16 - Volver a empezar

—Solo he venido a decirte que ya no tendrás que preocuparte de que te acose o te busque. —Informó Massimo desde el rellano cuando Martina le abrió la puerta—. Ese hijo de perra no volverá. Se supone que está en busca y captura. Lo cierto es que permanecerá en Holanda y no se atreverá a poner un pie en Italia ahora que es un prófugo de la justicia.

Estaba dolida con él, mucho. Aún así, no se negó a hablarle cuando la llamó esa tarde. Recibió su llamada entre clase y clase; Massimo afirmó que lo que tenía que decirle sería breve y que, si la molestaba robándole dos minutos de su tiempo, era porque prefería no hablar de ello por teléfono. A pesar de la frialdad en que transcurrió la escueta conversación telefónica horas atrás, a Martina le molestó en ese momento que se negara a entrar cuando lo había invitado a hacerlo como gesto de cortesía. Viéndolo frente a frente, con las manos en los bolsillos en clara actitud de no querer establecer ningún tipo de contacto físico, tuvo una sensación amarga.

—Ese Rocco Torelli es listo, o tiene muchos contactos, que es lo habitual entre los que se mueven al margen de la ley. —Continuó relatándole—. El chivatazo le llegó antes que a las autoridades y por eso no pudieron apresarlo con las manos en la masa. Pero están investigando a toda la red de importación ilegal de diamantes, por lo que sé ya han caído varios de sus socios.

—¿Y tú cómo te has enterado de todo eso? —preguntó.

Él eludió su mirada antes de responder.

—Lo único que importa es que ya no te molestará más.

Martina adivinó que su interés por que la policía encerrara a Rocco no era mero deber ciudadano.

—¿Por qué lo has hecho?

—Yo no he hecho absolutamente nada. No me cuelgues medallas. —Aclaró con una mirada que destilaba resentimiento.

Martina lamentó haber soltado tantos improperios con la boca caliente el día de la graduación de Rita. Nunca debió atacarle con mofas sarcásticas que cuestionaban su valor; doblemente hirientes dada su condición de oficial del ejército. Trató de disculpar la dureza de sus palabras con una pregunta que lo empujara a reflexionar sobre su comportamiento hacia ella.

—Aquella noche en Arezzo…

—Prefiero olvidarla.

Tenía razón, no ganaban nada machacándose una y otra vez con algo que ya pasó. Pero Martina necesitaba una respuesta.

—¿Por qué me fallaste, Massimo? Yo te necesitaba.

—No le busques razones a los celos, porque son irracionales.

—¿Estabas celoso? —Cuestionó; le resultaba inconcebible y absurdo que lo estuviera de un hombre al que detestaba.

—Sí. ¿Tan ciega estás? Si no te encerraras tanto en ti y te pusieras en mi lugar, lo sabrías sin necesidad de que yo te lo dijera.

Martina no fue capaz de rebatirle. Se vio a sí misma con veinte años; sus ataques de celos cuando Rocco abandonaba su cama para meterse en la de su mujer, que le zarandeaban los sentimientos como rachas alocadas de viento Siroco. Cómo iba a pedirle cordura a Massimo cuando ella sabía lo que era sentirse atacada por esa misma sinrazón.

Esa vez, no se anduvo con rodeos a la hora de las disculpas.

—La última vez que hablamos no quise insultarte.

—Sí querías. —Rebatió tajante—. Y, en respuesta a tu pregunta, no estaría aquí para decirte todo esto si supiera que te soy indiferente. Si yo no te importara nada, no habrías reaccionado con tanta rabia contra mí. A esa esperanza me aferro, porque tú me importas mucho más de lo que imaginas.

Dio media vuelta y bajó al trote las escaleras.

