Les costó muy poco encontrarlo. Rita y Martina calcularon todas las posibilidades y llegaron a la conclusión de que para ir andando desde allí hasta el Trastevere cualquiera escogería un recorrido cuesta abajo. El más corto pasaba por atravesar via Cavour, rodear el Coliseo hasta el Circo Massimo y desde allí, recto en busca del puente Palatino. Un par de vueltas les costó dar con él. Entre la cortina de lluvia, vieron su figura caminando por la acera izquierda de via Cavour. Martina aminoró la velocidad al llegar a su altura y bajó la ventanilla, e inmediatamente el agua empezó a mojar el interior del coche y a ella. A pesar de ello, sacó la cabeza para llamarlo.
Enzo giró la vista un segundo y continuó caminando como si no la oyera.
—Enzo, por favor, escúchame. —Pidió, ocupada en conducir con una mano sin estamparse.
Un coche pitó detrás de ella por ir a paso de tortuga en pleno aguacero. Cuando rebasó el Seiscientos, Martina hizo caso omiso a los insultos que le gritó su conductor.
—Enzo, que estoy parando el tráfico. —Rogó—. Vamos, sube al coche.
—No.
—Vas a pillar una pulmonía con los calcetines mojados.
—¡Mejor! —Gritó.
Martina empezaba a arrepentirse de haber adoptado el papel de arregladora sentimental, porque entre los lloros de Rita en el asiento trasero y la cabezonería de Enzo… Le dio pena, porque con todo el enfado que llevaba, Enzo dio un resbalón en los adoquines que lo hicieron bailotear como una marioneta antes de recuperar la verticalidad. Sin descuidar el volante, volvió a llamarlo.
—Enzo, —casi suplicó— Rita sabe que ha cometido un error. Se ha equivocado contigo y quiere pedirte perdón.
La súplica no obtuvo respuesta, porque él continuó caminando sin inmutarse.
—Venga, hombre, que la estás haciendo llorar.
—Menos meará.
Aquello acabó con el aguante de Martina. Rita no hacía más que gimotear y sonarse la nariz. Estaba visto que o actuaba ella o la disputa de coche a peatón tenía trazas de continuar hasta el mismo Trastevere. Detuvo el coche de un frenazo, tiró del freno de mano con el inconfundible chirrido y bajó del coche.
—Toma el paraguas. —Ofreció Rita, tendiéndoselo.
Martina la miró con mala cara. Menos mal, al fin una reacción útil y sensata. Abrió el paraguas y corrió a alcanzar a Enzo que caminaba unos pasos por delante de ella. Lo agarró del brazo y él se giró terriblemente enfadado. Martina lo invito a cobijarse, aunque el pobre estaba ya empapado de arriba abajo. Por no humillarlo más, evitó mirarle los pies.
—Se ha equivocado, Enzo —le explicó con tono conciliador—. Pero ¿quién no comete errores alguna vez? Te ha visto con una chica en la estación.
Enzo lanzó una mirada asesina hacia el coche; en realidad, hacia su única ocupante.
—¿Por qué está celosa de mi cuñada? ¡Nunca le he dado motivos, joder!
—No chilles. —Rogó—. Rita no la conoce.
Él bajó la cabeza, con las manos en los bolsillos. Martina aprovechó ese pequeño momento de duda para atacarle la fibra sensible.
—Rita te ama. Tiene miedo de perderte y ya sabes que lo de creerse la mejor nunca ha sido su fuerte.
—Ese no es mi problema.
—Sí es tu problema. —Rebatió recalcando mucho las palabras—. ¿Qué? ¿Preparo el sofá-cama con sábanas perfumadas para dos?
Funcionó. Martina tuvo ganas de cantar y bailar Singing in the rain cuando Enzo dio media vuelta y fue hacia el coche. Ella lo siguió procurando mantenerse junto a él debajo del paraguas. Y lo invitó a entrar por la puerta más cercana, para que no rodeara el Seiscientos. No le importó no llevarlo de copiloto, lo que necesitaba la parejita en ese momento de reconciliación era ir lo más juntos posible. Y el minúsculo habitáculo del utilitario garantizaba que viajarían, más que juntos, amontonados. Enzo abrió la portezuela, tiró de un manotazo el asiento hacia delante y se sentó casi aplastando a Rita.
