21 - Oficial y caballero

A Martina le gustaban las sorpresas, sobre todo si quien las ideaba era alguien especial. Y no es que fuera una cita a ciegas. Pero algo enfadada como estaba porque no respondía a sus llamadas desde que había vuelto de Somalia; su mal humor se esfumó y el corazón le dio brincos cuando recibió la invitación de Massimo. Una nota manuscrita con tanta formalidad que, de no ser porque la había garabateado en la cuartilla arrancada de una libreta, la habría hecho sospechar que el coche que, según indicaba, pasaría a recogerla a las diez en punto, podía ser la auténtica carroza de Cenicienta. Con todo, mientras se arreglaba frente al espejo, Martina fantaseaba con la posibilidad de que se soltara enviándole una limusina.

No fue así. Era un taxi el vehículo mágico que la esperaba cuando bajó a la calle acicalada con su mejor vestido de noche de estilo princesa, unos tacones de vértigo y el pelo recogido en un moño elegante. Pero a Martina no le importó, se sentó con cuidado de no arrugar el vuelo vaporoso del vestido y, mientras el taxista la llevaba a la dirección que de antemano le habían indicado, ella abrió el bolsito y se perfumó de arriba abajo para evitar llevarse pegado el agobiante aroma a pino del ambientador del taxi.

—Perdone, pero voy a un baile. ¿Está seguro de que es aquí dónde debía traerme? —preguntó, dudosa.

—Al número 37 de via Luiggi Luzatini, eso fue lo que me dijeron y aquí es.

Martina se apeó, tras darle las gracias. El taxi se alejó y todavía andaba ella arreglándose el vuelo de la falda cuando escuchó que se abría la cancela de la que, hasta hacía poco, era su casa. Alzó la vista y se quedó sin aliento, sin voz,… Sin poder hacer otra cosa que mirar a Massimo vestido con su uniforme de gala de capitán.

—¿No querías tu momento Oficial y Caballero?

—Estás increíble —murmuró admirada; era tanta su ilusión que sentía por todo el cuerpo algo parecido a chispas de electricidad.

—Tú si que estás increíble. Esta noche eres mi princesa.

Sonrió de medio lado y le ofreció el brazo para invitarla a entrar.

—Estás guapísimo. —Volvió a suspirar, admirándolo a conciencia, desde la gorra de plato hasta los relucientes zapatos de cordón.

—Solo una vez y por darte el capricho, que estos circos no me van. —Advirtió Massimo con un tono que no admitía discusión.

—Después de esta noche, no esperes que me conforme con una nada más.

—Si sirve para que el azul —se dio un par de palmaditas en el pecho— borre de tu cabeza el blanco US Army de tus fantasías, lo pensaré.

Martina paró para contemplar la fachada del palacete.

—¿Por qué me has traído aquí?

Massimo la abrazó por detrás y la besó en la mejilla. Martina se agarró a sus brazos; mientras contemplaba la fachada, acariciaba sus galones dorados de capitán en la bocamanga.

—Por varios motivos. El primero de ellos, porque bailo muy mal y tú eres una bailarina increíble. No me apetece hacer el ridículo delante de nadie.

Martina se dio la vuelta y apoyó las manos en la guerrera del uniforme.

—Entonces, los únicos invitados somos tú y yo —comentó acariciando con el dedo la fila de sus condecoraciones sobre el bolsillo y también las alas de oro que lo distinguían como piloto.

—Este es un baile para dos. ¿No quieres conocer las otras razones por las que he querido que fuera aquí y no en otro lugar?

Martina ojeó sobre su hombro; a través de las vidrieras de la puerta de entrada, se distinguía que las luces del vestíbulo estaban encendidas.

—Me tienes muerta de curiosidad —dijo mirándolo de nuevo a los ojos—. Y explícame de paso cómo has conseguido entrar.

Massimo rio suavemente.

—Nicoletta me prestó las llaves. En el fondo es una romántica. —Confesó con un guiño travieso—. Mañana esta casa dejará de ser tuya.

—Hace semanas que ya no lo es.

—Pero mañana será un hecho oficial. Démosle una despedida de las que no se olvidan. Yo miro este palacete —dijo alzando la vista hacia los tejados y la invitó a ella a hacerlo también— y veo el fruto de las ilusiones de una pareja joven, llenos de proyectos compartidos y de ganas de comerse el mundo. Pero sé que tú no la ves así.

