Massimo, a la sombra de la fachada del antiquísimo templo, reconstruido tras los bombardeos alemanes de la II Guerra Mundial, respiró tranquilo al ver a Martina apearse del Seiscientos. El día anterior estuvo en vilo creyendo que no conseguiría que le dieran fiesta en la pizzería. Pero allí la tenía y fue sin perder tiempo a ayudarla a bajar.
—Dudaba si vendrías.
Ella lo miró sonriendo de medio lado, contenta por las ganas de verla que leía en su rostro.
—Por tu hermana haría lo que fuera. Incluso tragarme el orgullo y la vergüenza. ¿No me preguntas qué tal me ha ido el viaje? —preguntó, arrugando la frente a la vez que se alisaba la ropa.
—Estás aquí, ¿no? Y a tiempo. Eso quiere decir que te ha ido bien —dijo dando una palmada en el techo del cochecillo.
—Tuve mis miedos, pero ya ves que funciona.
Massimo rio por lo bajo, convencido de que aquel cacharrito vetusto pero resistente, reconvertido en cursilada rosa mariposa, era más seguro que cualquier último modelo.
—Déjame que te vea bien. Estás muy bella, Martina.
Mientras ella cogía el bolsito y cerraba el coche, él la admiró de arriba abajo. Estaba bonita de verdad con el ligero maquillaje, el pelo recogido, el vestido por encima de la rodilla. Massimo ensanchó la sonrisa al llegar a las sandalias y descubrir que tenía pequitas casi imperceptibles a la vista incluso en el empeine de los pies.
—El novio espera dentro al borde del infarto.
—¡Pobre Enzo!
—Déjalo que sufra un poco. —Martina se echó a reír al ver su mirada de amistosa maldad—. Y la novia, si no fallan los cálculos, debe estar punto de llegar. ¿Quieres ser mi pareja?
—¿Cuándo he dejado de serlo?
Martina lo cogió de la mano y entrelazó los dedos con fuerza. Massimo la llevó al interior de la iglesia justo cuando el coche de su padre y padrino hacía entrada en la plaza y la gente comenzó a vitorear a la novia.
***
Fue una ceremonia preciosa. Las humildes paredes de Santa María de Civitella fueron el marco perfecto para la boda de Rita y Enzo. No habría habido tantas lágrimas de emoción ni más sonrisas de alegría aunque se hubiera celebrado en el Duomo de Florencia.
Los novios estaban felices, las dos madres emocionadas y los dos padres exultantes de contentos. Los dos matrimonios habían hecho muy buenas migas desde el momento en que se conocieron y estaban satisfechos de saber que sus respectivos hijos formaban parte ya de una nueva familia tan sencilla como la suya y de gente de bien.
Varias horas después de la lluvia de arroz, partían juntos la tarta de tres pisos con la parejita de novios en lo alto.
Y mientras la madrina y la novia repartían las bolsitas de peladillas, el señor Etore agarró a Enzo por los hombros y lo llevó aparte. El recién casado imaginó que pretendía darle los consejos de rigor, pero comprendió que no era esa su intención cuando lo invitó a rodear el edificio y lo llevó hasta la puerta de la casa.
—¿Ves eso? —preguntó señalando el dintel.
—Si, Villa Tizzi, no estoy tan mal de la vista. —Bromeó Enzo.
Su suegro lo miró con gesto solemne.
—Esta casa no siempre se llamó así.
—¿Ah, no?
El señor Etore señaló con la mano en redondo, refiriéndose a la ganadería y las tierras.
—No. Todo es de mi mujer. Y cuando yo me casé, pertenecía a mi suegro.
—Pero usted trabajaba aquí.
—Desde que era un chaval, sí.
Enzo le puso una mano en el hombro, con confianza.
—Entonces ya puede decir que es suya también, lo ponga en ese letrero o no. Se lo ha ganado con su esfuerzo.
—Eres abogado, Vincenzo. —Cuestionó con una mirada socarrona—. No me vengas con el cuento de «la tierra para quien la trabaja». La tierra es de quien la tiene a su nombre en el Registro de la Propiedad. Cuando mi suegro falleció…
Enzo puso los ojos en blanco.
—Historias de muertos hoy no, por favor. —Protestó; el día de su boda tenía que salirle también el espíritu de enterrador.