Con un suspiro de alivio, Martina plegó el paraguas, lo puso en el asiento de su derecha y se sentó dispuesta a llegar a casa y cambiarse cuanto antes la ropa mojada. Puso el motor en marcha y se incorporó al tráfico. De paso, escudriñó por el espejo retrovisor al par de tórtolos mojados de detrás.
Enzo miró a Rita, sentada a su lado más tiesa que un maniquí. Él acomodó las rodillas como pudo en aquel mini vehículo que tenía más años que ellos tres.
—Estoy esperando una disculpa. —Requirió, sintiendo que el asiento vibraba como si tuviera el chasis justo debajo del culo.
—Perdón.
—Una disculpa más larga, estírate.
—Lo siento, he metido la pata y he sacado conclusiones equivocadas.
—¿Y?
—Perdón también por darte un portazo en la cara.
—¿Y?
—Perdóname por echarte descalzo con esta lluvia.
—¿Y?
Martina no pensaba entrometerse, pero un poco harta de que Enzo machacara a su amiga de aquella manera, dio una frenada brusca innecesaria para ver si la perdonaba de una vez. Los de atrás se precipitaron sobre los asientos delanteros; Enzo casi se come el cogote de Martina. Con la arrancada, volvieron a la posición anterior como dos muñecos con resorte mecánico.
—No he debido dudar de ti, Enzo.
—¿Te he dado motivos para dudar?
Ella negó con la cabeza.
—¿Me perdonas? —preguntó acto seguido con la mirada fija en el parabrisas delantero.
—Ya te había perdonado cuando he subido al coche. —Informó con maligna suficiencia.
A Rita le dio risa aquella especie de venganza infantil a la que acababa de someterla. Enzo observó que reía pero al mismo tiempo una lágrima caía de sus pestañas sin que ella hiciera nada por disimular.
—Si ríes, ¿por qué lloras?
Bien sabía él que eran lágrimas de vergüenza y arrepentimiento por haber dudado de su honestidad.
—No lo sé —musitó ella—. Estoy triste cuando tengo que estar contenta, lloro cuando no viene a cuento. Y no sé por qué.
Enzo le rodeó los hombros y la atrajo hacia sí en un abrazo protector.
—Porque te has enamorado, tonta —dijo apretándola contra su pecho—. Mírame a mí, ¿no ves todas las idioteces que acabo de hacer y decir?
Por fin la oyó reír. La cogió por la barbilla y Rita le susurró que lo amaba antes de darle un beso.
—Martina. —Decidió Enzo—, ¿te importa llevarnos al puente Milvio?
—¿Ahora? ¿Con el aguacero que cae? Pero si está lejísimos.
—Ahora, sí. —Concluyó a la vez que reclamaba un nuevo beso de Rita.
***
A petición de Enzo, Martina marchó de regreso a casa y los dejó solos, aunque ella se ofreció a esperarlos en el coche porque le sabía fatal abandonarlos bajo la lluvia. Con todo, entendió que necesitaban intimidad, así que les dio el paraguas. La última imagen que vio antes de volver a meterse en el coche fue la de los dos muy juntos, diciéndole adiós.
Una vez solos, Rita cogió a Enzo de la mano. La tenía fría y mojada. Él le apretó los dedos y la retuvo bajo el paraguas para que no se moviera de la acera.
—No sé a qué hemos venido, aunque lo imagino —comentó Rita mirando de reojo los miles de candados que adornaban el puente—. Cariño, llevas los calcetines chorreando y te vas a resfriar. Si quieres, lo dejamos para otro día.
—No, ahora.
—Pues vamos deprisa.
Hizo amago de caminar hacia el puente pero Enzo le sujetó la mano aún más fuerte para que se quedará allí.
—Antes que nada —anunció mirándola a los ojos—, quiero que me prometas que no habrá más dudas sobre mi amor por ti del mismo modo que yo no dudo del tuyo.
—Prometido.
—No vayas tan rápido, que lo que te estoy pidiendo es muy serio. —Exigió—. Tienes que prometerme que vas a creer que tú eres la única mujer que quiero y que, para mí, no existe en el mundo ninguna mejor.
—Enzo —murmuró emocionada.
—Eres buena, eres divertida, ocurrente, generosa, leal, por no hablar de lo buena que estás. —Concluyó dándole un apretón en el culo y un beso en el cuello que la hizo reír.