Martina bajó la vista y él le levantó la barbilla con un dedo.

—Sé que no guardas buenos recuerdos de esta casa, Martina, y quiero que cuando pienses en ella lo hagas con cariño. Hagamos que esta noche sea también un homenaje a la ilusión que pusieron tus padres en ella.

—Gracias —dijo con un murmullo que apenas se oyó—. Por esta sorpresa tan bonita y por preocuparte por mí.

Massimo la besó dulcemente. Era tan simple de cumplir y a la vez tan difícil de creer que Martina necesitara sentir que había alguien en el mundo que se preocupaba por ella. La cogió de la mano y la llevó hacia la casa. La puerta estaba entreabierta; solo tuvo que empujarla para sorprenderla de nuevo. Dentro los esperaban cuatro músicos con bandurria, violín y dos guitarras.

Martina pensó que debía haberlos sacado de algún restaurante del Trastevere y contratado para que hicieran unas horas extras.

—Pensaba que bailaríamos con música de tu iPad. —Confesó, mientras él le quitaba el abrigo.

Como Viviana antes de marchar se llevó consigo los muebles más valiosos, no le quedó otro remedio que colgarlo del pomo de la puerta de la sala grande de la derecha. Martina observó que se quitaba la gorra de plato y la colgaba encima del abrigo. Massimo había tenido la precaución de caldear la casa, gracias a que aún tenían calefacción o habría pillado una pulmonía con la espalda al aire.

—Música de iPad… —Cuestionó—. Para un baile tan simple no me habría vestido de gala.

El tacto de su mano enguantada en la espalda le erizó la piel. Ella lo miró con ojos expectantes a la par que seductores.

—Creía que te lo habías puesto para mí.

Massimo entornó los ojos.

—No me líes —dijo, dándole un beso en la nariz.

Los músicos empezaron a tocar y Massimo la cogió para iniciar el baile; se alegró al notar que se acercaba a él más de lo que había previsto. Él también necesitaba ese tipo de intimidad.

—No lo haces tan mal —susurró.

—Mentirosa.

Massimo sonrió al oírla reír muy cerca de su oído.

—Me suena. Es una canción antigua, ¿verdad? Es preciosa.

Martina cerró los ojos y dejó que Massimo guiara sus pasos. Aquella melodía sonaba a azul y blanco luminoso, a sal en la boca y a noches de verano descalza en una playa griega.

—Solo nos falta estar en Grecia —murmuró soñadora.

—¿Has ido allí alguna vez?

—No.

—Yo tampoco. Algún día te llevaré y bailaremos pensando en esta noche. Quiero que esta canción te recuerde que en esta casa también hubo momentos buenos.

Martina deseó fervientemente que ese sueño se hiciera realidad, el tiempo que tardara en llegar era lo de menos. Con la acústica que creaba la casa vacía, la música sonaba sublime.

—¿Sabes el título? —preguntó; no quería olvidarlo.

Si te acuerdas de mi sueño. ¿He elegido bien?

Martina le dio un beso en el cuello y apoyó la frente en su mandíbula, recordando las palabras de Massimo en el jardín. Despedirse para siempre de su casa, del primer hogar de sus padres, era un bellísimo homenaje a todos sus sueños; a los que cumplieron y a los que se llevaron consigo. No podía haber escogido una canción mejor.

***

Los músicos se marcharon tras la quinta pieza. Ya solos, Massimo la llevó de la mano escaleras arriba. Martina lo siguió hasta uno de los dormitorios de invitados que siempre permanecía cerrado, ella no alcanzaba a recordar la última vez que se usó. Junto a la puerta destacaba el hueco vacío de la cómoda, pero el resto de los muebles permanecían allí. Vivi no debió considerarlos de valor. Sobre un velador, entre las dos ventanas, había una botella de moscato de Asti y dos copas altas.

No olía a cerrado, sino a azahar. Martina miró a Massimo con una sonrisa complacida, porque había esparcido sobre la colcha de brocado granate finísimos pétalos rosa de las petunias que trepaban por la fachada sur y hojitas blancas de las pocas flores que lucían los naranjos amargos del jardín.

