Era el colmo de la mala suerte. Martina ojeó de refilón el reloj y apretó el acelerador. Vaya fastidio pinchar una rueda precisamente ese día, con la prisa que tenía por llegar. Había sido cosa de Massimo, poco sabía de aquel adelanto imprevisto de la boda de Sandro, un amigo de cuando iba al colegio en Civitella, militar como él, a la que ambos estaban invitados, y según rezaba en la invitación se celebraba a mediados de junio, no a principios de mayo.
Aprovechando un permiso, hacía una semana que Massimo había marchado a la hacienda con la niña. Ella debía reunirse con ellos dos el viernes cuando acabara de trabajar. Pero él le había comunicado por teléfono el cambio de planes justo la tarde anterior. Lo único que Martina sabía era que el motivo de anticipar la celebración se debía a que Sandro debía partir en misión a Sudán como integrante del contingente italiano de Cascos Azules de la ONU, esa fue la explicación que Massimo le dio.
—Entonces, ¿la boda es mañana viernes? —le preguntó aún sorprendida por la premura de todo aquello—. ¿Y qué me pongo?
—Cualquier cosa.
—¡No puedo ponerme cualquier cosa! Es una boda, aún no me he comprado un vestido…
Marina aún recordaba que lo oyó reír al otro lado de la línea.
—Ponte ese que tienes largo con flores en el bajo. —Sugirió Mássimo—. Me gustas mucho cuando te lo pones.
—No sé…
—Estarás preciosa, siempre lo estás.
Después de aquello, Massimo cambió de tema y, antes de despedirse, le contó que Iris se había caído jugando pero que el problema se había solucionado con agua oxigenada, un besito curativo en el arañazo de la rodilla y una tirita.
Martina suspiró con la vista fija en la carretera. Hacía una semana que Massimo y la pequeña se habían marchado. Su primera separación desde que vivían juntos y nunca imaginó que los echaría tanto de menos. Se moría de ganas de verlos, de coger a la niña en brazos y comerse a besos a los dos.
Un tractor se incorporó a la carretera y Martina se desesperó. Tocó el claxon, pero el conductor se limitó a sacar la mano por la ventanilla haciendo un gesto para que adelantara. Ella lo intentó pero desistió en cuanto vio el tráfico de cara por el carril contrario en aquella carretera tan estrecha. Y maldijo su suerte, debía darse prisa porque por culpa del pinchazo y la lentitud del tractor iba a llegar tarde a la boda. Incluso había adelantado medio día el viaje. Tuvo que pedir permiso a sus jefes, pero la ilusión que notó en Massimo por que lo acompañara merecía cualquier esfuerzo. A ella también le apetecía estar a su lado en un momento especial para él y brindar por la felicidad de su amigo Sandro. Martina lo había conocido, a él y a su novia Bettina, un par de meses atrás, y le pareció que hacían una pareja encantadora, de las que duraban para siempre.
En vista de que el tractor no se desviaba por ningún camino rural, decidió parar en un bar de carretera que se veía a unos doscientos metros a la derecha. Aprovecharía para tomar un café macchiato y para cambiarse de ropa; dada la hora que era, no iba a darle tiempo a parar en la finca para arreglarse.
En cuanto aparcó el coche frente a la fachada del bar, envió un mensaje a Massimo explicándole el motivo de su retraso. La respuesta de Massimo no se hizo esperar: «Perfecto, acude directo a Civitella. En la puerta de la iglesia nos vemos. No olvides que te quiero». Como despedida, un dibujito de un beso.
Martina guardó el móvil, sacó del asiento trasero la bolsa con el vestido y las sandalias de tacón, y entró en el bar que en ese momento estaba completamente vacío. Un hombre secaba vasos detrás del mostrador. Ella pidió un macchiato, pero lo pensó mejor y, rectificó para pedir un zumo de naranja. Entre el calor y los nervios por el retraso, necesitaba algo fresco que le quitara la sed. Pidió también la llave del baño y hacia allí se encaminó dispuesta a hacer lo posible por lograr un aspecto aparente.
Cuando salió de los diminutos aseos, completamente transformada, con el traje largo hasta los tobillos y encaramada en aquellas sandalias de tiras finas, el hombre dejó el paño sobre el mostrador y, con una mirada de aprobación, tomó la llave que Martina le tendió a la vez que le daba las gracias.