***

Esa tarde, Martina horneó pizzas y pizzas como una sonámbula. Tenía la cabeza en otra parte. Massimo le había traído una buena y tranquilizadora noticia. Qué paradoja que su visita la dejara tan inquieta. La desazón que le produjo tenerlo tan cerca y a la vez tan distante, sumada a la ausencia de llamadas durante las últimas semanas y el nulo contacto físico entre ellos, la hacía sentirse mucho peor de lo que supuso cuando decidió olvidarse de él para siempre. Era tarea imposible pretender que Massimo desapareciera por las buenas de su pensamiento cuando su corazón ya estaba implicado. Lo que sentía por él no era un enamoramiento pasajero.

A eso de las diez acabó su turno en la cocina del restaurante. No solía hacerlo a esas horas, pero un impulso la hizo abrir el buzón antes de subir al apartamento. La carta oficial que encontró acabó de alterarle los nervios. Era un sobre a su nombre, remitido al palacete por el Ministerio de Hacienda, en el cual habían anotado de puño y letra la nueva dirección.

Martina dedujo que al llegar la carta a su casa, tía Vivi debió devolverla al cartero con instrucciones del nuevo domicilio de Martina. Subió las escaleras sin más intención que ver cuanto antes de qué se trataba. Ella jamás se había preocupado por los asuntos legales referentes a la casa, ya que esa era una responsabilidad que debía asumir su tía, inherente al usufructo de la propiedad. Pero el último desencuentro entre ellas, cuando Martina necesitó ayuda para pagar la reparación del coche y la consiguiente negativa de tía Vivi a hacerse cargo de ese gasto imprevisto, la tenía sobre aviso.

Abrió la puerta del apartamento y dejó el bolso y las llaves sobre la mesa. Sin más dilación, abrió el sobre. A Martina le temblaron las manos al leer que se trataba de un requerimiento por impago del impuesto de bienes inmuebles. Ese era un gasto corriente de la casa al que su tía debía hacer frente, pero en caso de embargo ella sería la única perjudicada en calidad de propietaria. Se preguntó por qué le hacía aquello; no obtuvo respuesta y la llamó para salir de dudas. Podía tratarse de un descuido involuntario, quizá su tía debió olvidarse, o de una confusión bancaria tal vez.

—Tienes un empleo remunerado, querida sobrina.

Martina le recordó que era obligación suya pagar los impuestos, así lo disponían las leyes.

—¿Has pensado que pueden embargarme la casa?

—Ahora mismo mis ingresos son bastante inciertos, he cerrado un buen contrato pero aún no he recibido mi comisión. —Se excusó con una candidez sospechosa—. Por cierto, la semana pasada me llamó Rocco. Tiene problemas, ¿sabes? Me dio recuerdos para ti.

Martina escuchó varias excusas más eludiendo asumir su responsabilidad con una idea dándole vueltas: había mencionado a Rocco sin venir a cuento. Un pálpito le dijo que la jugada del impago tenía mucho de revancha. La alusión a los problemas de este no tenía otro objeto que hacerla cavilar. Y lo había conseguido.

Dejó la carta sobre la mesa y fue hasta el balcón del apartamento. Apartó la cortina y contempló la calle tras los cristales. Era de noche, desde allí se oía el bullicio alegre de los clientes de La Casetta que acudían a cenar. Un músico de los que solía tocar a cambio de unas monedas de propina, se acercó con el acordeón al hombro hasta las mesas de la terraza. El hombre llevaba el mismo camino que Martina había visto recorrer a Massimo en sentido inverso. Horas antes, no pudo evitar acercarse al balcón y contemplar su marcha. Con el recuerdo de Massimo alejándose de allí, Martina recapacitó sobre su situación. Lamentó haber empleado el dinero que obtuvo con la venta del Fiat para pagar el alquiler de varios meses por adelantado. Entonces le pareció una idea buenísima tener un techo asegurado, pero de haber sabido que iba a necesitarlo para pagar los impuestos… Lamentarse no tenía sentido. La realidad era que no disponía de más ahorros que el salario del mes de un contrato por horas. Podía pedir dinero al abuelo o un adelanto a su jefe. Ni una ni otra idea la convencía, pero no sabía qué hacer. O pedírselo a Massimo, pensó rememorando sus palabras y su mirada decepcionada el día de que Rita obtuvo su diploma.