Massimo se colocó detrás de ella y le bajó la cremallera lateral del vestido y desabrochó el botón joya de la nuca. El vestido se deslizó hasta el suelo y ella salió de la nube vaporosa que formó alrededor de sus pies. Massimo le abarcó el pecho desde atrás con ambas manos y, mientras la besaba en el cuello le endureció los pezones rozándolos con los pulgares. Martina sintió un calor recorriéndola entera cuando se apretó contra sus nalgas a conciencia para hacerle notar su estado de excitación. Ella solo llevaba un tanga liviano y las medias con ligas incorporadas de encaje, y él permanecía completamente vestido. Se dio la vuelta y lo besó en los labios. Comenzó a desnudarlo y Massimo la ayudó. Las prendas fueron quedando esparcidas por el suelo. Martina le metió la mano en los calzoncillos y él gimió dejándose hacer. Cuando las caricias rozaron el límite de su contención, la cogió en brazos y la tumbó en la cama. Él mismo le quitó el tanga, demorando la mano entre las piernas. Estaba tan húmeda que el índice y el dedo medio entraron solos dentro de ella. Massimo la contempló morderse los labios y agarrarse a la colcha con los ojos cerrados. Sentado de lado, sonrió al verla levantar las caderas, con un gemido de protesta cuando deslizó los dedos fuera para terminar de desnudarse.

—Ven. —Suplicó Martina al ver que se alejaba.

Massimo negó con la cabeza y decidió no quitarle las medias, vérselas puestas y desnuda lo excitaba con locura. Fue hasta los ventanales, destapó el vino burbujeante y sirvió dos copas. Con ellas en la mano regresó a la cama, le ofreció una y se sentó de medio lado para poder contemplarla sobre los pétalos de flores.

Martina se incorporó sobre las almohadas.

—Por aquella noche loca que me llevó hasta ti —dijo ella, chocando su copa.

—Por aquella noche. Y por esta.

Martina dio un sorbo y lo retuvo en la boca, saboreando el dulce moscato que le hacía cosquillas en el paladar. Massimo también bebió. Con la mano libre tiró de su pierna y la hizo resbalar por la colcha hasta que quedó tumbada. Martina le entregó la copa que él dejó sobre la mesilla. Él la miró a los ojos y muy despacio inclinó la copa y dejó caer el vino espumoso como un fino hilo sobre sus pechos. Sonrió al verla dar un respingo porque estaba frío, pero se sometió obediente a su capricho. Martina contempló el reguero transparente discurrir sobre su piel. Massimo dejó la copa junto a la otra y se inclinó sobre ella. Le besó los pezones con la boca abierta, lamiendo cada rastro de moscato. La oyó suspirar cuando deslizó la lengua entre los senos hasta el ombligo para saborear hasta la última gota. Una vez agotado el festín, la agarró con rudeza por el pelo y la besó en la boca. Sabía a vino dulce mezclado con el dulce sabor a ella.

—Si fuera posible, me daría un banquete caníbal contigo y te devoraría entera —murmuró, mordiéndole el labio inferior.

Martina lo cogió por la cintura y tiró de él para que se colocara sobre ella, quería sentirse aplastada, cubierta entera por él. Pero Massimo se irguió de rodillas, con una a cada lado de sus muslos y la miró desde arriba. Mojó el dedo índice en la gota de vino que descubrió en su ombligo y se lo metió en la boca para que lo chupara.

—Qué lástima que lleve alcohol, porque quema.

Ella se lamió los labios con codicia al adivinar cuál era la fantasía implícita en sus palabras.

—Una gota no puede ser peligrosa. —Sugirió señalando con la mirada el par de copas de la mesilla.

Massimo cogió una de ellas y se la puso en la boca con una orden silenciosa. Martina miró su glande húmedo, una gota transparente resbaló por la longitud de su erección. Se humedeció los labios con el moscato que Massimo le ofrecía y, agarrándolo por las caderas, lo atrajo para besarlo, para lamerlo despacio sin apenas introducirlo en la boca. Massimo echó la cabeza atrás y bramó con los dientes apretados al sentir la dulce picadura del vino que empapaba los labios de Martina. Tuvo que retirarse de golpe, pidiendo tregua. Si la dejaba hacer, no iba a durar ni medio minuto más.

—Mira lo que me haces —susurró cogiéndole la mano para que acariciara la piel erizada en la línea de vello de su vientre.

