18 - Amor ciego

Enzo salió de la ducha fría aún más caliente que cuando entró. El jueguecillo provocador de Rita lo ponía muy cachondo, tanto como para hacerle esconder las ideas sensatas en el rincón más helado de su cerebro.

—Siesta, siesta, siesta. —Repitió mientras se secaba la cabeza, con una idea clara en mente.

Iba a darle a su dulce conejita una sorpresa. A medias, porque ella le había dejado claras sus intenciones y ya debía imaginar que él acudiría al asalto a su dormitorio dispuesto a lanzarse como un tigre sobre su presa. Sonrió a la imagen que le devolvía el espejo, imaginando las diabluras que iban a suceder en cuanto la tuviese al alcance de la mano.

Ni se molestó en pasarse un peine. Con el pelo revuelto y completamente desnudo, abrió la puerta del baño y oteó a un lado y a otro del pasillo. Maldijo entre dientes, porque había dejado las gafas en el dormitorio. Pero no iba a perder el tiempo en regresar a por ellas, para el asunto al que iba a dedicarse, no le hacían ninguna falta. Corretear en pelotas a media tarde por la casa de los padres de su chica era la mayor temeridad que había cometido desde los doce años, cuando tuvo la ocurrencia de meter un petardo encendido en un buzón de correos. Pero el peligro lo excitaba, asumió acariciándose el miembro más duro que el pedernal.

Aguzó la mirada y contó hasta tres puertas borrosas que percibía a la derecha del cuarto de baño. Sin pensárselo dos veces, corrió por el pasillo, abrió la tercera y se metió dentro en un visto y no visto. El cuarto estaba casi a oscuras, porque las contraventanas permanecían entornadas. Sin hacer ruido ni para respirar, trató de enfocar la vista, ayudado del estrecho haz de luz que se filtraba entre los portones entrecerrados del balcón. En el centro de la habitación se adivinaba la cama, su sexo brincó de contento al distinguir lo amplia que era. De puntillas se aproximó para atacar por la espalda a Rita, aunque sin las gafas solo veía un bulto oscuro tumbado del lado derecho, de cara al balcón. Su chica iba a llevarse una sorpresa de lo más excitante. De un salto se tumbó en el colchón.

—¿Me estabas esperando, conejita? —susurró pegándose completamente a su espalda.

En cuanto sus cuerpos entraron en contacto, a Enzo se le desencajó la mandíbula, muerto de espanto. Y deseó que lo tragara la tierra.

—No soy tu conejita, pedazo de golfo —murmuró una voz cavernosa y somnolienta—. Y aparta ese bulto de mi culo o eres hombre muerto.

***

Enzo bajó de la cama de un salto, al tiempo que el padre de su dulce rubia hacía lo propio por el lado contrario. Cuando este abrió de par en par las contraventanas, tuvo que entornar los ojos para adaptar las pupilas a la súbita claridad que dejó todo a la vista. Su desnudez incluida. El señor Etore se dio la vuelta con una mirada que, aunque a esa distancia no distinguía del todo, Enzo imaginó muy poco amistosa. Como movido por un resorte se cubrió la entrepierna con ambas manos.

El padre de Rita lo barrió con ojos de peligro, fue hasta el cajón de la mesilla más próxima, extrajo unos calzoncillos y se los lanzó al aire. Enzo, a pesar de ver borroso, no la pifió y los cazó al vuelo.

—Póntelos. —Ordenó el señor Etore—. No estoy dispuesto a hablar con un tipo que me enseña las vergüenzas. Porque vamos a hablar. Tú y yo.

Enzo observó el espantoso slip color carne de los que remarcan el paquete, que en otra situación no se habría puesto ni muerto, pero optó por no discutir o corría el riesgo de acabar justamente así: muerto a manos del padre de su amada. De paso, ocultaría el bochornoso arrugamiento de su pene que, por culpa del susto, había pasado de posición de firmes a flácido descanso en cuestión de segundos.