—Te lo prometo.
Enzo negó con la cabeza.
—No estoy seguro de que vayas a poder cumplir esa promesa. ¿Y sabes por qué? Porque no lo creerás mientras no aprendas a reconocer cuánto vales. —Razonó—. Así que, antes de dar un paso más, quiero que me prometas también que vas a quererte a ti misma. Tanto como yo te quiero, porque es lo que te mereces.
—Lo primero, prometido de corazón. Lo segundo, prometo intentarlo.
Él la sacudió por la cintura.
—No basta con que lo intentes. Quiero una promesa firme.
—Te prometo… que lo intentaré. Y sé que podré conseguirlo, si tú me ayudas.
—Bien. Ahora ya podemos seguir.
La cogió de la mano y la llevó hasta el centro del puente. Camino que recorrieron entre palabrotas de Enzo cada vez que resbalaba en los adoquines. Patinazos que hicieron peligrar el equilibrio de ambos, cogidos como iban bajo la copa del paraguas.
—Y bueno —dijo Rita con una sonrisa—, ¿vas a decirme por fin por qué me has traído hasta aquí?
—Tienes que buscar nuestro candado.
A Rita se le iluminó la mirada. No esperaba un gesto tan romántico. Alguna vez había dejado caer el asuntillo de las novelas de Federico Moccia, con la esperanza de que tuviera el detalle de colgar uno con sus iniciales, como hacían todas las parejas. Pero Enzo nunca mostró ningún interés.
—No sé cómo voy a encontrarlo —comentó señalando a su alrededor—, ¡hay miles!
—El nuestro es diferente.
Ilusionada con el juego que le proponía, Rita se subió el cuello de la chaqueta para cubrirse la cabeza y recorrió el puente hacia la orilla mirando en todas direcciones. Si era diferente, destacaría entre el resto. Y se le escapó una carcajada al llegar casi al extremo del pretil, porque de la última farola colgaba un candado de cartulina roja de medio metro por medio metro. Lo desenganchó de un tirón de la cinta carrocera que lo sostenía y corrió a cobijarse bajo el paraguas. Enzo le apartó los mechones mojados de la frente.
—Léelo, por favor.
—No se entiende nada, se han corrido las letras —dijo, mostrándoselo.
Entre churretones azules, apenas se distinguía una gran R desdibujada y una E del mismo tamaño, entre las cuales se adivinaban los restos de lo que parecía una Y.
—Da igual. Creo que me acuerdo de todo lo que escribí —dijo haciendo memoria para no olvidar ni una sola palabra—. Rita, tú y yo no necesitamos candados para saber que nos amamos. A mí me basta con ese candado invisible que me une a ti. Y esta noche, con las estrellas por testigos… Se suponía que no iba a llover.
—Sigue. —Pidió cogida a las solapas de su chaqueta.
—… con las estrellas por testigos, quiero que seas tú quien lo cierre para que nos mantenga unidos siempre. Rita Tizzi, ¿quieres tomar mi apellido y ser mi esposa?
—Sí, Enzo —musitó dándole un beso tras otro en los labios—. Mi respuesta es sí, es lo que más deseo en el mundo.
—Dime cuánto me quieres.
Rita se lo dijo muchas veces, en susurros al oído, en la mejilla, en la boca, a la vez que esparcía besos por su rostro mojado. Permanecieron abrazados bajo el paraguas hasta que Enzo dio un estornudo que lo sacudió de pies a cabeza. Rita notó que estaba temblando.
—¡Ay, si ya lo sabía yo! —exclamó preocupada—. Ya te he dicho que ibas a pillar un resfriado. Tienes que cambiarte de ropa enseguida, ¡y calzarte! Vamos a tu casa cuanto antes.
—Tienes razón. —Convino Enzo con un carraspeo—. Esto… ¿Llevas dinero para un taxi? Es que el muy cabrón me robó también la cartera.
***
Como era de esperar, Enzo llegó a su casa con unas décimas de fiebre que fueron subiendo y subiendo, hasta tal punto que las sábanas perfumadas en el sofá cama de Martina se quedaron sin estrenar. Una hora después del momento estelar en Ponte Milvio, el héroe romántico de la noche se encontraba postrado en la cama tapado hasta el cuello. Rita sufría viéndolo bañado en sudor con las tiritonas de la muerte. Su madre llamó corriendo al médico de urgencias, que le prescribió antitérmicos y un antiinflamatorio para la garganta.
