Cuando abrió los ojos y miró hacia el lado derecho de la cama, tuvo la sensación de que acababa de despertar al lado de un ángel.
Massimo salió de entre las sábanas con cuidado de no despertarla. Años de entrenamiento militar le habían preparado para moverse con sigilo. Sin hacer el más mínimo ruido, fue recogiendo su ropa y se vistió con premura antes de que ella notara su ausencia. Se sentó en una butaca, frente a la cama, y se calzó sin dejar de mirarla. Era preciosa. Sobre el almohadón blanco, su pelo era luz. Tenía ese brillo de hoguera que cobra el horizonte con la caída del sol. Unas horas antes, la chica sin nombre lo había llevado al éxtasis; entregada, solícita y a ratos, dominadora. Mimosa y exigente a la vez. Pero en ese momento, agotada tras una noche sin límites, dormía con la melena desordenada y la paz de una criatura celestial.
Esos rizos pelirrojos tuvieron la culpa. Massimo cayó bajo el hechizo a las once de la noche, cuando ella giró la cabeza en la recepción del hotel, haciendo bailar su pelo para mostrarle su sonrisa de niña buena que, por una vez, no piensa portarse bien. Él contestó con un guiño afirmativo a la propuesta que ella le lanzó con una mirada juguetona.
Massimo entendió el mensaje cuando la chica dijo, alto y claro para que él lo oyera, el número de su habitación, con el ruego al recepcionista de que la despertaran por la mañana. A las nueve en punto, eso también lo oyó. La observó marchar camino del ascensor y miró el reloj: cinco minutos de tregua, le otorgó. Para arrepentirse o para esperarlo con impaciencia, la decisión la dejaba en manos de ella.
Subió hasta la quinta planta y buscó el número quinientos dos. La chica traviesa le había dejado la puerta entreabierta; sonrió satisfecho y entró. La luz estaba apagada, solo la noche romana se colaba en el dormitorio por las cortinas entreabiertas. Massimo aún no había acostumbrado los ojos al gris y negro, cuando ella le cogió la mano desde atrás. Ansioso por verle la cara, tiró de ella y con un giro fácil la pegó a su cuerpo. Ella lo miró a los ojos y Massimo leyó en los suyos que ambos querían lo mismo. Eran dos jugadores entregados al azar de una sola noche, un encuentro secreto que no se repetiría jamás.
La chica misteriosa enlazó las manos en su nuca.
—Nada de nombres. —Exigió pegada a su boca.
Y Massimo aceptó la invitación. Casi a ciegas, enredó la mano en sus rizos y le besó los labios muchas veces, a conciencia, recreándose en la calidez de sus besos. La llevó hacia la cama y se dejó caer de espaldas, arrastrándola con él. Rodaron mientras se desnudaban el uno al otro y lanzaban la ropa de cualquier manera. Las manos de ella lo recorrían con descaro. Las de Massimo tentaban sus pechos, apretaban la suave redondez de sus nalgas. Deslizó la mano entre sus piernas y la acarició disfrutando del roce sedoso, que no podía ver, e imaginaba del color del cobre, como su melena.
La oyó gemir cerca del oído y obedeció a su ruego silencioso. Se tumbó de espaldas y dejó que la diosa de manos generosas y labios ávidos de besos lo montara con brío hasta que estalló de placer y se dejó caer sobre él. Massimo le acarició la espalda, giró con ella en brazos y la penetró cada vez más rápido en busca de su propio orgasmo hasta desplomarse rendido, tembloroso y resollando con los ojos cerrados.
Compartieron sexo del bueno dos veces más. Sin preguntas, sin palabras ni reproches, con la promesa tácita de no exigir nombres ni explicaciones que agriaran la dulce aventura cuando todo acabara con la salida del sol. Con el primer bostezo, ella se le arrimó como un cachorrito en busca de calor y él la abrazó. No era la primera vez que Massimo Tizzi disfrutaba del sexo esporádico con una mujer. En realidad, no buscaba una relación que durara más que unas horas desde hacía dos años. Desde que Ada Marini le cambió la vida para bien y para mal.
Pero esa noche, en lugar de vestirse a toda prisa, marcharse y olvidar, como solía hacer, se concedió a sí mismo el capricho de dormir un par de horas con la pelirroja entre los brazos. Fue una sensación tan tierna y tan única que le dejó con ganas de repetir.