Y mientras se colocaba el más espantoso modelo de ropa interior masculina que podía imaginarse, pensó en decirle cuatro cosillas a Rita en cuanto se topara con ella. ¿No había dicho tercera puerta a la derecha? A lo mejor quiso decir mirando hacia la puerta del baño, ¿o de espaldas a ella? Qué más daba ya, concluyó con un apretón para acomodarse el paquete.

—Siéntate. —Volvió a ordenar el señor Etore, a la vez que le señalaba una silla junto a la cómoda.

Él obedeció y el hombre lo hizo en la cama, justo enfrente de él. Enzo observó sin disimular su torso peludo, la más que prominente barriguilla y los slips idénticos a los suyos que se perdían debajo de esta. Pero en color verde botella, según dejaba bien a la vista el abultamiento de ese color que se distinguía entre sus piernas abiertas. Alzó la vista del cuerpo semidesnudo que tenía enfrente hasta llegar a los ojos y decidió ir al grano.

—Antes de nada… —Trató de explicarse Enzo, alzando la mano con aire apaciguador.

—Antes de nada me vas a escuchar tú con mucha atención, ¿entendido?

Enzo asintió con la cabeza y optó por cerrar el pico, no fuera a ser que el señor Etore se soliviantara todavía más.

—¿Qué venías buscando y quién es esa conejita?

El orgullo de macho envalentonó a Enzo, porque alzó una ceja y le sostuvo la mirada con cara de tener un póquer de ases.

—Me parece que es usted lo suficiente inteligente como para no necesitar explicación ni a lo primero ni a lo segundo.

Aquel arranque de osadía dejó patidifuso a su interlocutor, que se quedó mirándolo con la boca entreabierta. Acto seguido, el señor Etore se echó a reír entre dientes, sin disimular su admiración.

—¿Has pensado qué podría haber pasado si, en lugar de conmigo, en esta cama —indicó dando una palmada sobre el colchón—, hubieses encontrado a mi mujer durmiendo la siesta? Yo te lo diré: ella te habría castrado y a estas horas estaría cortando tu salchicha en rodajas.

A Enzo se le erizó el vello de la nuca y le ordenó a su cerebro que borrara de inmediato aquella espeluznante imagen de su mente.

—¿Puedo hacerle una pregunta de hombre a hombre? —Pidió mirando al señor Etore a la cara. Este lo invitó a hacerlo con un leve cabeceo—. De estar en mi lugar, ¿no habría intentado lo mismo?

—Yo soy un caballero decente, respetuoso y…

—Déjese de rodeos.

—Mi suegro tenía una escopeta.

Permanecieron mirándose a los ojos y de pronto se echaron a reír como un par de zorros.

—Por suerte para mí, usted no es aficionado a la caza —comentó Enzo.

—Me bastan con estas dos manos para retorcerte el pescuezo. —Avisó, mostrándoselas.

Enzo ladeó la cabeza con suficiencia y se lo jugó todo a una carta.

—No le creo capaz de darle un disgusto semejante a su hija.

—No, en eso te doy la razón. —Refunfuñó, aceptando lo evidente—. Parece que te tiene cierto aprecio.

—Sí, eso parece. —Recalcó Enzo, sonriendo de medio lado.

El señor Etore se quedó observándolo pensativo. Antes de revelarle la idea que tenía en mente, se cruzó de brazos.

—He notado que Rita y tú os lleváis muy bien.

—Es una manera de decirlo…

—No me interrumpas. —Rogó—. Hoy justamente tenía intención de hablar contigo. Aunque no lo creas, he estado observándote durante las últimas semanas y tengo que reconocer que cada día me sorprende más tu manera de trabajar. Me gusta tu prudencia.

—Gracias.

—No es un cumplido —recalcó—. Posees fuerza, decisión, dotes de mando… Y una visión de futuro que ya me gustaría para mí. Yo tengo la experiencia que a ti te falta y tú el empuje para continuar con un negocio que quiero dejar en manos de mi hija. Pero ella sola no sabría llevar la parte económica, todos los papeleos legales y esa mandanga de los impuestos.

—Para eso me contrató, ¿no?

—Quiero proponerte que trabajes aquí a tiempo completo.

—¿En exclusiva?