Una semana tardó en recuperarse y, durante ese tiempo, Rita no se separó de la cabecera de su cama salvo por las noches, cuando marchaba a ducharse y a dormir al apartamento de Martina. Pero en cuanto despertaba, agarraba un autobús y regresaba a su lado para hacerle compañía. Siete días en los que se ganó el corazón de la familia Carpentiere, en especial de su futura suegra, que observaba emocionada con qué abnegación cuidaba de su hijo y el amor que ambos se tenían. Rita se convirtió en una más de la casa. El padre de Enzo trabajaba como conductor de un autobús de la red pública de Roma; le cayó fenomenal por lo campechano y simpático. Conoció también a sus dos hermanos. Roberto, el mayor de los tres, era médico de familia e iba a casarse con una colega que conoció haciendo las prácticas en el hospital de San Giovanni. Martina casi muere de vergüenza cuando conoció también a Angelica, la rubia del ataque de celos, que por cierto era una chica encantadora. En cuanto al benjamín de los hermanos, estudiante de último curso de bachillerato, solo pensaba en las chicas y en tirarse horas ante el espejo del cuarto de baño.
Concetta, la madre de Enzo, tras años en la ventanilla de una entidad bancaria, fue despedida por culpa de una reducción de personal. Pero no se resignó a quedarse en casa y decidió reinventarse realizando varios cursillos profesionales. Alquiló un diminuto local muy cerca de casa y desde hacía un año dirigía su propio negocio: un salón de uñas postizas. No le faltaba clientela y, como ventaja añadida, era dueña de su horario. Rita y ella pasaron tantas horas juntas que Concetta aprovechó para decorarle las uñas, horrorizada cuando vio el estado de sus manos, y de paso conocer a fondo a la novia de su Vincenzo. Rita disfrutaba de la manicura más cuidada que había lucido en su vida ya que aquellas uñas divinas eran imposibles de roer.
En cuanto Enzo notó mejoría, decidió no postergar más la marcha a Civitella, puesto que en la hacienda le esperaba el trabajo acumulado de una semana. Tras personarse en la comisaría del Trastevere a formular la denuncia por el atraco, la pareja partió hacia la Toscana. Una vez en Villa Tizzi, Enzo decidió echarle un poco de cuento al resfriado, ya que nunca venían mal unos mimos añadidos. Beatrice, al verlo algo pachucho, pasó de atenderlo como un príncipe a cuidarlo como un rey. Y por las noches, su conejita se entregaba al juego amoroso más retozona que nunca.
Enzo era feliz. En las praderas toscanas del valle del Chiana había hallado su paraíso en la tierra. Para él no existía dicha mayor que despertar al lado de su chica. Esa mañana, abrió los párpados con los primeros rayos del sol bailando en el techo de la habitación. Se levantó con exultante despreocupación, se puso las gafas y abrió el balcón de par en par para recibir el nuevo día. Rita farfulló uno gruñidito somnoliento de protesta y él le sonrió por encima del hombro.
—Vamos, dormilona. —La animó para que lo acompañara—. Mira qué día más bonito ha amanecido.
Ella se cubrió la cabeza con la almohada. La brisa era fresca y agradable, el sol brillaba en el cielo y el paisaje era el más hermoso despliegue de verde, amarillo, siena y azul.
—La Naturaleza en estado puro, qué maravilla —murmuró en el balcón.
En un acto reflejo típicamente masculino, se rascó los huevos y, de paso, palpó la pujanza de su erección matinal.
—Cierra el balcón, chico de ciudad. —Protestó Rita.
—Cariño, si no soy campesino, ¿dime de dónde he sacado este pepino? —Bromeó, empuñando su miembro erecto con una risa jocosa.
—¡Eres un guarro!
Enzo seguía riendo como un sátiro maligno.
—What’s a pepino?
—Oh my God!
Rita levantó la cabeza de golpe, al escuchar voces femeninas.
—He’s lovely.
—He’s very sexy.
—Hi, hi, hi…
Enzo se cubrió con las manos los atributos de macho y miró hacia abajo.
—Señoras, no miren. ¡Un poco de recato, por favor!