Pero las horas de magia se esfumaron. Ya había amanecido hacía rato. Eran las ocho pasadas y ella seguía durmiendo. Massimo se abrochó el cinturón sin quitarle la vista de encima. Se veía deliciosa con los párpados cerrados y una sonrisa inocente de media luna en los labios. Massimo Tizzi supo que le costaría olvidar aquella noche. Y mucho más le costaría olvidar a esa mujer y el sonido de su voz. Los nombres desaparecen de la cabeza, pero los sentidos tienen una memoria muy larga. Con él se llevaba de recuerdo sus caricias, el tacto de su piel grabado en la palma de las manos, el sabor de sus besos y su forma de gemir.
Massimo sacó el contenido de los bolsillos para comprobar que no se dejaba nada olvidado. Depositó sobre la esquina de la cama el teléfono móvil, la cartera y el llavero. Sonrió al ver el color violeta nacarado en las uñas de los pies. No recordaba que llevara pintadas las de las manos. Paseó la mirada por la curva de su cadera hasta la almohada y comprobó que estaba en lo cierto: uñas cortas y pulidas. Parecía muy joven, demasiado, para un hombre con una existencia tan complicada como la que él arrastraba. Le habría gustado que aquella chica se hubiera cruzado en su vida dos años atrás. Ojalá se hubieran conocido despacio, con ese ritmo pausado que marca el camino hacia el amor.
Lamentó no ser el hombre adecuado para ella. Él solo le complicaría la existencia con su particular infierno de problemas con Ada. No era justo cargarla también con la misma condena. Aquella chica merecía un tipo que la conquistara con un primer beso de despedida en el portal. Una pena que las cosas no fueran más sencillas y que aquella bella desconocida no tuviera cabida en su vida. Le habría gustado verla reír, o su cara de enfado; descubrir todas esas ilusiones que le harían brillar los ojos. Saber el alcance de su genio y su malicia cuando tuviera ganas de bromear.
En las ocasiones en las que compartía placer y nada más, Massimo se marchaba sin despedidas. Pero esa vez no pudo evitar inclinarse sobre ella. Le dio un beso en la cabeza sin apenas rozarla y le estiró un rizo que al soltarlo volvió a encogerse como un muelle.
—Duerme, preciosa —susurró.
Y lo era. A Massimo le recordaba a «la bella Simonetta» que Boticelli consagró como diosa del amor. Cuánto le habría gustado saber su nombre. Quizás un día no muy lejano escuchara su voz a la espalda, girara la cabeza y la encontrara de nuevo. Pura fantasía. Era absurdo pensar que en una urbe como Roma pudieran volver a coincidir. Se alojaba en un hotel, por tanto, no era de allí. Tal vez una turista que no buscaba otra cosa que una noche de diversión. Como él, ni más ni menos.
Massimo recogió sus cosas y, antes de guardar la cartera, buscó la tarjeta-llave de su cuarto. Entre los papelorios que extrajo, apareció un solitario condón. El último de cuatro, que no llegaron a usar. Lástima, se dijo.
El teléfono comenzó a sonarle en la mano y la chica se removió en la cama. Él colgó deprisa; la llamada era de Enzo Carpentiere. Debía de estar esperándolo ya. Massimo recogió sus cosas de encima de la cama y, con todo en las manos, abandonó la habitación antes de que el móvil volviera a sonar.
Con las prisas, no llegó a ver los dos billetes plegados que se le habían resbalado de la cartera.
***
Martina abrió los párpados, como si la soledad de la cama la hubiera despertado. Aguzó el oído, pero no se escuchaba ruido alguno en el cuarto de baño. Dio un vistazo rápido a la habitación; no había ni rastro de él.
Estiró los brazos y se desperezó, estirándose como una gata recordando la noche pasada. Seducir a un desconocido era la locura más excitante que había cometido en su vida. Y estaba contenta de haberlo hecho. No albergaba remordimiento alguno. Después de tanto tiempo de tristeza y soledad, era hora de pensar en sí misma. Y pasar la noche con un hombre sexy a rabiar era el mejor regalo que podía hacerse. Con la vista fija en el techo, sonrió al recordar el placer que habían compartido. Horas y horas entregados a la pasión. La había hecho gozar de mil maneras y ella no se quedó atrás. Se había dejado llevar, dando rienda suelta al apetito que la consumía, deseosa por satisfacerlo y ávida por complacer su propio deseo.