—Escúchame, te lo ruego. Durante siglos esta hacienda se llamó Villa Cagna. Cuando mi suegro nos dejó, mi cuñado Gigio encargó este cartel —explicó señalándoselo con el dedo—. Un día vi que quitaba el de toda la vida, el que llevaba el apellido de su familia, y que clavaba este que ves en el dintel. «Mi hermana es una Tizzi, tú eres un Tizzi; justo es», y no dijo más.
—Un bonito gesto.
—Un día esta hacienda se llamará Villa Carpentiere, como mi hija y como tú.
—Ya sabe que yo no necesito que todo esto sea mío…
—Y no esperaré a morirme. —Lo interrumpió—. Yo mismo mandaré hacer ese cartel en Arezzo y lo clavaré con mis propias manos ahí arriba.
Enzo estaba impresionado.
—No sé qué decir.
—Solo tienes que decir que ese día aún estarás aquí.
Enzo lo abrazó. Su suegro necesitaba una promesa, tranquilidad para su alma, seguridad acerca del futuro de la hacienda y de su hija.
—Ese día, aquí estaremos. Rita y yo.
—Y algunas criaturillas también, espero.
Enzo rio como un canalla.
—Deme tiempo y verá.
***
A Massimo empezó a cambiarle el semblante cuando empezó el baile. No había comentado con nadie la llamada que recibida un rato antes. Ni siquiera a Martina que, a su lado, tenía a Iris sentada en el regazo. Massimo las miraba mientras ella, con el dedo, daba un poquito de nata de la tarta a la pequeña.
—¿Vamos? —La invitó, porque el baile estaba apunto de empezar.
Juntos, a la sombra de un castaño, ella con la niña en brazos, contemplaron a Rita girar en su primer baile de casada en brazos de su padre. La música la había elegido la novia y nadie entre los presentes supo por qué, en lugar del clásico vals, se le ocurrió escoger That’s amore en la versión del supersexy Patrizio Buanne. Todos pensaron que debía ser un gesto de cariño hacia su padre, porque la letra hablaba de Nápoles. Y lo era. El secreto se desentrañó en la segunda estrofa cuando la balada cambió de ritmo de manera radical. El señor Etore soltó a la novia, hizo un par de movimientos profesionales y cambió de pareja tirando de la mano de Beatrice, ya que su hija no tenía ni idea de lo que era el swing y su mujer era una experta como él.
Tan entretenidos estaban con la exhibición paterna y en la explanada había tanta gente, que no se dieron cuenta de la persona que acababa de llegar. Massimo la descubrió al mirar por casualidad y lamentó no haber sido más previsor. Había omitido ante todos la llamada telefónica de Ada para no amargar la fiesta. Como de costumbre, no dio su brazo a torcer y se empeñó en presentarse en la hacienda para recoger a Iris en lugar de esperar al día siguiente que Massimo tenía previsto regresar a Roma con la niña, a sabiendas de que su presencia era incómoda y más en un día como aquel. Massimo sabía que andaba por Florencia con motivo de una sesión de fotos de joyería, pero sospechaba que fue el comentario involuntario de la boda de su hermana días atrás lo que la atrajo hasta allí.
Martina percibió, sin mirarlo, la tensión de Massimo y giró la cabeza. Al ver a Ada, le entregó a la niña para que la cogiera.
—Yo mejor me marcho —le dijo en voz baja; Massimo se lo agradeció con la mirada.
Massimo indicó a Ada con gestos que iba a por las cosas de la niña y caminó con Iris en brazos hacia la casa. Pero Enzo la vio desde lejos y no dejó pasar la oportunidad de soltarle alto y claro algo que le quemaba en la garganta. Con paso decidido, se acercó hasta allí. Se había quitado la chaqueta y la corbata, a esas horas ya, llevaba arremangada la camisa sin los gemelos. Rita, que lo vio alejarse de la zona donde todos bailaban, lo siguió para impedir que una discusión estropeara el día de su boda. Cuando llegó, alzándose el vuelo del vestido con las manos, Enzo ya se había plantado delante de Ada.
—Tú no me conoces mejor que mi mujer. —Le espetó con una mirada fría.
—Ya me lo imagino.
Enzo prefirió no replicar a su desafío. Aunque ella disimulara, ambos sabían que esas mismas palabras fue las que Ada utilizó para envenenar a Rita y propiciaron una seria discusión pasada por agua.
Rita llegó y cogió a Enzo de la mano.