—Sí. Piénsalo bien antes de tomar una decisión. Sé que es mucho lo que te pido, porque tu empleo actual es un puesto de élite en un gran banco. Y la mía es una explotación modesta y familiar, —hizo hincapié la palabra para que a Enzo no le pasara desapercibido el mensaje implícito en su oferta— requiere una dedicación en cuerpo y alma.

—No soy imprescindible.

—Yo sí creo que lo eres. —Opinó el señor Etore—. Vamos a ver, tú entiendes del mundo de la empresa y, ahora que conoces la nuestra, ¿qué se necesita para que la hacienda funcione?

—Una cabeza sensata.

—Esa es mi mujer. ¿Qué más?

—No subestime la suya, que es la que más valoro. Conste que es mi opinión profesional y aséptica, no crea que lo halago porque sí. —Aclaró; el hombre asintió complacido y muy agradecido—. Se necesita también una persona con dotes de mando y a la vez querido y respetado por los empleados. Obviamente, experto también en la crianza de ganado y las labores agrícolas.

—Muy bien, ese soy yo. ¿Qué más necesitamos?

—Una imagen moderna, con ideas innovadoras y mano izquierda para las relaciones públicas y para tratar con los clientes.

—Esa es Rita. ¿Y?

—Alguien que lleve al día la documentación, vigile las inversiones y controle las cuentas con un poco sentido común.

—Ese eres tú. —Aseveró mirándolo fijamente.

—Eso lo puede hacer cualquiera. Un gestor externo, sin ir más lejos.

—Yo no me fío de cualquiera. Confío en tu criterio.

—Me halaga saberlo.

—Pues que no te halague, que no es lo que pretendo. Te quiero aquí al pie del cañón, porque sé que mirarás por esta hacienda como si fuera tuya. Y eres abogado además, no dejarás que nadie te tome el pelo.

—No es mala oferta. Pero quiero aclararle, antes de decidirme, que la banca Sanpaolo no es mía y me dejo la piel. No necesito que esta finca me pertenezca para desempeñar mi trabajo del modo más competente.

—Es una cuestión de honestidad, ¿no es así? —Asumió el señor Etore.

—Y de ser leal. Con ustedes, con Massimo y, muy en especial, con Rita.

El señor Etore se sintió orgulloso de él, solo con escucharlo hablar con tanta seriedad y madurez.

—Me gustaría pensar que en el futuro esto estará en manos de alguien como tú, que velará con la razón y el corazón por estas tierras y por el negocio al que he dedicado toda mi vida. ¿Lo pensarás?

Enfrascados en la conversación, no se dieron ni cuenta de que la señora Beatrice los miraba desde el quicio de la puerta con los brazos en jarras.

—¿Puede explicarme alguien qué hacen dos hombres desnudos en mi dormitorio?

Ambos giraron la cabeza hacia la recién llegada, sin saber cuánto tiempo llevaba allí plantada.

—Hablar de negocios —explicó el señor Etore con mal talante, abochornado de que su mujer le estuviera lanzando aquella mirada reñidora en presencia de Enzo.

—¿En calzoncillos? —Cuestionó ella con un tonillo viperino.

—Sí. —Gruñó su marido—. ¿Algún problema?

***

—Odio las despedidas, pero es inevitable. Ahora sí debo marcharme.

Le habría gustado demorar más su estancia en el pequeño apartamento, pero el traumatólogo del hospital militar aseguró que estaba recuperado del esguince y el deber lo reclamaba en la base aérea. Lo habían convocado para una nueva misión. Debía brindar vigilancia y seguridad a los pesqueros italianos que faenaban en los grandes bancos de emperador y pez espada del Índico, ante los reiterados ataques de piratas somalíes. Y antes de volar rumbo a África quería pasar un fin de semana en Civitella con Iris, para que sus padres disfrutaran también de su nieta.

—No es tan malo. —Sonrió, acariciándole la mejilla—. Al menos veré las Seychelles desde allá arriba.

Martina, que tampoco podía disimular cuanto sentía su marcha, lo miró con resignación. Aquellos días de convivencia habían sido una especie de oasis de felicidad compartida donde no hubo cabida para Ada ni para tía Vivi. Ni siquiera para Iris. Intimidad que les permitió descubrirse el uno al otro mediante pequeños detalles cotidianos, largas conversaciones o cuando se sumían durante horas en una espiral de lujuria y deseo.