De rodillas, dio dos pasos atrás y le abrió las piernas para quedar entre ellas. Metió el dedo en la copa y le acarició el sexo con un sube y baja lento, sin dejar de mirarla a los ojos. Martina comenzó a jadear muy rápido, se dejó caer en la almohada y le tendió los brazos, suplicante.

—Te quiero ya, dentro… Quiero sentir cómo entras con fuerza.

Aunque nadie podía oírlos, se agachó, apartó los rizos con la nariz y la besó en el cuello. A ellos dos las palabras procaces susurradas al oído les sonaban a morbo privado, más cómplices. Infinitamente más excitantes.

—Te voy a follar hasta caer muerto. —Jadeó solo para ella—. Pero antes quiero saciarme de ti.

Apuró de un trago la copa de vino y se mojó los labios como había hecho Martina. Agachó la cabeza entre sus piernas y oyó su grito cuando el rastro de vino le cosquilleó hasta el punto del escozor. Massimo insistió, voraz. Sus ganas de devorarla creció hasta límites insospechados al sentir que Martina temblaba cuando empezó a enloquecerla con la lengua. Con un movimiento ágil, resbaló hasta situarse sobre ella y la penetró de golpe haciéndola brincar con un quejido de placer. Apoyado en los brazos extendidos a cada lado de sus hombros, Massimo ensombreció con la amplitud de su espalda la luz de los ventanales y embistió con las caderas con fuerza y a conciencia. Desde su posición de dominio, se dejó llevar hundido en ella, contemplando el éxtasis en su rostro mientras le clavaba las uñas como una fiera dulce y posesiva, más hermosa imposible.

***

—Martina, esa mujer me parece que viene directa hacia nosotras —comentó Rita—. Uy, creo que te busca a ti. —Rectificó al ver a la desconocida arrancarse las gafas de sol Carolina Herrera de un tirón.

—¡Mierda! —murmuró Martina.

La furia hecha fémina caminaba hacia ellas con un brío nervioso que trituraba el adoquinado de la entrada a la Facultad.

—Es tu tía, ¿verdad?

—¿Cómo lo has sabido?

—El pelo.

Sí, ese era un rasgo común a las mujeres de la rama materna, aunque tía Vivi disimulara el pelirrojo escandaloso con un tono más oscuro y los rizos detrás del alisado químico.

—No puedo creer que hayas ido a la prensa. —Le espetó por todo saludo.

—Hola, tía Vivi. Te presento a mi amiga Rita. —La desafió con una sonrisa—. Rita, esta es mi tía Viviana, la hermana de mi madre.

—Un placer —dijo Rita.

La recién llegada, demasiado indignada para perder el tiempo en relaciones sociales, se limitó a farfullar un saludo de trámite.

—No te bastaba con echarme de mi casa como a un perro viejo. —Continuó con los reproches.

—Mi casa. —Puntualizó Martina—. Y te recuerdo también que existe el teléfono. Podrías haberte ahorrado el viaje hasta la universidad a montarme uno de tus números.

—He venido para que me expliques a la cara por qué has ido a los periódicos. ¿Es necesario que toda Roma sepa que mi propia sobrina me ha puesto de patitas en la calle?

—No he sido yo. La difusión de la noticia debe haber sido cosa de la Fundación. Y deberías alegrarte, por mamá sobre todo. —Le recordó, ya que el futuro albergue de los Corazones Blancos, según anunciaba La Repubblica en primera plana, llevaría el nombre de sus padres.

Martina estaba segura de que su tía podía haber pleiteado por la casa, demandando ante la ley la decisión de su sobrina y convertido su pretensión en un litigio eterno. Algo que no haría nunca porque la convertiría ante la opinión pública en la egoísta maléfica de la función y para ella, mantener una imagen seria e impoluta era fundamental para sus negocios.

—¿Quién ha sido?

—No sé a que te refieres.

—¿Ha sido tu amigo el militar quién te ha convencido para que te conviertas en la nueva Teresa de Calcuta?

—Será mejor que no sigas. —Avisó, al ver que Rita apretaba los puños.

—Cuidado con lo que dice, que está hablando de mi hermano. —Amenazó sin miramiento.

La única respuesta de Viviana fue una despectiva barrida de ojos que no duró ni una décima de segundo y volvió a encararse con su sobrina.

—Ya veo. —Conjeturó mirándola de arriba abajo—. Tú cometes la estupidez de regalar tu casa y ¿qué gana tu amigo con ello?