—Veo que estáis de enhorabuena —comentó Ada, con una sonrisa de cortesía—. Que seas muy feliz, Rita.
—Ya lo soy. Mucho.
Con idéntica sonrisa para salir del paso, marchó de vuelta al baile llevándose a Enzo con ella. Era su día, de ellos dos, y no iba a permitir malas caras que lo ensombrecieran.
Massimo llegó con Iris en ese momento y la abultada bolsa estampada de ositos que siempre la acompañaba de una casa a otra.
—Soy la madre de tu hija, ¿por qué no me han invitado? —Exigió una explicación.
—La pregunta es absurda, Ada. Los novios invitan a quienes quieren.
Estaba de espaldas a la gente, por eso Massimo no se dio cuenta de la llegada de su padre hasta que no lo tuvo a su lado. Tan convencida estaba de su poder emocional sobre todos ellos, que Ada no tuvo reparos en encararse con él.
—Le preguntaba a Massimo que no entiendo por qué nadie me dijo nada. Al fin y al cabo, formo parte de esta familia.
Massimo abrió la boca, pero su padre lo detuvo con un gesto porque oírla decir que era su familia era más de lo que estaba dispuesto a escuchar.
—Nadie pretende ofenderte, Ada. Todo lo contrario. Eres la madre de mi nieta y por ello te respetaré siempre. —Enunció con calma y firmeza—. Las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para ti. Pero es difícil olvidar. No esperes que te recibamos con banda de música.
Ada estuvo a un suspiro de decir algo, pero no lo hizo.
—Que tengas buen viaje. —Continuó el señor Etore para concluir; y señaló hacia el baile—. Si me disculpas, he de volver. Beatrice debe andar buscándome.
Cuando su padre regresó a la fiesta, Massimo intervino antes de que Ada añadiera alguna estupidez de las suyas. En el fondo sintió lástima de verla tan impactada al escuchar la verdad de un hombre que rara vez intervenía en asuntos ajenos. Pero aquel era distinto porque afectaba a todas las personas que quería.
—No te extrañes si no caes bien a mi familia. Te lo has ganado a pulso.
Massimo la vio clavar la mirada en alguien a su espalda. Giró la cabeza para ver quién era y cerró los ojos, suplicándose serenidad a sí mismo, al ver que el objeto de su interés no era otra que Martina. Por no alargar más aquella intragable situación, besó la frente de Iris, que se había adormilado reclinada sobre su hombro, y se la dio a su madre. Ella la cogió con cuidado y le besó la cabeza a la vez que le acariciaba la espalda.
—Te acompaño al coche.
—No es necesario, dame. —Pidió alargando la mano.
Massimo la ayudó a colgarse la bolsa al hombro.
—Buen viaje. Ya te llamo mañana o pasado.
—Perfecto.
Poco quedaba por añadir. Por tanto, Massimo dio media vuelta para regresar al baile. Martina le sonrió desde lejos y caminó para acudir a su encuentro. Él se había alejado un trecho cuando Ada lo llamó.
—Massimo. —Él se giró al escucharla—. ¿Qué tiene ella que no tenga yo?
No tuvo que pensar la respuesta.
—Me tiene a mí.
Consciente de que esas tres palabras marcaban un antes y un después, caminó hacia Martina y la cogió de la mano.
—Tranquilo —murmuró ella para que solo lo oyera él.
—Ahora lo estoy.
Alzó sus manos unidas y le dio un beso intenso y prolongado en los nudillos. Martina caminó junto a él hacia la barra. Sabía que Massimo no la había cogido para enfurecer a Ada porque estaba mirando. Era su mano lo que necesitaba; la seguridad que le infundía porque los hombres valientes también tenían momentos bajos. Y se sintió dichosa de estar allí para dársela.
***
Tras horas de baile, la fiesta tocaba a su fin. Nadie esperaba que los novios escogieran la ciudad de Roma como destino para su luna de miel. Y aunque la elección resultara atípica, existiendo rincones románticos a montones dignos de visitar en la misma Italia o más allá de sus fronteras, para Rita y Enzo tenía su lógica. Habían alquilado un pequeño apartamento en el Trastevere, a dos manzanas de la casa de los padres de él. Puesto que en la Villa Tizzi, su nueva residencia de casados, tenían la intimidad justa de su propio dormitorio. Para sus desplazamientos a Roma prefirieron ser fieles al dicho de «el casado, casa quiere». Así, para no alojarse en el hogar de los Carpentiere, ya lleno de por sí, buscaron un estudio para los dos muy cerca de la familia que les permitiera estar juntos pero no amontonados.