—Ahora me entero de que en los aseos de señoras se esconde una fábrica de princesas.
Martina agradeció el cumplido con una tímida sonrisa al ver que no le quitaba los ojos de encima. Fue a la mesa donde la aguardaba el zumo; tras dar un trago largo que fue una bendición para su garganta reseca, sacó el neceser del bolso y, tras mirar a un lado y a otro, se dispuso a maquillarse ante la presencia del curioso camarero.
Mientras hacía casi malabares para verse en el espejito minúsculo del estuche de colorete, vio por el rabillo del ojo que el hombre entraba en la cocina. Sin prestar atención a lo que decían, lo oyó hablar con una mujer. Un instante después, la que Martina intuyó que era la esposa del hombre, se acercaba hacia ella con un espejo de dos caras.
—Tenga, con este se verá más cómoda —comentó, depositándolo sobre la mesa—. Yo uso la parte de aumento porque, sin gafas, ya no me veo ni en el espejo.
—Me acaba de salvar la vida. —Confesó, Martina infinitamente agradecida—. Pintarse los ojos con este espejito en una mano y el rímel en la otra es una tortura.
—Lo sé, querida. Por eso llevo siempre conmigo este tan grande, aunque mi marido se ría porque mi bolso parece el de Mary Poppins —dijo sonriéndole antes de volver a la cocina.
Una vez terminó con dos brochazos de colorete, que siempre dan aspecto de buena salud, Martina decidió prescindir del lápiz de labios y apenas se aplicó un poquito de brillo. Tenía unas ganas locas de ver a Massimo, echarle los brazos al cuello y besarlo hasta que le doliera la boca. No tenía intención de contenerse por culpa del pintalabios.
Tras un último vistazo en el espejo, se percató de que el dueño del local continuaba observándola acodado en la barra como si aquella sesión de maquillaje a corre prisas fuera el espectáculo más interesante de la mañana. Martina se quedó mirándolo fijamente y alzó las cejas en un gesto de muda pregunta. El hombre sonrió de medio lado.
—¿Qué tal estoy? —preguntó levantándose para devolverle el espejo.
Martina caminó hacia el mostrador con repentina coquetería; lo cierto es que le apetecía escuchar un piropo. El hombre le dio un repaso visual que empezó en la horquilla con una libélula de strass que le recogía el pelo y acabó en las sandalias.
—Sin duda será la reina de la fiesta, señorita —afirmó con ojo masculino—. Harán cola para sacarla a bailar.
—Me conformo con uno —dijo ella guiñándole un ojo.
—Sin duda, es un hombre muy afortunado.
Ella pagó el zumo y se despidió con una sonrisa agradecida. Recogió de la mesa la bolsa con la ropa y el neceser y, al ver las deportivas, salió del local sabiendo que no podía conducir con aquellas sandalias de tacón. Pero decidió no ponérselas hasta llegar al coche. ¿Con zapatillas y aquel vestido tan bonito?… ¡Ni hablar! Toda mujer merece su minuto de gloria y a ella le encantaba sentirse como Cenicienta a punto de ir a la fiesta. Aunque su carroza no fuera más que un cochecito rosa chillón, aparcado en un bar de aquella carretera perdida en el corazón de la Toscana.
***
Llegaba tarde. ¡Tardísimo! Aparcó fatal y en doble fila, se miró en el retrovisor del coche y, con las manos se ahuecó los rizos como pudo. Fue al abrir la puerta y poner un pie en el suelo cuando se dio cuenta de que llevaba puestas las deportivas. Con el culo en el asiento y con los pies en la acera, se desató los cordones. Tras lanzar a lo loco zapatillas y calcetines al asiento trasero, echó el brazo atrás y agarró a tientas la bolsa de las sandalias del asiento del copiloto. Una vez puestas, la bolsa también fue a parar al tuntún a la parte de atrás.
Por poco no olvidó el minibolsito de seda a juego. Miró el reloj, tenía que apurarse. Una vez cerró el coche, se remiró en el escaparate de un kiosco, con un par de giros rápidos y mal disimulados. Poco le importó que dos señoras que salían de la Caja de Ahorros se la quedaran mirando como si fuera una niñata presumida de las que se adoran a sí mismas en el reflejo de los cristales. Como pasaron por su lado mientras estaba entretenida en guardar las llaves del coche, no pudo evitar escucharlas.
