24 - Lejos de ella

—No puedo creer que me estés haciendo esto Ada.

—¿Qué te esté haciendo?

—Que estés haciendo esto. —Rectificó Massimo—. ¿Has pensado por un momento en Iris?

Ella lo encaró con expresión dura y amenazante.

—Si estás sugiriendo…

Massimo reaccionó con furia; sospechaba que había mucho de venganza en aquel cambio de vida radical. Era mucha casualidad que aquello sucediera cuando él le había dejado claro que Martina era una parte muy importante de su vida.

—¡¿Cómo coño voy a disfrutar de mi derecho a tener a mi hija si te la llevas a la otra punta del mundo?!

—O bajas el tono o te estás largando ahora mismo. —Avisó señalándole la puerta—. Y no hagas un drama, por favor. Renzo es arquitecto…

—Ya lo sé.

Ada no perdía ocasión de restregarle por la cara su relación con el que, por lo visto, había pasado en muy poco tiempo de acompañante habitual a nueva pareja. Massimo asumió la bonanza sentimental de Ada con secreta alegría, pero la situación acababa de dar un giro inesperado.

—Dubái es un emirato floreciente. A Renzo le han escogido para un proyecto muy importante, una excelente oportunidad profesional. Y yo me marcho con él a Abu Dabi.

«Y con nuestra hija». Massimo calló la réplica, para no darle pie a que le recordara que, independientemente de la patria potestad, la custodia legal de Iris le correspondía a ella por orden de un juez.

—¿Por cuánto tiempo?

—No lo sé.

—¿Seis? ¿Doce meses?

Ada se miró las uñas.

—Años. —Puntualizó—. Se trata de un proyecto de construcción muy ambicioso.

Massimo se desesperó.

—¿Cuántos años? ¿Dos años? ¿Cuatro?

—No puedo responderte a eso. Por supuesto, es algo temporal. —Él la miró con dureza por encajarle el argumento que sin duda usaría ante un juez—. Volveremos a Italia, no tenemos planes de residir allí toda la vida.

Massimo apretó los dientes. Regresarían, sí, pero ¿cuándo? Puede que cuando eso sucediera él se hubiese convertido ya en un perfecto desconocido para Iris, al que solo veía una vez al año.

—¿Qué pasa con mi régimen de visitas?

Ada adoptó una actitud afable.

—La tendrás en vacaciones, te doy mi palabra. ¡Por Dios! Cualquiera diría que pretendo apartarte de tu hija. Y puedes venir a visitar a Iris siempre que quieras, Massimo. ¿Cuándo te he impedido yo que la veas?

—¿A Dubái?

—A Dubái, sí. Hablaré con mi abogado, si quieres…

—Yo también lo haré, no lo dudes.

Miró hacia el pasillo pensando en Iris. A esas horas, la niña dormía en su cunita. Pero Massimo no entró a darle un beso, salió de casa de Ada sin mediar palabra.

***

Mientras subía en el ascensor, Massimo se consumía de frustración. Ada había tomado una decisión y libre era de intentar que la relación con el tal Renzo funcionara. Ojalá que así fuera. No le impedía visitar a Iris, pero sus obligaciones con el ejército no le permitían disponer de su tiempo con absoluta libertad. La tendría en vacaciones, recordó. Pero le robaba la posibilidad de ir a buscarla a la puerta del colegio, jugar con ella, ayudarla con los deberes, leerle un cuento por las noches aunque fuera un fin de semana de cada dos. Ada le estaba quitando la posibilidad de compartir con su hija las pequeñas cosas de cada día que alimentan el cariño y él no podía hacer nada salvo pleitear. La impotencia que sentía era aplastante.

Abrió la puerta de su casa y fue directo al comedor al oír que Martina lo llamaba.

—Mira, ¿qué te parece? —le preguntó mostrándole un vestidito de bebé con mariquitas rojas—. Lo he visto y no he podido resistirme.

—No hacía ninguna falta.

Martina sacudió la melena con una sonrisa ilusionada.

—¡Es que me he vuelto loca en esa tienda! He comprado también unos zapatitos a juego, Iris pronto empezará a andar…

Massimo apretó la mandíbula, esa momento seguro que se lo perdería también. Y la ira pudo con él.

—¡Te he dicho que lo dejes!

—Pero Massimo…

—Iris no es una muñeca para entretenerte cambiándole vestiditos. Basta ya de estupideces…

—Te estás pasando. —Avisó Martina.

—Y tú también —afirmó señalando la ropa infantil esparcida sobre la mesa—. Deja de jugar a mamás y papás, tener un hijo es algo más serio que todo eso.

Martina dejó sobre la mesa los zapatitos rojos de charol que aún sostenía en las manos y cogió su bolso del respaldo de la silla.

—Tienes razón —reconoció con un matiz de amargura en su voz que Massimo no fue capaz de notar—. Ser madre no es lo mío. No sabría ni por dónde empezar.

Se marchó del apartamento sin hacer ruido. Y Massimo no hizo nada por impedir que se fuera.

***

La siguiente semana Massimo apenas salió de la base, salvo para dormir. Estaban probando unos cambios en el Eurofighter que debían estar listos para el vuelo de prueba que iban a realizar hasta una base militar alemana donde permanecería durante otros siete días como mínimo. Las maniobras conjuntas con otros ejércitos del aire europeos eran rutina y esa vez le había tocado participar a su escuadrón.