Tanta ilusión había puesto Rita en la decoración de su nuevo hogar para escapadas, que ambos decidieron estrenarlo después de la boda. Cuando la fiesta acabó, partieron en el Ypsilon de Enzo, diciendo adiós a todos por la ventanilla, y ansiosos por encerrarse durante una semana en su romántica jaulita, que para ver mundo desconocido tenían los años venideros.
Poco a poco, los invitados fueron abandonando la hacienda. Y con ellos los propios dueños. Etore se guardó para ese día la sorpresa que llevaba semanas preparándole a su mujer. Cuando se presentó en la explanada de la fiesta al volante de una pick-up Toyota, algunos imaginaron que era un obsequio de boda para los novios. Rendida de emoción se quedó Beatrice cuando Etore se apeó del coche y le entregó la llave.
—Es tuyo —le dijo.
Ella la cogió con una sonrisa feliz y apurada al mismo tiempo, al saberse el centro de todas las miradas.
—¿Un regalo? Si yo no soy la novia.
—Tú siempre serás mi novia —afirmó su marido.
Temblando de tan contenta, se enganchó al cuello de Etore y ambos se fundieron en un beso apasionado que arrancó griterío y aplausos. Por supuesto, decidieron estrenarlo ese mismo día. Les bastó meter cuatro cosas en una bolsa de viaje; Beatrice se sentó al volante de su flamante pick-up y juntos partieron para una escapada improvisada, sin otro rumbo que dónde les llevara el corazón.
Ya no quedaba nadie y Martina se acercó a Massimo, que bebía un limoncello mientras los empleados del catering retiraban las mesas y los últimos rescoldos de la fiesta. Él se palmeó la pierna, invitándola, y ella se sentó en su regazo.
—Qué detallazo ha tenido tu padre. Me he emocionado yo también de ver a tu madre con lágrimas en los ojos.
Massimo le ofreció limoncello y ella dio un sorbito del mismo vaso.
—Esta vez le ha salido bien —comentó tras apurar de un trago el licor que Martina dejó—. Tenías que haber visto lo que pasó la última vez que compró un coche sin consultar con nadie.
—Cuéntamelo. —Pidió, peinándolo con los dedos.
—Aún vivía la abuela Marcelina, la madre de mi padre, que durante sus últimos años vivió aquí, con nosotros. El Seiscientos se quedó pequeño y mi padre decidió cambiar de coche. Sin comerlo ni beberlo, fue a Arezzo y, como estaba cansado de conducido encogido, encargó el modelo más grande y lujoso de la Fiat. Una tarde se presenta en casa con un 131 Supermirafiori, marrón oscuro y ranchera. Mi abuela que salió al patio y lo vio, se puso como loca por haber tirado el dinero en un coche de muertos. A Papá, que venía con toda la ilusión del mundo, le sentó como un tiro la opinión de su propia madre.
—Pobre.
—Papá discutiendo a grito pelado con la abuela en napolitano. Mamá salió en defensa de su marido, diciendo que era su coche y era libre de decidir a su gusto. —Continuó divertido—. Para acabar de arreglarlo, tío Gigio opinó que la abuela tenía razón, que el marrón de la pintura era feo y parecía un coche fúnebre. Mamá se encaró con él, furiosa, porque solo le faltaba que su propio hermano se pusiera de parte de la supersticiosa de su suegra. Y entonces, se enzarzaron ellos dos a discutir en aretino.
Martina se echó a reír. Había observado que, cuando estaban solas, Patricia y Beatrice, e incluso Rita a veces, hablaban entre ellas el peculiar dialecto de la provincia.
—Imagínate el panorama, mi padre y la abuela por un lado, mi madre y su hermano por otro, y la tonta de mi hermana que tenía ocho años llorando y dando gritos en italiano porque papá y mamá se iban a divorciar. Tanto griterío en diferentes lenguas, esto parecía la ONU.
—Y tú, ¿pusiste paz?
—Aprovechando el lío, fui a la cocina y me comí media pastilla de chocolate que mamá escondía en la despensa. —Confesó, haciendo reír de nuevo a Martina.
Massimo tiró suavemente de su barbilla y calló su risa con un beso lento que Martina alargó sin ganas de que acabara.
—Solo quedamos tú y yo —murmuró ella sobre sus labios.
