CAPÍTULO XXIII

1

¿SE ha enterado usted de lo que ocurre ahora en Quarry House, en sus jardines? —preguntó la señora Cartwright, colocando en su cesta de la compra dos grandes paquetes.

—¿Se refiere usted a la zona denominada Quarry Wood? —inquirió Elspeth Mackay, a quien se estaba dirigiendo la señora Cartwright—. Pues no… No me he enterado de nada en particular.

Elspeth seleccionó un paquete de cereales. Las dos mujeres habían entrado en aquel supermercado, abierto recientemente, para hacer sus compras de la mañana.

—Se afirma que los árboles del lugar son peligrosos. Hoy llegaron dos especialistas, dos de esos hombres que trabajan con los ingenieros de montes. En una ladera de mucha inclinación hay un árbol a punto de caer al suelo. Bueno, estas cosas no son raras en tales sitios. Uno de los árboles de Quarry Wood fue alcanzado por un rayo el invierno pasado… El caso es que los hombres están poniendo al aire las raíces de los árboles en cuestión. Una lástima. Aquello va a quedar de cualquier modo.

—Me imagino que esos dos individuos sabrán lo que se traen entre manos —manifestó Elspeth Mackay—. Tendrán quiénes les manden, sus superiores…

—Por las inmediaciones anda también una pareja de policías, manteniendo a la gente a raya, procurando que no se acerque demasiado a donde no debe… Se habla de averiguar qué fue lo que afectó a los árboles primero.

—Ya —repuso, lacónica, Elspeth Mackay.

Probablemente, comprendía el alcance de las palabras que acababa de escuchar. No era que alguien le hubiese explicado su significado anteriormente. Pocas veces necesitaba Elspeth que le dieran explicaciones.

2

Ariadne Oliver desplegó el telegrama que acababa de serle entregado en la puerta. Estaba tan habituada a tomar sus telegramas por teléfono, mientras buscaba desesperadamente a su alrededor un lápiz para tomar nota, al tiempo que insistía firmemente en que debía serle enviada una copia confirmatoria, que se sobresaltó al hacerse cargo de lo que estimaba un despacho telegráfico «de verdad».

Haga el favor de llevarse a la señora Butler y a Miranda a su piso enseguida. Punto. No hay tiempo que perder. Punto. Importante ver doctor para operación.

La señora Oliver entró en la cocina, donde Judith Butler andaba ocupada, preparando una mermelada.

—Judy —le dijo Ariadne—. Coja una maleta y ponga en ella lo más indispensable. Regreso a Londres y usted va a acompañarme, con Miranda.

—Es usted muy amable, Ariadne, pero tengo un puñado de cosas por en medio aquí todavía. De todos modos, además, no tenemos por qué apresurarnos tanto… ¿Ha de ser hoy eso?

—Sí… Me han dicho que tiene que ser hoy —dijo la señora Oliver.

—¿Qué le han dicho? ¿Quién? ¿La asistenta que cuida de su piso?

—No. Otra persona. Una de las pocas personas cuyas indicaciones suelo atender. Vamos, señora Butler. Apresúrese.

—No puedo irme ahora. Me es imposible.

—Tiene usted que hacerme caso —insistió la señora Oliver—. El coche está preparado. Lo dejé delante de la puerta principal. Nos podemos ir enseguida.

—No quisiera llevarme a Miranda… Podría dejarla aquí con alguien, con los Reynolds o Rowena Drake.

—Miranda nos acompañará, desde luego —dijo la señora Oliver, tajante—. Le ruego que no ponga dificultades, Judy. Esto es muy serio. No sé cómo se le ocurre pensar siquiera en la conveniencia de dejarla aquí con los Reynolds. Dos de sus hijos han sido asesinados, ¿no?

