —Massimo supuso que el hombre ya estaba al tanto de que Martina había donado el palacete a una Fundación—. Retomó los estudios, volvió a dejarlos… Se enrocó en aquellas cuatro paredes. Imagino que por respeto a la memoria de sus padres se negaba a que acabara en manos de su tía. ¿Qué podía hacer yo? Es una mujer adulta y era su decisión.
Massimo decidió poner punto final, no quería escuchar más. El resto de la historia ya la conocía. Martina regresó a la universidad, con empeño, y había logrado su meta: su pasaporte para una vida diferente. Llevó a Giuseppe de regreso a su casa, se despidió agradecido por su sinceridad y por no haber hecho preguntas acerca de su relación con su nieta.
Mientras conducía hacia el aeropuerto el coche alquilado, meditó sobre ese pasado que Martina cargaba como una culpa y llegó a una conclusión: si no se había sido capaz de confiarle su imposibilidad para concebir hijos, era por miedo a que la rechazara. Y si pensaba así, era porque desconocía el alcance de sus sentimientos hacia ella. Martina no sabía cuánto la amaba, no sabía hasta qué punto.
***
Acudió directo al apartamento de Martina. Ella le franqueó la puerta, ocupada en no olvidar nada para su viaje y con el equipaje a medio hacer. Dijo que tenía intención de marchar unos días con su abuelo, pero no mostró emoción alguna cuando él le contó que precisamente acababa de llegar de Sicilia.
—¿Por qué no me lo contaste todo?
Trató de abrazarla pero ella lo rechazó. No hizo falta que le explicara a qué se refería ni quién se lo había revelado.
—¿Para qué? ¿Qué te importa a ti? Si piensas que como madre nunca daría la talla.
—Eso no es cierto.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? ¿Ahora te doy pena y has venido a contarme un cuento de hadas para que me sienta mejor?
Sin esperar respuesta, apretó los labios y se entretuvo en guardar algunas prendas en la maleta del montoncillo de ropa doblada que había sobre la mesa.
—¿Quieres que hablemos cuando vuelvas de Trapani? —Ella continuó con lo que estaba haciendo sin responder a su pregunta—. No es necesario parir a un hijo para quererlo. —Añadió Massimo.
—¡Ya lo sé! No es algo que tengas que recordarme. Puede que algún día esté preparada para recurrir a la adopción o a la acogida temporal. He pensado en ello —reconoció, e hizo una pausa antes de continuar—: Puede que más adelante. Hoy por hoy necesito centrarme en valorar varias ofertas laborales y en escoger la que más me convenga.
—Y yo necesito que me perdones. Sé que no es excusa pero aquel día pagaste tú toda la rabia que llevaba dentro porque Ada acababa de decirme que se marcha a vivir a Abu Dabi con su nueva pareja. Por supuesto, se lleva a Iris.
Por primera vez, Martina lo miró a los ojos.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Y eres tú el que me acusa de guardarme secretos?
—Intenté hacerlo aquella noche, aquí mismo. —Le recordó, señalando a su alrededor—. Pero tú te negaste a escucharme.
Martina calló. Era absurdo replicar porque Massimo decía la verdad.
—Yo… yo lo siento de verdad. Y Ada, ¿cuándo decidió mudarse? No entiendo que haga algo tan drástico de hoy para mañana.
Massimo se guardó su opinión.
—Veo que el cariño de mi hija se me escapa y que no puedo hacer nada por evitarlo. Pero Iris crecerá y algún día será libre de decidir si quiere pasar más tiempo conmigo. —Reflexionó—. Prefiero no hablar de ello. Necesito vivir el día a día y no torturarme pensando en lo lejos que está.
Martina desvió la mirada, lo sentía de verdad. Massimo continuó antes de que volviera a la desabrida actitud de hacía un momento.
—Cuando te ofendí de aquella manera no conocía el alcance de mis palabras —explicó—. Si yo hubiese sabido el daño que te hacía, jamás las habría pronunciado. Ojalá hubiera sabido entonces todo lo que sé.
—Si has venido a hacerme reproches por no habértelo contado, ya puedes marcharte por donde has venido.
—Martina, déjalo ya. No cometas el mismo error que yo. No conviertas tu dolor en un arma. Yo lo hice y mira las consecuencias. Simplemente te estoy preguntando por qué. ¿Pensaste que te querría menos por eso? No te lo reprocho, en cualquier caso, soy yo quien ha fracasado al no ganarme tu confianza.
—¿Has acabado?
—No, todavía no. Déjame terminar y no volverás a oírme. —Pidió cogiéndole las dos manos—. Estoy orgulloso de ti, Martina. Enzo me contó que superaste el examen con calificaciones excelentes y me habría gustado compartir contigo esa alegría. También me habría gustado ser tu apoyo cuando lo pasabas mal, aunque dudo que me creas. Persigue tu sueño, mi pequeña luchadora. El futuro es una página en blanco que está por escribir, yo sé que con tu tesón la llenarás de éxitos.
A Martina se le escapó una lágrima, pero antes de que Massimo llegara a rozarle la mejilla, ella se la secó con el dorso de la mano.
—No llores, ven aquí. —Rogó abrazándola con fuerza.
—Llevo años aguantándome las lágrimas. —Sollozó con el rostro apoyado en su hombro.
Massimo la besó en la sien y apoyó la barbilla en su cabeza.
—Perdóname por no haber sabido hacerte feliz —murmuró—. Prefiero saber que sonríes lejos de mí que verte llorar a mi lado.
***
«No soy un hombre sin alma. Soy humano, como cualquiera». El caza esperaba ya en cabeza de pista en posición de despegue y el capitan Tizzi se recordó a sí mismo que era un soldado adiestrado para dejar el corazón en tierra y, con él, los pensamientos oscuros que le restaban concentración. Tenía el deber de pilotar con el cerebro, temple firme y los sentidos alerta para no cometer el más mínimo fallo que pusiera en riesgo su vida y la de otros. Recibió las últimas instrucciones mientras se colocaba la máscara de oxígeno y el casco. Ascendió hasta la cabina del Eurofighter Typhoon y pulsó el cierre de la cubierta de cristal. Le habían encomendado la misión de escoltar un Hércules cargado de víveres, medicinas y material médico hasta Filipinas. Su misión era asegurar la llegada de un soplo de esperanza a las víctimas del tifón, que todo lo habían perdido.
A él solo le quedaba su valor y las ganas de volar.
Asió los mandos del caza para acomodar los guantes a la vez que encendía los motores. Se tocó el bolsillo del mono donde guardaba el paquete de M & M’s de Martina que lo acompañaba en cada vuelo y alzó el dedo pulgar mirando al personal de tierra. Aceleró por la pista y despegó rumbo a las estrellas.