Recordó su rostro, aquella sonrisa que la hizo desearlo desde el momento en que cruzaron la mirada en el vestíbulo del hotel. Martina se preguntó a qué dedicaría su vida. Un visitante de paso en la ciudad, al que probablemente no volvería a ver. Una noche nada más con un hombre desconocido, esa diablura morbosa y excitante sería su secreto. Nadie tenía por qué saberlo, solo él. Se mostró tan apasionado, generoso y pendiente de procurarle placer que la hizo, por primera vez, sentirse única. Hacía mucho que no se sabía deseada. Dos brevísimas relaciones en los últimos seis años, anodinas y decepcionantes, por culpa de un hombre que le destrozó el alma y el cuerpo.
Martina cerró los ojos y atesoró como recuerdo las caricias del desconocido de la sonrisa bonita, todos sus besos y el calor reconfortante de su abrazo aquella noche irrepetible. El juego había acabado y era hora de regresar a casa. Una casa a la que no tenía ganas de volver. Era suya pero no era su hogar. Se consoló pensando que la tía Vivi no estaría allí. Tres días atrás le había dejado sobre la mesa una nota y un sobre con el dinero. Iban a fumigar el palacete, dichosas hormigas que se colaban por el jardín y habían invadido la cocina y parte de la planta baja. Durante unos días tendría que buscar un lugar donde dormir. Decía también en la nota que ella salía de viaje y, como despedida, le aconsejó que buscara un buen hotel y se diera un capricho. En resumen: «querida sobrina, me marcho y apáñatelas como puedas». Ese era todo el afecto que podía esperar de tía Vivi. Martina no sintió remordimientos; el bolsillo de su tía costeó la sesión de masaje, el spa, la peluquería y el tratamiento de belleza completo. Y también esa habitación en la que disfrutó de una merecida noche de erotismo, gracias al destino que le sirvió en bandeja el hombre más atractivo que una mujer podía desear.
Miró su reloj de pulsera que descansaba sobre la mesilla, aún no eran las nueve. La llamada de recepción no debía tardar. Era hora de retornar a esa vida que no le gustaba. Martina se repitió que su tía pagaba sus estudios. Un año, solo doce meses más y abandonaría esa existencia incómoda que la hacía tan infeliz. En cuanto obtuviese su licenciatura y aprobara el examen de capacitación, se marcharía de allí. Estaba empeñada en obtener unas calificaciones brillantes que le posibilitaran encontrar un empleo como Asistente social. A partir de entonces, sería dueña de su vida y de escoger su futuro lejos de la dependencia económica disfrazada de protección de la tía Vivi.
Solo tenía que aguantar hasta acabar la carrera. Y para obtener buenas notas, lo más sensato, aunque sonara egoísta, era aprovechar que su tía le costeaba los gastos para poder dedicarse en cuerpo y alma a las asignaturas sin necesidad de buscar un empleo que le restara tiempo de estudio.
Unos meses más y sería libre. Libre como se había sentido en brazos del desconocido que sonreía al abrazarla. La miraba con tanta ternura en sus ojos azules que le hizo creer que la necesitaba. ¡A ella!, que parecía sobrar en el Universo. Ni para sus propios padres fue imprescindible mientas vivieron. Mucho menos para tía Vivi, que la consideraba un estorbo soportable con ciertos beneficios. Ni siquiera para el abuelo Giuseppe, que tanto la quería, pero era feliz en Sicilia, viviendo lejos de su única nieta huérfana.
Aquella locura secreta le había devuelto la ilusión, el desconocido irresistible fue por unas horas ese príncipe que la hizo querer cerrar los brazos para amarrar los sueños con fuerza. Qué lástima que siempre acabaran escapando, como la bruma, y que solo parecieran reales mientas duran las horas de magia.
Martina se incorporó de la cama y los ojos se le llenaron de tristeza y de rabia. Hay días que la acariciadora luz de la mañana se torna cruel, como un fogonazo de linterna en plena cara. Y a ella, la realidad acababa de espabilarla con un bofetón al ver dinero junto a sus pies, en una esquina de la cama. Doscientos euros. El desconocido de ensueño, cuyos ojos azules Martina intuyó tan faltos de afecto, la había confundido con una puta.
***
—Ya le he dicho que es muy importante. —Insistió, Martina.
Lo había intentado con toda clase de argumentos pero la recepcionista del hotel, de turno ese día, seguía sin dejarse convencer.
—Y yo le repito —reiteró la mujer con una amabilidad de acero— que puede dejar en un sobre eso tan importante que desea entregar al caballero que ocupaba la setecientos siete y nosotros, con mucho gusto, se lo haremos llegar. Bajo ningún concepto nos está permitido revelar la identidad de un huésped. Esos son datos a los que solo tiene acceso la policía.