—¿Cuándo volverás de la Toscana?

—El martes.

—Quiero pasar contigo la última noche antes de tu partida.

Massimo se miró los zapatos y sacudió la cabeza con gesto rotundo.

—No, Martina. Eso sería como una despedida y en la cama contigo no quiero miradas melancólicas ni silencios tristes.

—De acuerdo, —aceptó— cuando regreses.

—Volveré con muchas ganas de ti. —Sonrió besándola en los labios—. Vente con nosotros este fin de semana a Villa Tizzi.

—No, mejor no.

Massimo le cogió las mejillas con las manos.

—Mis padres te aprecian, ya lo sabes. —Rogó—. No los hagas pagar por un error que yo cometí.

—Me duele que pienses así de mí, Massimo, porque no hay nada de verdad en lo que dices. Yo también les tengo mucho cariño, pero no quiero volver a tu casa. De momento, no.

—No me gusta escuchar eso.

—Me da vergüenza presentarme allí después de cómo me marché en Nochevieja, sin siquiera despedirme.

—Eso está olvidado. Tendremos muchos defectos pero los Tizzi no somos rencorosos.

Martina prefirió zanjar el tema para que no insistiera. Sonriendo al ver el azul de sus ojos que conseguían hacerla soñar despierta, le acarició la firme musculatura del torso por encima de la camisa.

—¿Cuándo podré verte con el uniforme elegante, como en Oficial y Caballero?

La expresión afable de Massimo se endureció. Le cogió las manos e hizo que las bajara para dar fin a las caricias.

—Esa parte de mi vida prefiero no compartirla contigo. No mientras pienses que soy un payaso disfrazado de héroe.

Martina le cogió las manos para que la escuchara con atención.

—Aquel día dije cosas de las que me arrepiento.

Massimo soltó aire, con una frustración inevitable. Odiaba que aquellos días compartidos acabaran con una conversación que habría preferido no abordar.

—Martina, yo admiro a qué te dedicas y la meta que persigues en la vida. Yo no quiero tu admiración, porque no quiero salvar ninguna patria. Me conformo con acostarme cada noche con la conciencia tranquila y la satisfacción de saber que he hecho algo por los demás. Para ti no significa nada y para mí lo es todo.

—Acabas de decir que no eres rencoroso. ¿Puedes hacer un esfuerzo por olvidar lo que dije?

—No te guardo rencor, Martina. Si lo hubiera dicho otra persona, me resbalaría. —Confesó—. Es difícil que lo olvide porque lo escuché de tu boca y tú me importas. No necesito que me admires pero al menos respeta lo que soy.

—Claro que te respeto. —Confesó besándole las manos—. Y te admiro, ¿cómo puedes dudarlo cuando estás apunto de marcharte y no sé si volverás?

Massimo ladeó la cabeza y sonrió. El temor en sus ojos era la prueba de cuánto significaba para ella.

—Vaya manera de darme ánimos. —Bromeó dándole un beso rápido y castigador.

—Me importas muchísimo —murmuró reclamando de nuevo sus labios; Massimo la besó despacio, saboreándola para recordar el calor de su boca cuando estuviera lejos.

—Está bien, como veo que tienes cierto fetichismo sexual con los uniformes, —dedujo con tono bromista— algún día te llevaré a la base y tendrás tu momentazo de película.

—Te tomo la palabra.

—No quiero irme, pero se me hace tarde. —Anunció mirando el reloj—. Piénsalo, bella, si yo puedo olvidar las palabras duras, tú también puedes hacerlo. Y me refiero a la noche de Fin de Año. No dejes de venir a la hacienda.

—Algún día, de verdad.

Massimo sonrió y le dio un dulce beso.

—Aunque veo que el uniforme alimenta tus fantasías —dijo haciéndole cosquillas para arrancarle una sonrisa de despedida—, si mañana o pasado necesitas a ese tipo corriente que va dentro, sin los galones, en la Toscana te estaré esperando.