—Desde luego, ¡qué mal trago para el pobre chico! —comentó una de ellas.
—Ya ves tú.
—Casi una hora llevan todos esperando dentro de la iglesia.
—Esa lagarta ya no se presenta —comentó la otra mujer.
—Vaya bochorno que la novia lo deje a uno plantado en el altar. Con toda la familia presente…
Martina miró hacia la puerta del templo y caminó todo lo rápido que pudo. Por lo que acababa de oír aún iba a llegar antes que la novia. A saber qué debía haberle ocurrido. Qué par de exageradas, Massimo le había hablado de Sandro y Bettina algunas veces y estaban muy, pero que muy, enamorados el uno del otro. Seguro que el retraso se debía a alguna avería con el coche. Pensó en el pobrecillo del novio, hecho un manojo de nervios y en el cura con cara de circunstancias. Cuánto le gustaba a la gente darle a la lengua e imaginar lo peor. En fin, no había mal que por bien no viniera: tanto sufrir por tener que taconear en la iglesia con la ceremonia empezada, al final iba a entrar antes que la novia.
Debía estar a veinte escasos metros de la fachada principal cuando vio a Massimo bajo la arcada que desde la distancia le regaló su mejor sonrisa y acudió a su encuentro. Martina sonrió como una tonta porque estaba guapísimo. Al llegar junto a ella, la agarró por la nuca para besarla a conciencia. Ella se perdió en sus labios igual de ansiosa, ¡lo había echado tanto de menos! Massimo se separó de ella con un gruñido de placer.
—Por fin estás aquí, me tenías preocupado —dijo cogiéndola por ambas manos.
—Ya te dije en el mensaje lo del pinchazo… —Se excusó, con prisas—. ¿Cómo estoy?
—Preciosa.
A Martina le encantó oírlo. El vestido era bonito a rabiar y, para qué negarlo, le sentaba de maravilla. Pero le encantaba saberse hermosa a los ojos del hombre que amaba. Recordó la hora que era y apretó la mano de Massimo.
—Vamos adentro. —Rogó—. Madre mía, pobrecillo Sandro. He oído que lleváis un buen rato esperando a la novia…
En lugar de seguirla, Massimo tiró de ella para que no se moviera del sitio, como si no tuviera ninguna prisa por regresar a la iglesia. Martina lo miró contrariada.
—Sí, están muy impacientes.
—¡Pues vamos! ¡Rápido! ¡Antes de que llegue!
Massimo la sujetó por la cintura.
—Cariño, la novia eres tú.
Martina abrió la boca pero no le salió ni una palabra. Alrededor de ellos dos el tiempo se detuvo, incluso el viento guardaba silencio.
Hasta que un Vespino rompió la magia al cruzar la plaza con un petardeo que espantó a una bandada de palomas.
—¿Qué has dicho? —susurró casi sin voz.
No sabía si el zumbido que tenía en los oídos era el batir de alas sobre sus cabezas o los latidos sin control de su propio corazón.
—Antes de que salgan a buscarnos… Martina Falcone, te amo como nunca creí que sería capaz de amar. —Aseveró con el corazón en la mirada—. Eres la mujer de mi vida. ¿Quieres concederme el honor de ser mi esposa?
Tan perpleja estaba, que en lugar de responder, su subconsciente mareado se perdió por el camino de las preguntas ilógicas.
—¿Y Sandro y Bettina?
—En Génova, supongo, agobiados con los preparativos de la boda. No están aquí porque, para nosotros, quería una ceremonia íntima. Solo la familia. Espero que no te importe.
Martina, en lugar de pensar en todas las personas tan queridas que llevaban esperándola impacientes desde hacía una hora, sufrió un ligero ataque de coquetería femenina.
—No llevo un vestido de novia.
—No sé si te he estropeado el sueño de una boda vestida de blanco y yo con el uniforme de gala, ceremonia con órgano y cientos de invitados. ¡Yo te veo bellísima! —afirmó, con la mirada en el vestido que llevaba puesto—. Para mí eres y siempre serás la novia más hermosa del mundo.
Martina sonrió, la verdad es que no desentonaban nada vestidos tal cual. Massimo tampoco llevaba corbata, pero la americana azul marino sobre la camisa blanca le quedaba de maravilla. ¡Dios!, ¡Dios! Así que el pinchazo del Seiscientos la había hecho llegar tarde… ¡a su propia boda!