Ni se acordaba de la visita a Villa Tizzi que esperaban aquella mañana de un grupo de señoras de Estados Unidos, todas ellas distribuidoras de fiambreras Tupperware que, por alcanzar sus objetivos de ventas, habían sido premiadas por la empresa con un viaje a la Toscana.
—The Toscana is a Love Paradise —comentó Beatrice al grupo.
Enzo comprobó con espanto que, con todas ellas, iba también su futuro suegro ejerciendo de guía y anfitrión. Y en ese momento lo señalaba con el dedo y una mirada asesina.
—Tú, tápate, ¡qué manía de ir enseñando siempre el pirulí! —Lo increpó con el brazo extendido—. ¿Se puede saber que haces desnudo en el dormitorio de mi hija?
Enzo carraspeó.
—No pretenderá que responda a esa pregunta delante de todas estas damas.
Las americanas, que la tarde anterior se habían tragado hora y media de cola en Florencia ante la Galería de la Academia; y de la visita no recordaban más que las hermosas nalgas del David de Miguel Ángel, se veían animadillas y con ganas de jaleo.
—Etore, calla y deja que disfruten ahora que son jóvenes. —Intervino su mujer; y acto seguido se dirigió al grupo de féminas, indicándoles el balcón—. And he’s an authentic latín lover.
Hubo un coro de risas y exclamaciones muy picantes en inglés.
—Eso, tú ponte de su parte. —Protestó su marido.
Beatrice lo encaró con un lento parpadeo.
—¿Te molesta que me aprovechara mejor que a ti el inglés que nos enseñaron en el instituto? Si hubieras aparecido más por la clase en vez de perder el tiempo haciendo el tonto con la moto…
Rita había salido al balcón con una bata cortísima y una sábana que su novio se enrolló a la cintura a toda prisa. Las señoras exclamaron un ¡Oh! de desilusión cuando lo vieron taparse.
—Papá, no seas anticuado. —Rogó Rita—. ¿No ves lo contentas que están? Seguro que volverán el año que viene, ya verás lo famosa que se hará Villa Tizzi en cuanto regresen a América y cuenten todo esto —aseguró.
—¡Vosotros dos habéis convertido esta casa en Sodoma y Gomorra!
Rita sacudió la mano al aire y, con su mejor sonrisa, se dirigió a las vendedoras que lucían unas gorritas con el logotipo de Tupperware.
—Oh, mi sexy boyfriend. —Anunció, señalando a Enzo.
—I love my beautiful girlfriend. —Añadió él, cogiéndola por los hombros.
—Oh! It’s so romantic.
—Oh! It’s soooo charming.
—¡Ay, qué buena pareja hacen! ¿Has visto que bien se expresan? —comentó la señora Beatrice con su marido, admirada de la británica pronunciación de su niña.
—Al menos le sacó provecho el año que pasó en Inglaterra a gastos pagados. —Farfulló.
—We’re getting married! —Anunció Rita.
Enzo agarró a su chica y la besó con ardor, tensando la musculatura de la espalda de tal modo que se le resbaló un poco la sábana y enseñó medio culo.
Las señoras gritaron alborozadas y empezaron a hacerles fotos.
—Lo que faltaba. —Masculló el señor Etore.
—The Toscana is a very romantic place. —Añadió Beatrice para enardecerlas.
—I love latín lovers.
—I want an Italian sexy man, oh yeah!
—Oh my god! …I want a pepinoman!
—Ha, ha, ha, ha…
El señor Etore, viendo el entusiasmo de las americanas, empezó a convencerse de que el espectáculo pornográfico del balcón acabaría por atraer más grupos turísticos. Las damas de las fiambreras tenían cara de ser de las que enseñaban las fotos de los viajes a amigas, parientes y al vecindario entero. Y lo erótico era siempre un buen reclamo.
—Ladies, let’s go to see the farm. Follow me, please. —Intervino, alzando las cejas a su mujer para demostrarle que algo de inglés estudiantil también se le quedó en la sesera—. Cows, bulls… and sexy cowboys.
—Like in Oklahoma? —preguntó una señora, ilusionada.
—All right! Let’s go, beautiful misses. —Aprobó, sonriéndole mucho; luego lanzó una mirada fiera hacia el balcón—. Y vosotros dos, más os vale ir eligiendo fecha para la boda.
***
—¿Ponemos fecha? —preguntó Rita, emocionada.