***

Cuando lo hicieron salir del hangar, a menos de media hora del despegue, con el aviso de que había una chica empeñada en acceder a las instalaciones militares, de inmediato pensó que era ella. Massimo abrió los brazos para que corriera hacia él.

—Necesitaba venir a despedirte —dijo Martina, abrazándolo con fuerza.

—¿Despedirme, por qué? No me voy a la guerra.

—Pues a mí me asusta.

Massimo aguzó la mirada con expresión hambrienta.

—Si querías darme una despedida en condiciones, podrías haberlo pensado antes y haber venido conmigo a Civitella —dijo acercando los labios a su oreja para darle unos cuantos besos traviesos y lamerle el lóbulo—. Me habrías dado una alegría con un adiós en privado más cariñoso… —Intensificó las caricias con la lengua—. Y más ardiente.

—No empieces —murmuró, con la piel erizada desde el cuello hasta el escote.

—Ssshh…, aguafiestas.

Martina lo obligó a levantar la cabeza para que parara.

—Lo he pensado en el último momento. No me decidí a llamarte ayer porque me daba un poco de vergüenza pero…

—Pero ¿qué?

—Quería darte esto.

Se separó de él para abrir el bolso. Rita era la culpable. Desde el día que le señaló la coincidencia, no podía pensar en otra cosa cada vez que veía la marca en un supermercado o en los kioscos.

Massimo arrugó la frente al verla sacar un paquete amarillo chillón de cacahuetes de colores.

—¿Has venido para darme una bolsa de M & M’s?

—Lee. —Pidió ella señalando el logotipo—. Massimo y Martina. Prométeme que la llevarás contigo hasta que regreses. Parece una tontería pero sé que te dará suerte.

—Massimo y Martina… —Repitió sonriente—. Eres increíble.

La atrajo para besarla con una pasión inusitada. Se oyeron algunos silbidos del personal de pista y el resto de militares. Massimo aún la abrazó más fuerte. Martina le enroscó los brazos alrededor del cuello, cediendo al impulso de impedir que marchara a Somalia.

—No les hagas caso, me tienen envidia. Yo también la tendría —susurró orgulloso, mientras le repasaba con el dedo el contorno de los labios enrojecidos

—¿Pensarás en mí cuando te los comas?

Massimo le cogió la cara entre las manos y le acarició los pómulos con los pulgares.

—Pensaré en nosotros. —Prometió en respuesta al ruego que vio en su mirada—. Me vuelve loco el chocolate, pero aunque me muriera de hambre, no me comería mi talismán de la buena suerte.

Martina le desabrochó el bolsillo del uniforme de vuelo a la altura del pecho y guardó la bolsita amarilla. Después, se dedicó a mirarlo con deleite. Estaba para comérselo despacito, así vestido de aviador.

—Qué bien te sienta el uniforme —dijo con una mirada hambrienta.

—No sigas.

—Deja que disfrute de mi momento Top Gun. —Exigió con una sonrisa traviesa.

—Ah, eso quiere decir que ya has olvidado al marine de Oficial y Caballero.

—Si tú te niegas, tendré que pedírselo a cualquiera de esos soldados… —Sugirió, mirando con malicia a los que se veían en las puertas del hangar.

Massimo efectuó un rápido giro estratégico.

—Buena idea. —Sonrió mirando como un halcón hacia el grupo del hangar; no solo había hombres, sino también chicas soldados y oficiales—. Yo les pediré a ellas que cumplan algunas fantasías que…

—En el curso aquel de España, ¿había mujeres también? —Recordó, con un ligero mosqueo.

Massimo sonrió con maldad.

—Sí.

—Nunca lo mencionaste cuando me llamabas por teléfono.

—Esa teniente de ahí y aquella capitana también…

—¡Eh!… —Protestó ella girándole la cara para que la mirara a ella.

—¡Eh! A esos ni los mires. —Contraatacó antes de estrechar el abrazo para besarla reclamando su posesión delante de todos.

Cuando Massimo se separó de ella, Martina sentía en los labios los latidos del corazón.

—Prométeme que volverás. —Rogó en un susurro.