—Sí, sí, es verdad. Cualquiera podría caer en la cuenta de que la desgracia se cierne sobre ese hogar. En él hay alguien, por lo visto, que…

—Creo que estamos hablando demasiado —declaró la señora Oliver—. Si alguien ha de morir ahora, creo que lo más probable es que sea Ann Reynolds…

—¿Qué ocurre con esa familia? ¿Por qué han de ser asesinados todos sus miembros, uno tras otro? ¡Oh, Ariadne! ¡Esto me da miedo, francamente!

—Es natural —repuso la señora Oliver—. Hay veces en que resulta muy lógico sentir miedo. Acabo de recibir un telegrama y estoy actuando de acuerdo con las instrucciones que en el mismo me han pasado.

—¡Oh! No oí sonar el timbre del teléfono.

—Es que no me comunicaron el texto por teléfono. El telegrama me fue entregado en la puerta.

Ariadne Oliver vaciló un momento y luego alargó el papel a su amiga.

—¿Qué significa esto, lo de la operación?

—Se refiere a las amígdalas, probablemente —replicó la señora Oliver—. A Miranda le dolía la garganta la semana pasada, ¿no? Bueno ¿y qué tiene de particular que sea llevada a la consulta de un especialista, en Londres?

—¿Es que se ha vuelto usted loca, Ariadne?

—Lo más seguro. Vámonos, Judy. Miranda se sentirá muy a gusto en Londres. No tiene por qué estar preocupada. Ella no va a ser sometida a ninguna operación. Eso es lo que se denomina una «cobertura» en las novelas de espionaje. La llevaremos al teatro, a la ópera, a ver algún ballet… Depende de lo que la chiquilla prefiera. Me parece que lo mejor que podemos hacer es llevarla al ballet.

—Estoy asustada —declaró Judith.

Ariadne Oliver miró fijamente a su amiga. Temblaba levemente. La señora Oliver pensó que en aquellos instantes le parecía una ondina más que en ninguna otra ocasión. La estaba viendo divorciada por completo de la realidad.

—Vámonos —insistió la señora Oliver—. Prometí a Hércules Poirot sacarla de aquí cuando él me lo indicara. Bien. Ya me lo indicó.

—¿Qué está ocurriendo en este poblado? —inquirió Judith—. No sé por qué se me ocurrió venirme a vivir aquí.

—Una pregunta semejante me he hecho yo —dijo la señora Oliver—. Ahora, la gente se va a vivir a un lado o a otro y no hay que buscar explicaciones. El otro día, una amiga mía estableció su residencia en Moreton-in-the-Marsh. Le pregunté por qué se iba a vivir allí. Me contestó que había sido una ilusión acariciada desde muchos años atrás. Cada vez que pensaba en la jubilación pensaba en el lugar. Le sugerí que debía ser un terreno muy húmedo. Ella me contestó que no sabía… por no haber visitado la región, jamás. He de advertir que mi amiga no es una demente.

—¿Se puso en camino finalmente?

—Sí.

—¿Y le gustó el lugar de sus sueños?

—Bueno, no he vuelto a tener noticias de ella —manifestó la señora Oliver—. Hay que reconocer que la gente es muy rara, ¿eh? Se forja deseos, obligaciones…

Trasladáronse al jardín.

—Miranda: nos vamos a Londres.

La chica se les acercó lentamente.

—¿Que nos vamos a Londres?

—Ariadne nos va a llevar en su coche —anunció la madre—. Una vez allí, asistiremos a una representación teatral. La señora Oliver piensa incluso en que tengamos la oportunidad de conseguir unas entradas para el ballet. ¿Te gustaría ver el ballet?

—Me gustaría mucho, muchísimo —contestó Miranda, con los ojos encendidos de entusiasmo—. Antes de marcharme, sin embargo, tengo que despedirme de una de mis amigas.

—Es que nos vamos ahora mismo prácticamente.

—¡Oh! No tardaré. Debo justificarme, ¿sabes? Prometí hacer ciertas cosas y ahora, ya ves…

Miranda echó a correr por el jardín, perdiéndose por la abertura del seto.

—¿Y quiénes son los amigos habituales de Miranda? —preguntó la señora Oliver, con curiosidad.