Antes de precipitarse y tapar una deuda contrayendo otra, decidió llamar a Enzo. Era abogado, él la aconsejaría mejor que nadie. Fue hacia la mesa y metió la mano en el bolso. Andaba buscando el móvil de Enzo entre sus contactos cuando la sorprendió la llamada entrante de un número desconocido. No solía atenderlas, ya que casi siempre trataban de venderle algún producto telefónico, pero esa vez barrió el icono de la pantalla con el pulgar y se lo llevó a la oreja.

—¿Si?

—Discúlpeme, no sé con quién hablo, Martina…

—Falcone.

—¿Conoce a un hombre llamado Massimo Tizzi? Capitán de aviación, según hemos visto en su documentación.

—Sí, ¿ocurre algo? —Inquirió.

Lo primero que le vino a la cabeza fue que Massimo había perdido la cartera, pero no tuvo tiempo de discurrir más suposiciones.

—No se alarme, su amigo ha tenido un accidente de tráfico. Soy Romano Chieti, médico del servicio de emergencias. Esta era la última llamada efectuada desde su teléfono y…

—Voy enseguida. —Interrumpió con el corazón en un puño—. Dígame dónde está.

***

La colisión, según le informaron los sanitarios, había ocurrido al incorporarse a via Regina Helena. Martina corrió por viale dell’Università como si le faltaran pies. Las cosas que de verdad importan minimizan las rencillas sin sentido que nos estropean la vida. Martina no fue una excepción: la idea de que Massimo pudiera estar gravemente herido apartó los rencores y las palabras dañinas de una barrida.

Desde lejos vio la ambulancia. Y también a Massimo que se dejaba hacer apoyado en el capó trasero del BMW, ya que la parte delantera tenía el lateral izquierdo completamente destrozado.

—¿Qué… qué haces aquí?

Ella corrió a su lado. De manera impulsiva y sin pensar en que podía importunar al médico que le examinaba los ojos con una linterna, le palpó los brazos y le cogió las manos, como si quisiera asegurarse de que estaba entero y no en trocitos.

—Me han avisado ellos. —Le informó sin soltarle las manos.

—Estoy bien.

Cambió la pierna de postura y el aullido que soltó dijo lo contrario.

—Ahora le miraremos ese pie. No mueva la cabeza, por favor.

Massimo sintió que se le encogía el estómago al ver su cara de susto. Alzó el brazo derecho, invitándola, y Martina se abrazó a su costado.

—Dime que vas a ponerte bien, por favor —murmuró ella.

Massimo le guiñó un ojo, que se iba amoratando por momentos.

—Esto no es nada. —La tranquilizó—. La culpa fue del otro, un coche grande oscuro pero no me ha dado tiempo a distinguir el modelo. Y encima se ha dado a la fuga, ¡mierda!

Mientras ella lo apaciguaba diciéndole que quizá hubo suerte y alguien tomó la matrícula del coche que lo embistió, él barbotó por lo bajo unos cuantos calificativos sucios contra el tipo que le había dejado la parte de delante del coche como una lata pisoteada; reparación que tendría que pagar de su bolsillo si no aparecía el culpable.

Un coche de policía había llegado con la ambulancia. Los agentes tomaban datos a los curiosos que había por allí.

—Será mejor que le hagan pruebas en el hospital por el golpe en la cabeza. —Decidió el médico—. ¿Puede andar?

—Eso creía, pero… —reconoció con un quejido al intentar apoyar el pie—. Si no les importa, llévenme directamente al Policlínico Militar. —Rogó, para evitar traslados innecesarios de un hospital a otro.

—No hay problema.

El médico hizo un gesto para que el otro miembro del equipo sanitario, que redactaba un parte dentro de la ambulancia, acercara una silla de ruedas.