Martina ya había pagado su cuenta. Con cara de enfado, murmuró una despedida fría, agarró su maletín de viaje y fue directa a la salida. El portero la despidió con un movimiento de cabeza, mientras ella miraba dudosa qué dirección tomar. No sabía si coger un taxi e ir a casa. O bien, ya que estaba tan cerca, aprovechar para pasar por la residencia de estudiantes y dejar algunas de las cosas que llevaba en el bolso en su habitación. El día anterior le habían confirmado cuál era el dormitorio compartido que ocuparía durante el próximo curso.
El portero puede que fuera un romántico, porque se apiadó de ella.
—No hay riña de enamorados que dure toda la vida. —Dejó caer, mirándola con lástima.
Martina se felicitó en silencio. El hombre había escuchado parte de la sarta de mentiras que usó para convencer a la recepcionista, sin resultado; y le indicó con un gesto discreto el único vehículo que ocupaba el aparcamiento reservado. Uno de los taxis concertados para prestar servicio a los clientes del hotel.
Tuvo suerte y el taxista escuchó su ruego con interés. Aquel era el mismo taxi en el que, media hora antes, había montado el hombre con el que había pasado la noche. Como le pagaban por cada carrera, se dejó convencer por la historia de una pelea de novios que Martina inventó sobre la marcha. El hombre no tardó en claudicar al ver sus ojos dolidos y su carita de enamorada arrepentida, porque le abrió el capó para que dejara el maletín. Un minuto después, Martina viajaba en el asiento trasero hacia el corazón de Roma.
No sabía qué iba a decirle a aquel gilipollas que la había tomado por una prostituta, como si una mujer no tuviera derecho a una aventura de una noche. Debía de ser un machista redomado de los que creían que esa decisión era patrimonio exclusivo de los hombres. ¿O acaso no era eso lo que él buscaba cuando fue a su habitación? Debía de ser un tipejo de los que piensan que solo ellos pueden elegir cuándo, cómo y con quién. ¡Estúpido! La primera vez, tras un año sin permitir que un hombre la tocara; la primera vez que se permitía recordar lo que es el placer, y se había sentido más insultada que en toda su vida.
Qué sabía él de ella, ¡nada absolutamente! Nunca sería capaz de entender que escogió un hombre anónimo porque no quería ninguno en su horizonte, ni mucho menos una relación, ni citas, ni obligaciones cuando necesitaba dedicarse por completo a sus estudios. Solo quería una noche que le recordara que estaba viva, y de todo el género masculino, fue a elegir el peor.
El taxi se detuvo en un semáforo y, cuando la luz estuvo en verde, se arrimó junto a la acera de via Concilliazione, entre los autobuses de turistas que iban al Vaticano.
—Es ese de ahí, ¿no? —indicó, señalándole a uno de los dos hombres que desayunaban en una terraza en la acera de enfrente.
—Sí, es él.
—No sea demasiado dura con su novio. —Recomendó, sonriendo al ver la expresión furiosa de Martina.
Ella no apartó la mirada de los ocupantes de la mesa, en concreto del que se sentaba a la derecha. A tientas, sacó los dos billetes del bolso y, cuando los tuvo en la mano, cerró el puño como una garra.
—Espéreme, por favor. —Rogó—. No tardaré ni un minuto.
Bajó del taxi, miró a derecha e izquierda y cruzó con paso ágil. A golpe de tacón, se plantó frente al de los ojos azules que, enfrascado en la conversación, no se percató de su llegada hasta que la tuvo prácticamente encima.
Se quedó mirándola con cara de sorpresa. Martina no le dio tiempo a abrir la boca. Lo acribilló con ojos resentidos y metió los dos billetes de cien euros en su capuccino con tanto ímpetu que derramó la mitad. Mientras los dos hombres contemplaban perplejos el dinero empapado que sobresalía de la taza, ella dio media vuelta y se marchó echando chispas.
Martina oyó que la llamaba pero no se detuvo. Notó que corría tras ella, hasta que el tráfico le obligó a parar. Ella ya había montado en el taxi cuando, por el rabillo del ojo, le vio cruzar la calzada a la carrera.
—Arranque, rápido. —Pidió.
Él taxista salió hacia el Lungotevere con un acelerón y Martina ni siquiera volvió la cabeza para darle una última mirada. No era más que un desconocido al que no merecía la pena conocer.