Él echó la cabeza hacia atrás, mejor detener el juego antes de que pasara a mayores.
—Es mejor que te marches a Roma antes de que anochezca.
—¿Y tú? ¿Te quedas aquí solo?
—Me he comprometido a hacerlo. Le he dicho a mi padre que se marchara tranquilo, alguien tiene que hacerse cargo del ganado y hoy es domingo. Los empleados no trabajan y además estaban de boda. Cualquiera de ellos se habría quedado hasta mañana, de habérselo pedido mi padre, pero ¿para qué fastidiarles el fin de un día de fiesta?
Los del catering ya habían llevado prácticamente todo al camión. Sentada como estaba sobre él, Martina balanceó los pies con una idea en la cabeza.
—Yo podría quedarme a hacerte compañía.
—¿Y las clases? Recuerda que mañana también tienes que trabajar.
—Por un día que no vaya a la facultad no pasará nada. Podría marcharme antes de comer y a media tarde ya estaría haciendo pizzas.
—Como prefieras, pero ¿no te aburrirás?
—¿Aburrirme contigo? —Cuestionó, castigando con un beso su tonta sugerencia.
—Te advierto que voy a estar ocupado con las vacas, es un trabajo pesado.
—Y yo estoy deseando ayudarte. Será divertido.
—Y sucio.
Martina sonrió con malicia y se inclinó sobre su oído.
—Qué bien. Yo te ducharé a ti y tú… ¡ay! —Chilló al darle Massimo una palmada en el culo.
—Si me tientas se me quitan las ganas de trabajar. ¿Otro limoncello a medias y nos ponemos a la faena? —Propuso, besándola en los labios.
***
El resto de la tarde pasó en un suspiro. Lo primero que hizo Martina, aconsejada por Massimo, fue cambiarse de ropa. El vestidito de cóctel y los tacones no era el mejor guardarropa para trajinar en las cuadras. Con unos vaqueros, botas katiuscas dos tallas más grandes y una camiseta vieja de él, lo acompañó en su recorrido por las naves. Ayudó a llenar los comederos de paja, a abrevar a las reses y a limpiar con una pala el estiércol hasta que su nariz dijo basta y las náuseas se impusieron a la buena voluntad.
Recorrió los campos subida en el remolque del tractor. Mássimo conducía y ella iba echando balas de forraje cuando él le indicaba en algunos de los pastos vallados donde las vacas habían esquilmado la hierba. Martina puso mucho empeño en no caerse, ya que él estaba más pendiente de no perderla por el camino que del volante.
Ese día descubrió la dureza del trabajo con animales y aprendió a valorar la esforzada vida de quienes se dedican a ello. Mirándose las dos ampollas que le habían salido en la mano, pensó que cada bistec de ternera a la florentina, cuya materia prima era la ternera chianina autóctona como las que criaban los Tizzi, le sabría el doble de bien. Y pena también, mucha, se dijo al recordar cómo había disfrutado con un par de terneritos a los que alimentó con un biberón.
Acabaron enseguida, puesto que solo se encargaron de las labores ineludibles, según le explicó Massimo. Al día siguiente, los trabajadores se encargarían de las vacunas y otros menesteres habituales, puesto que los peones sabían mejor que él qué tareas había pendientes y cómo se debían hacer. Sudados y malolientes, corrieron ansiosos a por esa ducha prometida. Martina no estaba acostumbrada a que la cuidaran y Massimo le desinfectó las ampollas de la mano con una delicadeza que la emocionó.
Empezaron a desnudarse despacio, entre besos divertidos que crecieron en intensidad y acabaron arrancándose la ropa el uno al otro con desesperación.
Se metieron en la ducha sin dejar de besarse y tocarse.
—¿Cómo te gusta el agua? —preguntó, pegándola a la pared.
—Ardiendo. —Jadeó acariciando con ahínco su miembro erecto.
—Tenemos un problema —murmuró lamiéndole el cuello como si no existiera golosina más dulce—. Yo la prefiero casi fría.