—Nunca lo he sabido realmente —informó Judith—. Esta chica no dice nada nunca. En ocasiones me figuro que los únicos amigos que tiene son los pájaros, las aves en general, que se dedica a observar. Y otros pobladores de la campiña. Las ardillas, por ejemplo. Creo que es una niña que cae bien en todas partes, pero no sé que tenga amigos especiales… Muy de tarde en tarde invita a sus amigos a tomar el té. Yo creo que su mejor amiga fue siempre Joyce Reynolds —la señora Butler añadió—. Joyce le refería cosas fantásticas, le hablaba de elefantes y tigres —la madre de Miranda hizo una pausa—. Bueno ya que usted ha insistido tanto, habré de ponerme a preparar nuestros efectos personales. No quisiera irme, sin embargo. Me dejo muchas cosas a medias. Esta mermelada, que estaba preparando… ¡Oh! No es posible.

—Tenemos que marcharnos, Judy —dijo la señora Oliver.

Judith sacó de una habitación un par de maletas. Miranda se plantó inesperadamente en la puerta, respirando de una manera agitada. Había vuelto corriendo.

—¿Es que no vamos a comer primero? —inquirió.

A pesar de su aspecto de personaje menudo del bosque, era una criatura llena de salud, que disfrutaba comiendo.

—Por el camino comeremos. Haremos un alto en cualquier parte —anunció la señora Oliver—. Nos detendremos en «El Muchacho Negro» de Haversham. Lo pasaremos bien. El establecimiento se encuentra a unos tres cuartos de hora de aquí y sirven allí unas comidas estupendas. En marcha, Miranda. Esto no vamos a dejarlo para luego, ¿sabes?

—Ya no dispongo de tiempo para decirle a Cathie que no puedo ir al cine con ella mañana. Quizá sería mejor que la telefoneara…

—Venga, date prisa —recomendó la madre.

Miranda entró en el cuarto de estar, donde se encontraba el teléfono. Judith y la señora Oliver colocaron las maletas en el coche. Miranda salió de la habitación.

—Dejé un recado —declaró, casi sin aliento—. Ya está todo en orden.

—Creo que está usted loca, Ariadne —dijo Judith nada más entrar en el vestíbulo—. Completamente loca. ¿A qué viene todo eso?

—Ya lo sabremos a su debido tiempo, me parece. ¿Quién de los dos es el loco verdaderamente? ¿Él o yo?

—¿Él? ¿A quién se refiere usted?

—A Hércules Poirot, naturalmente —respondió la señora Oliver.

3

Hércules Poirot se hallaba en una habitación de un edificio londinense, charlando con cuatro hombres. Uno de ellos era el inspector Timothy Raglan, quien exhibía su rostro de póquer y su expresión respetuosa, como siempre que se encontraba en presencia de sus superiores. El segundo acompañante era el superintendente Spence. El tercero era Alfred Richmond, condestable jefe del condado. En el cuarto se veía un individuo de grave aspecto, perteneciente a la oficina del fiscal. Todos miraban a Hércules Poirot atentamente, sopesando sus palabras con cuidado.

—Parece estar usted muy seguro de lo que dice, monsieur Poirot.

—Lo estoy, en efecto. Hay detalles que me reafirman en mis opiniones.

—Los móviles parecen muy complejos, si me permite realzar tal circunstancia.

—No hay nada de complejo en realidad. Todo es difícil de ver por el mismo hecho de su sencillez.

—Dispondremos de una prueba concluyente —anunció el inspector Raglan para combatir el escepticismo de su oponente—. Por supuesto, si hubo error en este asunto.

Ding, dong dell, no pussy’s in the well[7] —respondió Hércules Poirot—. ¿No es eso lo que quiere usted significar?

—Bien. Tiene usted que convenir conmigo en que se trata solamente de una suposición por su parte.