Él quiso alejar sus miedos con una sonrisa confiada. Ninguna misión estaba exenta de riesgos, pero la que tenía por delante no revestía un peligro serio. A pesar de ello, la mujer que tenía entre los brazos y lo miraba con ojos llenos de anhelo no sospechaba que era parte de su aliciente para regresar sano y salvo.

—Si tú me esperas, volveré. —Afirmó antes de despedirse de ella con un último beso que fue más que una promesa.

***

—A mí no me preguntes. —Refutó Rita—. Ábrela y lo sabrás.

Martina no hacía más que dar vueltas a la cajita de regalo sin atreverse a abrirla; en parte también para demorar el cosquilleo interior que le provocaba tener aquella sorpresa de Massimo en las manos.

—Y dices que no te contó de qué se trata. —Asumió, acariciando con el dedo el lazo dorado.

Hacía una semana que Massimo estaba destacado en la costa índica del cuerno de África. Martina sabía que él ya estaba al tanto de cuánto le gustaban las sorpresas. No tenía la menor idea de qué podía ser. La caja era de joyería, pero no podía tratarse de algo íntimo, puesto que se la había hecho llegar con Rita como mensajera.

—¡Ábrela de una vez y saldremos de dudas!

Antes de hacerlo, la hizo sonar agitándola cerca de la oreja. Por un segundo lo imaginó conduciendo hasta Florencia y escogiendo para ella un detalle especial. Pudo hacerlo cuando estuvo en Civitella el fin de semana anterior a su partida. Pero el ruido la hizo descartar la fantasía romántica, las joyas finas no sonaban como una hucha medio vacía.

Deshizo el lazo y la abrió por fin.

—¿Qué? —preguntó Rita.

Sin decir palabra, Martina le mostró el contenido.

—¿Y? —La instó Rita otra vez, casi en ascuas.

—Pues eso digo yo, ¿qué significan estas dos llaves viejas?

—¡Ay, Martina, no seas taruga! ¿Qué no ves que son las llaves de un coche? ¡La del motor de arranque y la otra para la puerta y el maletero!

Martina la miró perpleja, acostumbrada a las modernas tarjetas electrónicas de puesta en marcha y control de cierre, ya no recordaba cuando fue la última vez que vio una desusada llave de auto.

—¿Vas a asomarte al balcón o tengo que empujarte yo? —Rebufó Rita, con los brazos en jarras.

Martina se levantó del sofá de un salto y fue corriendo a abrir el balcón. Un montón de curiosos rodeaban su sorpresa. Emocionada, se llevó las manos a la cara al ver el viejo Fiat Seiscientos. Ya no era color crema, ¡lo habían pintado de rosa! El mismo con el que Massimo aprendió a conducir, ese que llevaba reparando tanto tiempo durante sus ratos libres. La gente hacía fotos al cochecito, porque lucía un lazo enorme en el techo; parecía un juguete envuelto por las manos de un gigante.

Un segundo después, las dos bajaban las escaleras a saltos y atropelladas, vestidas de trapillo y con zapatillas de ir por casa.

—¡Ay, Rita! El corazón me va tan rápido que se me va a salir del cuerpo. Conque no lo sabías, ¡te voy a matar!

—Sin mentirijilla no había sorpresa. Quería dártelo él en persona antes de partir a la misión, pero no terminaron de pintarlo a tiempo. —Se escudó contenta de verla tan emocionada—. Te ha gustado, ¿a que sí? Ya puedes darle las gracias a Enzo que fue quien lo trajo hasta aquí desde Civitella. Y le ha costado dos horas hacer el lazote este, pero ha quedado divino. Mi chico tiene unas manos… —dijo con un suspiro.

—¿Tú estás segura de que el coche es mío?

—¡Créetelo, tuyo para siempre!

Como un par de locas, comenzaron a arrancar el papel continuo azulón del techo y de los laterales del coche que Enzo había colocado con tanto esfuerzo simulando una lazada. Aún con restos de papel enganchados con cinta adhesiva, Martina abrió la portezuela. Tuvo que doblarse para meter medio cuerpo y contemplar el habitáculo. Dentro olía a abrillantador y a skay añejo. En la parte trasera había un tapetito de ganchillo de colores, imaginó que era una vieja reliquia. Un regalo de la novia al novio de cuando Etore lo compró, a punto de casarse con Beatrice.