—Te ruego que no sigas…

—¿Qué te ha dado a cambio? Digo yo que algo le habrás sacado.

—Se acabó. —Concluyó Martina, a punto de estallar—. No voy a seguir escuchando insultos.

Su tía sonrió con desprecio.

—¿Nada? ¿Absolutamente nada? —Sugirió de un modo que sonaba sucio—. Qué lástima me das. No sirves ni para puta.

Martina no supo cómo, pero una fuerza interior la hizo temblar y toda la adrenalina acumulada explotó. Le estampó una bofetada en plena cara y la cabeza de tía Vivi giró noventa grados por el impacto.

—Fuera de mi vida —masculló frotándose la mano, que le hormigueaba—. No quiero volver a verte nunca.

Su tía se llevó la mano a la mejilla, con la boca entreabierta, incapaz de articular palabra.

Rita miró a derecha e izquierda; le dio la impresión que La Sapienza entera las miraba en ese momento. Cogió a Martina por los hombros y se la llevó a paso rápido para sacarla del campus.

—Vamos, no la mires. —Ordenó al ver que Martina echaba la vista atrás.

El cuanto estuvieron en la acera de viale delle Scienze, levantó el brazo y paró un taxi. Rita era sensata y, antes que enzarzarse en una pelea de mujeres fuera de sí, prefería una huida en toda regla.

—¿Dónde vamos? —preguntó el taxista, mirándolas a través del espejo retrovisor.

—No sé, dé una vuelta mientras pensamos.

—Se ha quedado quieta como una estatua —murmuró Martina.

—Porque no se lo esperaba. ¿Qué más da ya? Tu tía forma parte de tu pasado. —Le recordó cogiéndole la mano.

Martina se la apretó con fuerza, agradecida.

—Me he pasado de la raya. Yo no soy partidaria de la violencia, te lo juro.

—¡Has estado grandiosa, Martina!

—No se lo cuentes a nadie, por favor. —Pidió—. Pero no sabes lo a gusto que me he quedado.

Rita se echó a reír al ver que empezaba a sonrojarse. Con una piel tan clara como la suya, era imposible disimular las emociones.

—Decidido —dijo Rita, apoyándose en el asiento delantero para hablar con el taxista—. Llévenos a piazza Navona. —Luego se acomodó de nuevo junto a Martina y la miró contenta—. Has roto con una parte de tu vida que te hacía infeliz y vamos a celebrarlo con un helado de tres sabores como mínimo. Y otra cosa también… —dijo, mordiéndose la lengua; con todo el lío, no le había dicho a Martina la noticia que la tenía loca de contenta.

—¿Qué cosa?

—Ahora no. En la heladería te lo cuento.

Martina la vio meterse los dedos en la boca, nerviosa perdida, a pesar de llevar las uñas a prueba de mordiscos que con tanto esmero le ponía la madre de Enzo.

—Dímelo ya, no me tengas en ascuas.

—Que no.

—Que sí.

—¡Qué me caso! —Gritó incapaz de callárselo un minuto más.

Cogidas de la mano, se pusieron a chillar como un par de perturbadas. Tanto que sobresaltaron al taxista, que dio un giro brusco. Hubo frenazos detrás de ellos, con el consiguiente coro de claxon, rebasamiento con amenazas por la ventanilla e insultos varios a la parentela viva y difunta.

—¡Bafanculo! —Vociferó el taxista, con la cabeza fuera de la ventanilla mientras ellas seguían de jolgorio en el asiento trasero, y retornó a su posición—. Enhorabuena a la novia —dijo con calma, como si nada hubiera pasado.

—Gracias —respondió Rita mientras Martina la abrazaba y le daba un sonoro beso en la mejilla.

—¡Ay, que creo que voy a morirme de emoción! Y eso que no me caso yo. —Suspiró, Martina—. ¿Cuándo?

—¡El mes que viene! En Civitella y lo celebraremos en casa, mamá ya ha pensado en cómo decorar el jardín y en el catering para no tener que encargarnos de todo y…

—Qué contenta estoy, Rita. Por ti y por Enzo, estoy segura de que seréis muy felices.

—Tienes que venir. —Martina se puso seria—. Te quiero allí a mi lado ese día, ¿me oyes?

—Te oigo. —Aceptó para hacerla callar—. Ahora sí que me muero de ganas por «brindar» con ese helado.