—Hay cosas que apuntan claramente a lo que yo sostengo. Una chica desaparece… Y no existen muchas causas probables determinantes de su desaparición. Lo primero que se piensa es que se ha ido con algún hombre. Después viene lo de imaginarse que ha muerto. Todo lo demás, aparte de estas dos causas, suele ser muy traído por los pelos, no dándose prácticamente en la vida real.

—¿No puede someter a nuestra consideración otros puntos, monsieur Poirot?

—Sí. He estado en contacto con una firma muy conocida que se dedica a la venta de fincas. Sus directores son amigos míos, hallándose especializados en la adquisición de bienes inmuebles en las Indias Occidentales, el Egeo, el Adriático y el Mediterráneo, aparte de otros sitios. Sus clientes, habitualmente, como es natural, son ricos. He aquí una operación realizada por ellos que quizá merezca su interés.

Poirot mostró a sus oyentes un papel plegado.

—¿Y usted cree que esto guarda relación con lo otro?

—Estoy seguro de ello.

—Yo creí que la venta de islas estaba prohibida por ese gobierno…

—El dinero se abre camino por los puntos más insospechados.

—¿Hay algo más que usted desea que examinemos?

—Es posible que dentro de veinticuatro horas pueda ofrecerles algo que, en mayor o menor grado, liquide el asunto.

—¿De qué se trata?

—¿De qué se trata? Nada menos que de un testigo…

—¿Quiere usted decir…?

—Hablo de alguien que fue testigo de un crimen.

El hombre de la oficina del fiscal miró a Poirot, con un gesto de incredulidad más acentuado.

—¿Dónde se encuentra actualmente ese testigo?

—Espero que camino de Londres. Confío en no equivocarme.

—Parece estar preocupado, ¿eh?

—Estoy preocupado, efectivamente. Yo he hecho lo que en mi mano estaba para que todo saliese bien, pero he de admitir que me siento muy inquieto. Sí. Tengo miedo a pesar de las medidas que he tomado. Fueron medidas de protección… Es que nos enfrentamos… no sé cómo decirlo… nos enfrentamos con un despliegue de rudeza, de rápidas reacciones, de codicia, una codicia que va más allá de los límites normales en el ser humano… Estimo posible, incluso, que haya en todo este asunto como un ramalazo de locura. Hablo de una locura no espontánea, sino cultivada. Se trata de una semilla que ha enraizado bien, desarrollándose deprisa. Finalmente, ha terminado por inspirar una actitud ante la vida que nada tiene de humana.

—Sobre este caso habremos de acoplar algunas opiniones —manifestó el hombre de la oficina del fiscal—. Hay que evitar precipitaciones nocivas. Desde luego, mucho es lo que depende de la experiencia… forestal. Si de ella sale algo positivo, podremos seguir adelante; de ser negativa, tendremos que medir nuestros pasos.

Hércules Poirot se puso en pie.

—He de marchar ahora. Les he dicho ya todo lo que sé, todo lo que temo, aquello que estimo posible. Me mantendré en contacto con ustedes.

Poirot estrechó sucesivamente las manos de todos sus oyentes.

—Encuentro a ese Poirot un tanto extravagante —dijo el hombre de la oficina del fiscal—. ¿Ustedes no creen que está un poco tocado de la cabeza? Los años seguramente… ¿Puede uno confiar enteramente en las facultades mentales de una persona de su edad?

—A mí me parece que puede usted confiar por entero en él —declaró el condestable jefe—. Al menos, tal es mi impresión. A usted, Spence, le conozco hace muchos años. Usted es amigo suyo. ¿Cree que Hércules Poirot ha empezado a chochear? Sinceramente.

—No lo creo, en absoluto —indicó el superintendente Spence—. ¿Cuál es su opinión, Raglan?

—Hace muy poco tiempo que lo conozco, señor. Al principio pensé… Bueno estimé que su manera de hablar, sus ideas, resultaban un tanto fantásticas. Luego, me convencí de lo contrario. Yo opino que al final va a ser él quien tenga razón.