—Todo esto lo has preparado… ¿Cuándo? ¡¿Por qué no me has dicho nada?!
—Martina. —Pronunció despacio para que le prestara atención—. Te he hecho una pregunta y espero que respondas que sí porque hace tres semanas que llevan colgando las amonestaciones.
Ella tragó saliva, ¡Massimo lo tenía todo absolutamente controlado! Se preguntó cuánto tiempo debía llevar preparando aquella boda sorpresa.
—¿Ah, sí?
—No te imaginas cuánto papeleo llevan estas cosas… —dijo pasándose la mano por el pelo—. Por favor, decídete de una vez, porque si no, no sé qué vamos a hacer con los siete kilos de peladillas de colorines cursis que ha comprado mi madre, ni con tanta comida, ni sé cómo voy a explicarles a todos y… —Recordó señalando con la cabeza hacia la puerta de la iglesia—. Cásate conmigo o este lío que he montado será la cagada más grande de mi vida.
Martina se echó a reír. La situación era de locos, pero bendita fuera la locura de un hombre enamorado. Se agarró a sus hombros y sonrió a punto de morir de felicidad.
—Sí… ¡Sí! ¡Sí quiero! ¡Claro que sí!
—Esta es mi chica, sabía que no me fallarías —murmuró buscando su boca.
La envolvió en sus brazos y la besó como si aquel fuera el último beso de su vida. Cuando le liberó los labios, Martina miró por encima de su hombro, el cura los aguardaba plantado en el dintel del templo y se señalaba el reloj que llevaba en la muñeca. Ella asintió con la cabeza. El hombre les lanzó una mirada torva y se fue para adentro haciendo aspavientos con las manos.
—¿También has pensado en los anillos? —comentó con media sonrisa traviesa, recordando la reprimenda silenciosa del cura.
—Iris los lleva. —Massimo exhaló aire con fatiga—. Pero hemos tenido que pegarlos a la bandejita de plata con cinta adhesiva porque no para quieta ni un segundo.
Martina rio bajito al verlo tan agobiado. ¡Y quería ver a la nena vestida como una princesita! Aquello que le estaba pasando era lo más increíble de su vida. Pero lo cierto es que amaba con todo su corazón a un hombre increíble, de los que aparecen una vez en la vida de las mujeres con suerte. Y ella era la más afortunada, porque de entre todas las del mundo, solo ella tenía el amor de Massimo.
—Espero que no se te haya olvidado el ramo de novia —murmuró. Él respondió con una sonrisa—. ¿Cuándo vas a dármelo?
Giró con ella en brazos y la obligó a mirar hacia la iglesia. El cura había regresado con una cara de impaciencia que asustaba. Pero no fue la presencia del párroco la que provocó que el corazón le diera un salto, si no la del hombre que aguardaba junto a él.
—He pensado en todo, bella —comentó Massimo, dándole un beso en la cabeza—. El ramo lo guarda un caballero que te quiere mucho y ha venido desde Sicilia para ponerlo en tus manos.
Martina notó que dos lágrimas le resbalaban por las mejillas al ver a su abuelo, tan elegante de traje oscuro y corbata, sin saber qué hacer con aquel buqué de azahar y rosas blancas. Lo vio aproximarse, a la vez que Massimo le secaba la cara con sus propias manos.
—No quiero verte llorar, —susurró— por favor.
—Tantas emociones…
—Venga, sonríe. —Exigió; ella lo hizo sorbiendo por la nariz—. Así te quiero siempre. Mi amor, tengo que marcharme. Te espero al lado de mi madre, que por cierto lleva un tocado verde de plumas espantoso. Yo creo que deben haber desplumado al menos a dos loros, mi padre opina que a tres —comentó divertido.
—No seas malo. —Lo reconvino; seguro que Beatrice estaba elegantísima.
—No soy malo, soy realista. —Contradijo mirando el reloj—. Ahora sí que me marcho, cariño. No tardes. —Rogó guiñándole un ojo.
El abuelo Giuseppe se cruzó con él a mitad de camino y, le dio un par de palmaditas en el hombro, animándolo a que regresara a su lugar en el altar. Al llegar junto a su nieta, le dio un beso en la frente.