—Lo del pie no tiene nada que ver con el accidente. Ha sido la idiotez más grande del mundo, me lo he torcido al salir del coche —explicó Massimo.

—¿No ha saltado el airbag?

—No ha sido para tanto, la cabeza me la he golpeado con la puerta por la sacudida.

—No llevabas el cinturón de seguridad. —Adivinó.

—Es obvio que no. No me mires así, ya se que está mal, pero se me ha olvidado.

—Se me ha olvidado… —Repitió acribillándolo con una mirada censuradora—. No me quedaré tranquila hasta que te examinen de arriba abajo en el hospital. Yo voy también.

—No hace falta.

—No me des órdenes, capitan Tizzi. Voy a ir contigo quieras o no.

—Eres tú quien las está dando, pelirroja insoportable.

Por primera vez en mucho tiempo, Martina volvió a verlo sonreír. En cuanto Massimo estuvo tumbado en la camilla de la ambulancia, dio media vuelta y levantó la mano para llamar a un taxi. Un par de minutos después, seguía a la ambulancia camino del complejo hospitalario cercano a la basílica de San Juan de Letrán.

La hora y media en la sala de espera se le hizo eterna, viendo pasar soldados de uniforme con miembros escayolados. A su derecha, un anciano sufría episodios de tos que daban compasión y enfrente, una chica poco mayor que ella se esforzaba por mantener quietos y sentados a dos niños revoltosos. Después de mucha camilla de aquí para allá, personal de verde y bata blanca, eran las doce de la noche cuando Massimo salió por su propio pie, aunque ayudado por unas muletas.

Martina se levantó rápido, preocupada por conocer su estado. Mientras tanto, un doctor salió detrás de Massimo y le entregó el parte médico.

—Ya sabe, capitán, el esguince en el tobillo es leve. Pero no retiraremos el vendaje oclusivo hasta dentro de quince días, al menos. —Martina se sorprendió cuando el médico se dirigió a ella—. Durante las próximas veinticuatro horas hay que vigilar. Sobre todo, si le entra somnolencia o vomita; llamen una ambulancia y que lo traigan aquí.

Massimo le estrechó la mano para darle las gracias e hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la puerta para indicarle a Martina que se iban.

—Cogeremos un taxi, te dejamos a ti primero y luego que me lleve a mi apartamento. Del coche ya me ocuparé mañana.

—De ninguna manera. —Rebatió ella cogiéndolo por el antebrazo.

—Martina, ya se que te encanta decir siempre la última palabra pero…

—Pero nada, ¿no has oído al médico? Tienes que estar 24 horas en observación. ¿Quién va a vigilarte en el apartamento?

—Yo me vigilaré.

—No voy a dejarte solo.

—Hace unas horas no querías saber nada de mí y ahora…

—Casi me muero, Massimo. Tenía pánico de pensar que podías estar gravemente herido. —Confesó con una mirada de dolor.

Massimo le acarició la mejilla. Admiraba su franca sencillez a la hora de confesar lo que sentía.

—¿Por qué no vienes conmigo? —Insistió Martina—. Si te quedas en mi apartamento, podré cuidar de ti, ir a trabajar y asistir a clase porque tengo el restaurante y la universidad muy cerquita.

—No quiero ser una molestia.

—Herido o no, tú siempre eres mi peor molestia —dijo con una sonrisa.

Massimo permaneció igual de serio.

—No debieron llamarte, el médico del SAMUR podía haber buscado algún Tizzi en la agenda de mi teléfono.

Martina ladeó la cabeza, la ocurrencia era disparatada.

—Qué tontería, ¿conoces a alguien que guarde los teléfonos de su familia con el apellido?

—Soy una molestia, digo tonterías…

Martina soltó aire, armándose de paciencia, se recolocó el pelo detrás de las orejas y miró el reloj de la recepción del hospital que señalaba la una de la madrugada.

—Vamos a por ese taxi, tonto molesto. —Ordenó, sin ganas de perder más tiempo.

Esa vez, Massimo sí sonrió.