Massimo tanteó sin mirar el grifo, ajustó la temperatura en un término medio y echó atrás la cabeza para que el caudal le barriera el pelo. Con las caderas, aprisionó a Martina contra la pared; ella chistó un leve gruñido al sentir el frío de los azulejos. No hubo más preliminares, Massimo la levantó por las nalgas y la penetró con ahínco. Se arqueó, gozosa de recibirlo, e inclinó la cabeza ofreciéndole el cuello. Massimo lamió y besó la piel mojada, gimiendo bajo con cada empellón que lo hacía delirar y la arrastraba a ella al mismo éxtasis. Martina le besó el cuello, mordisqueó su mandíbula, exigió su boca. El roce de los pezones duros contra el vello de su torso era una tortura sensual que multiplicaba el placer.
—Siéntelo, amor… Conmigo. —Gruñó Massimo.
La levantó con un golpe duro y ella se unió a su éxtasis sacudida por un dulce temblor. Massimo temblaba también, ella le acarició la espalda y con la otra mano se apartó los mechones mojados de la cara.
—Bésame. —Pidió con la respiración agitada. Y Martina lo hizo.
Mientras le secaba la voluminosa melena, sentado en un taburete y ella en su regazo, se sentía laxa como una muñeca de trapo. Cuando hubo terminado, Massimo dejó el secador, la cogió en brazos y la llevó por el pasillo a oscuras. Había anochecido y la única luz se colaba por los visillos de la ventana del rellano de la escalera. Subió con ella un piso más. La habitación de Massimo estaba debajo del tejado. Martina apoyaba la cabeza en su hombro. Cuando él abrió la puerta, ladeó el rostro sin soltarse de su cuello. Al verla curiosear en el techo, Massimo le explicó el porqué del haz de luz que iluminaba la cama.
—Cuando me subí aquí arriba, aprovechando que cambiaron entonces parte del tejado, pedí a mi padre que instalaran esta claraboya.
La depositó con cuidado sobre la cama. Ella se incorporó y lo ayudó a retirar la sábana con las que cubrió a los dos una vez lo tuvo acostado a su lado. Massimo se tumbó boca arriba y ella se abrazó a su costado, con la cabeza en su hombro, una pierna doblada sobre sus muslos y el brazo envolviéndole en pecho.
—No puedes dejar de ver el inmenso azul —dijo, dándole un beso en la mejilla.
—Allí arriba soy feliz.
—Y yo cuando estás aquí en la tierra, conmigo.
Massimo rio por lo bajo, haciendo que su pecho vibrara bajo la mano de Martina.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —Curioseó ella, jugando con el vello de su pecho.
—Las que quieras.
—¿Cuál es tu postura preferida en la cama?
Massimo levantó la cabeza de la almohada y la miró con diversión porque no esperaba ese tipo de pregunta. Volvió a acomodarse, deslizó la mano con que la tenía abrazada y contorneó despacio las nalgas.
—Cualquiera en la que pueda verte la cara. —Ella no dijo nada; su silencio lo intrigó—. ¿Y la tuya?
—Esta —murmuró abrazándose a él con más fuerza.
No supo si tardó poco o mucho en quedarse dormida. Al amanecer, volvieron a hacer el amor con deliciosa pereza y volvieron a quedarse dormidos. Sobre las ocho prepararon juntos el desayuno. Cuando ya habían retirado las tazas, Massimo fue a la alacena y regresó con un tarro de su crema de chocolate preferida en la mano. Martina sonrió al verlo meter el dedo.
—¿Aún quieres más? —Cuestionó; el desayuno había sido copioso.
—Yo siempre quiero más —aseguró mirándola con codicia. Señaló el pijama con la barbilla e indicó con un gesto que se lo quitara—. ¿No has oído decir que el desayuno es la comida más importante del día?
Martina, obediente y risueña, se desnudó y Massimo decoró su seno derecho con una media luna marrón que lamió hasta que no quedó ni huella. A la media luna, le siguió una estrella y una espiral y un tonto corazón… Acabaron pringados por todas partes, devorándose el uno al otro sobre la mesa de la cocina hasta culminar en un explosivo orgasmo, envueltos en aroma a avellanas y chocolate. Después de una obligada ducha, en la que prolongaron el juego erótico, ella recogió sus cosas. Y cuando llegó la hora de marchar, se unieron en un beso pleno de palabras no escritas ni dichas, como aquel primero tan cómplice de Venecia.
Martina puso en marcha el Seiscientos. Antes de partir, Massimo la besó por última vez metiendo la cabeza por la ventanilla.
—Gracias por regalarme la mejor noche de mi vida —le dijo al oído.
Martina condujo todo el camino rememorando cada minuto que habían compartido desde que acabó la boda. Aún sonreía cuando llegó a Roma.