—Mensaje del capitán Tizzi. —Anunció Rita.

Martina salió tan deprisa al escucharla que se dio un golpe en la cabeza. Frotándose el cogote dolorido, vio que Rita le mostraba la pantalla del móvil, pero a esa distancia no fue capaz de leerla.

—Dice que allí son las tres y ya han comido. Me pregunta que si te ha hecho ilusión.

Solo fue capaz de asentir con la cabeza. Giró en redondo y fue corriendo hasta el portal. Una vez allí, sacó su móvil y se sentó en la escalera para hablar con él. En Roma eran las once pero por lo que Rita había dicho, allá lejos Massimo debía estar disfrutando del tiempo de descanso tras el almuerzo.

—Hola, bella. ¿Te gusta?

—Mucho. Y no te extrañes si te cuelgo porque estoy a punto de llorar como un bebé gritón.

Martina oyó su risa suave al otro lado de la línea.

—Cuídalo por mí, ¿de acuerdo?

—Pero no puedo aceptarlo.

—Tú necesitas un coche y yo tengo dos, ¿dónde está el problema? Como comprenderás, el grande me lo quedo para mí.

Martina hizo una mueca al oírlo bromear, como si ella pretendiera que le regalara el BMW.

—No, Massimo… Escúchame. —Rogó para acallar sus protestas—. El Seiscientos es una joya de familia.

—Es una cafetera con ruedas.

—Pero es una tradición…

—Es mío y se lo regalo a quien me apetece, se acabó la discusión.

—No estamos discutiendo. —Alegó para que la escuchara—. La primera vez que nos vimos en Villa Tizzi, ¿te acuerdas?

—Como si fuera hoy.

—Aquella tarde me dijiste que ibas a hacer que volviera a funcionar para que algún día Iris aprendiera a conducir con él.

—Para eso faltan unos cuantos años —argumentó Massimo para que aceptara el regalo de una vez—. Y un pequeño detalle que se te ha pasado por alto. ¿Aún no has notado que ha salido del taller bastante femenino?

Martina sonrió, ¡cómo para no darse cuenta con el color rosa que había escogido!

—Dije un color alegre, para una chica, y ya ves el resultado.

—¡Ha quedado monísimo!

Martina lo oyó reír al otro lado de la línea.

—Al final el chapista va a tener razón. Me dijo que te encantaría.

El corazón le latió más rápido al descubrir cuánto significaba aquel tono escandaloso. Massimo había transformado el coche de los hombres Tizzi en un coche de chica, el de sus dos chicas.

—Confío en que lo cuides muy bien durante los próximos diecisiete o dieciocho años y que se lo prestarás a mi hija el día que decida sacarse el carnet de conducir.

Con un nudo en la garganta, Martina le aseguró que ese día sería ella quien se lo regalaría a Iris y que ya haría cuanto estuviera en su mano para que funcionara mejor que si fuera nuevo. Cuando se cortó la conexión por algún fallo en la cobertura, dejó el móvil a su lado en el escalón. Lo echaba tanto de menos que odió tenerlo a miles de millas en un momento tan especial. Acababa de regalarle el coche que siempre quiso que fuera de su hija. Pudo haberle comprado uno nuevo; cualquier modelo pequeño y económico, o uno de segunda mano en buen estado, pero no lo hizo. Massimo prefería que fuera suyo aquel cacharro enano con más años que ella, a pesar del valor sentimental que tenía para los hombres de la familia Tizzi. Massimo sabía bien que no era el dinero ni las cosas lujosas lo que la hacían feliz. Recordó la cajita de joyería donde encontró las llaves, que la hicieron sospechar otra clase de regalo, y se presionó los párpados con las manos para no llorar. El viejo Seiscientos de Massimo, tuneado como el coche de la muñeca Barbie, significaba para ella mucho más que todas las joyas del escaparate más lujoso del Ponte Vecchio de Florencia.