Massimo se sentía más solo que nunca. Sin Iris, que ese fin de semana estaba con su madre, y sin saber de Martina desde que se marchó enfadada del apartamento. Había intentado hacer las paces sin resultado. Aquella tarde Martina pagó su mal humor. Quería disculparse con ella, pero no respondía a sus llamadas ni a la decena de mensajes que le había enviado.

Condujo hasta su apartamento. Cuando aparcó del coche y se apeó, alzó la vista y divisó luz en el balcón. Cabía la posibilidad de que lo echara de allí, pero tenía que intentarlo. Necesitaba contarle la impotencia que lo sublevaba cada vez que recordaba que Iris pronto viviría muy lejos de Italia. Llamó al timbre; ella abrió con aire despistado. Cuando alzó el rostro y vio que era él, Massimo notó que disimulaba su sorpresa. Al parecer, no lo esperaba. Sin decir palabra, se hizo a un lado y lo dejó pasar.

—Martina, tenemos que hablar.

—Yo no tengo nada que decir.

—Yo sí.

—Pues ve al grano, que estoy estudiando.

Massimo prefirió dejarlo para más tarde. Ella no estaba por la labor y él necesitaba a la Martina de siempre, la que sabía escuchar con el oído y el corazón. Se acercó a ella y la envolvió en sus brazos, suplicándole con la mirada que lo abrazara. Martina lo hizo y él bajó la cabeza despacio, dándole tiempo a que lo rechazara. No lo hizo y él apoyó los labios sobre los suyos. Martina entreabrió la boca, invitadora. Él profundizó el beso y la abrazó con mucha fuerza, dejándola hacer. Gimió cuando ella le sacó la camiseta del pantalón y le acarició la espalda buscando el contacto de su piel desnuda. Massimo la deseaba con locura, necesitaba sus caricias, unirse a ella, sentirla bajo su cuerpo y amarla sin pensar en nada más. La cogió por debajo de las rodillas y, en brazos, la llevó al dormitorio. Al dejarla sobre la cama, ella tomó la iniciativa.

—Martina…

Arrodillada sobre el colchón, le cogió la cara con las manos y los silenció con un beso profundo. Mientras él maniobraba para desabrochase la bragueta, Martina intercaló sus besos despojándose de la blusa y el pantalón corto. No había terminado de bajarse los pantalones cuando ella tiró hacia abajo de los calzoncillos y atrapó su sexo con los labios. Massimo cerró los ojos mientras su pene entraba y salía de su boca. Sintió el glande hinchado, no iba a durar mucho más; empuñando su miembro, echó la cadera atrás para que Martina lo liberara. Quería alargar el placer todo lo posible. Ella se quitó la ropa interior y le hizo sitio en la cama contemplando cómo Massimo terminaba de desnudarse. Cuando se tumbó junto a ella, Martina subió a horcajadas sobre él y le ofreció sus pechos para que los besara. Y Massimo lo hizo, lamió en círculos las areolas, succionó un pecho y otro. La besó abarcándolos con la boca, saboreándolos como un dulce manjar a la vez que la acariciaba entre las piernas y hundía un dedo en su sexo. La insistencia dándole placer enardeció a Martina que tomó su boca, avariciosa. Massimo la cogió con las nalgas, alzó las caderas y ella se dejó caer hasta empalarse como él le pedía. Se enderezó y, con las manos apoyadas en sus hombros, se movió en círculos hasta que Massimo le clavó los dedos en las nalgas. Entonces, cambió el ritmo y lo cabalgó con un vaivén enloquecedor. Él le recorrió la espalda con las manos, le apretó los glúteos, le besó la garganta, lamió sus pechos atrayéndola y dejándola ir. Martina estalló en gemidos y Massimo se derramó, arrastrado por las contracciones que lo oprimían dulcemente. Ella se dejó caer sobre él, con el corazón bombeándole rápido. Massimo la abrazó y se sumió en un dulce duermevela.

Cuando volvió a abrir los ojos, Martina ya no estaba con él. Miró hacia la puerta y vio una luz tenue en el comedor. Saltó de la cama y se vistió. Como suponía, la encontró en el comedor, sentada frente a la tabla sobre dos caballetes que constituía su improvisada mesa de estudio. Llevaba puesta una camiseta larga; el pelo se lo había recogido en un moño sujeto con un lápiz. Se acercó a ella y le acarició la nuca.

—¿Estás de exámenes?

—Preparo el examen de capacitación —respondió sin levantar la vista de los apuntes.

Massimo dejó de acariciarla y retiró la mano.

—Mañana me marcho a Alemania.

—Suerte y cuídate.

—Quería hablar contigo pero veo que no es el momento.

—Tengo que estudiar, ya te lo he dicho.

Descorazonado, prefirió no insistir.

—No te molesto más. Ya nos veremos cuando regrese.

—Sí, ya nos veremos un día de estos —dijo con desinterés.

Le dio un beso en el pelo de despedida. Martina ni se movió.

Massimo se marchó del apartamento más decepcionado que molesto. Ya en el coche, supo el motivo. Martina se había entregado como nunca, le había regalado la sesión de sexo más placentera de cuantas habían compartido. Pero no lo había mirado a los ojos ni una sola vez.