—Sí —susurró Enzo, igual de amoroso—. Cuanto antes, ahora mismo miramos el calendario. Mi hermano Roberto se casa dentro de seis meses. Qué prefieres, ¿antes o después?
—¡Antes! Mañana mismo si fuera posible. Enzo, estoy loca de ilusión, pero ¿seguro que tu hermano no se enfadará si nos adelantamos?
—Seguro que no.
—¿Y tus padres? No quiero que se agobien, dos bodas tan cerca…
Como intuyó que la preocupaba el tema económico, Enzo se apresuró a tranquilizarla; contaba con sus ahorros, igual que Roberto, para echar una mano a sus padres que bastante habían hecho por ellos.
—No te preocupes por los gastos que lo tengo todo controlado. ¿Eres feliz? —preguntó, dándole suaves besitos en los labios.
—Sí —murmuró—. ¿Y tú?
—Mucho.
Enzo miró hacia abajo al escuchar un ruidito zumbón.
—¿Qué es eso? ¡Una avispa, joder!
—Déjala, que no hacen nada —dijo mimosa, reclamando más besos.
—Que no se va. —Protestó Enzo apartándola con la mano.
Tanto se meneaba para esquivar a la avispa, que la sábana se le terminó de resbalar y acabó enrollada a sus pies.
—No des manotazos, que es peor.
Él no le hizo ni caso.
—¡Qué me deje en paz! —Bramó; la avispa seguía revoloteando a la altura de su cadera—. Fuera… Fuera bicho. —Clamó a manotazo limpio—. Ajjj… ¡Puta avispaaa!
—¿Tu ves? Tanto asustarla, al final te ha picado. —Renegó—. Ay, pobre, a ver…
Y lo vio Rita. Y su padre. La señora Beatrice no lo hizo por pudor. Porque el accidente tomó tintes dramáticos en cuestión de minutos. Tanto, que Beatrice tuvo que llamar corriendo al centro médico del pueblo cuando su marido le confirmó la preocupante reacción alérgica que empezaba a sufrir el muchacho.
Enzo yacía en la cama de Rita, despatarrado y aullando de dolor. Porque la avispa le picó en los genitales y en ese momento su escroto tenía el tamaño de dos pelotas de tenis.
—No es para tanto. Tómatelo como un rito de iniciación. —Trataba de tranquilizarlo el señor Etore restándole importancia—. Ya te ha picado una avispa, ya eres un auténtico hombre de campo.
—¿Y tenía que picarme en las pelotas?
—Si no las fueras enseñando…
Rita y su madre llegaron con el médico más sieso y antipático de todo el Valle de Chiana. El facultativo las conminó a las dos a no pasar de la puerta, por no incomodar más al paciente que bastante tenía. Antes de entrar, la señora Beatrice quiso aprovechar que tenía al médico en casa.
—Doctor, cuando acabe de atender a Vincenzo, me gustaría que me mirara el dolor del cuello, yo creo que tengo cervicales.
—Como todo el mundo —replicó con sequedad—. Si no tuviera vértebras cervicales, llevaría la cabeza debajo del brazo como una sandía.
Beatrice le echó una mala mirada, pero se calló lo que pensaba. Solo habló cuando el ogro entró en la habitación.
—Yo no sé si es buena idea dejar a Enzo en manos de ese matasanos de mala muerte. A ver si nos lo va a desgraciar.
—Mamá, caray, no digas eso.
Dentro del dormitorio, el aire que se respiraba no era precisamente festivo. El médico levantó la sábana, y estudió los testículos de Enzo, que se dejaba hacer exhibiendo ante el doctor y el suegro su bochornosa desnudez.
—Hummm… Un poco más y le ganas al semental de la finca. —Opinó, con una agudeza humorística que Enzo no encontró nada graciosa—. Podríamos esperar a que baje la inflamación con un poco de hielo, pero prefiero ir directo a la solución más rápida.
—¿Amputación? —Sugirió el señor Etore con una sonrisilla vengativa.
Enzo saltó de la cama más lejos que un saltamontes y se puso a vestirse a toda prisa.
—Doctor, ya puede marcharse por donde ha venido, que a mí no me toca nadie.
El médico rio por debajo del bigote a la vez que cargaba una jeringuilla desechable con una dosis de antihistamínico.
—Venga, a ver ese brazo. —Exigió—. Tanto escándalo por un pinchazo de nada.