ARIADNE Oliver se había unido a la amiga en cuya casa pasaba una temporada, Judith Butler, con objeto de ayudarla en los preparativos de una fiesta juvenil que iba a celebrarse aquella misma noche. En aquellos instantes, la casa era imagen verdadera de una caótica actividad. Varias mujeres de carácter enérgico entraban y salían de las habitaciones, moviendo sillas, pequeñas mesas, jarrones de flores y amarillas calabazas que colocaban estratégicamente, en puntos previamente estudiados.
La víspera de Todos los Santos era la fecha señalada para la fiesta, en la que participarían muchachos y muchachas de edades comprendidas entre los diez y los diecisiete años[1].
La señora Oliver, apartándose del grupo de personas más nutrido, se apoyó en una de las paredes de la estancia en que se encontraba.
Tenía en las manos una gran calabaza amarilla, que examinaba con ojo crítico.
Hizo un movimiento de cabeza para apartar de su frente, muy prominente, un mechón de grisáceos cabellos.
—La última vez que tuve ocasión de contemplar algo igual estaba en América. Fue el año pasado. A centenares. Por toda la casa. Nunca había visto tantas calabazas juntas. La verdad es que nunca supe la diferencia que existía entre una especie de calabaza y otra. A ver… ¿Cómo se llama ésta?
—Lo siento, querida —dijo la señora Butler, un segundo después de haberle pisado a su amiga un pie.
La señora Oliver se apretó más contra la pared.
—La culpa ha sido mía —declaró—. Ando siempre por en medio. Me he quedado encantada al ver tantas calabazas, de la especie que sean. He pensado en las que estuve contemplando en las tiendas, en las casas particulares, con velas o pequeñas lamparitas en su interior, o ensartadas con un hilo. Muy interesante todo, en realidad. No se trataba entonces de la tradicional reunión de la víspera de Todos los Santos, sino del Día de Acción de Gracias. Ahora asocié esas calabazas con dicha víspera, que tiene lugar a finales de octubre. El día de Acción de Gracias viene mucho después, ¿no? ¿No es por noviembre, hacia el día tres? Puntualicemos… El día treinta y uno de octubre es la víspera de Todos los Santos, ya mentada. Al día siguiente, en París, la gente acostumbra visitar los cementerios para depositar flores en las tumbas de sus familiares y amigos. No es una fiesta triste. Todos los niños visitan esos lugares y disfrutan lo suyo. Se va a los mercados primero, para adquirir ramos y más ramos de flores deliciosas. Nunca éstas, en París, resultan más bellas que en esa clásica jornada.
Un puñado de afanosas mujeres tropezaban de cuando en cuando con la señora Oliver. Ninguna prestaba atención a sus palabras. Andaban demasiado ocupadas con lo que llevaban entre manos.
La mayor parte de ellas eran madres de familia, hallándose auxiliadas por una o dos competentes solteronas. Veíanse chicos y chicas de dieciséis o diecisiete años, encaramados a lo alto de unas escaleras, o encima de unas sillas, colocando objetos de adorno, calabazas y polícromas bolas a una distancia conveniente del suelo. Varias muchachas de edades comprendidas entre los once y los quince años habían formado animados grupos, y dejaban escapar frecuentes risas de sus gargantas.
—Y después del Día de Todos los Difuntos y de las visitas a los cementerios —continuó diciendo la señora Oliver, sentándose en el brazo de un sofá—, viene el de Todos los Santos. Me parece que estoy en lo cierto…
Nadie respondió a tales consideraciones. Luego, la señora Drake, una atractiva mujer de mediana edad, quien era la organizadora de la fiesta, formuló unas cuantas aclaraciones sobre aquellos puntos.
—Yo no daría a esta reunión el carácter propio de las que se celebran la víspera del Día de Todos los Santos, aunque pudiera pasar por una de ellas. Es más bien la Fiesta de los Mayores de Once Años en general. Abarca ese sector juvenil. Figuran aquí, principalmente, chicos y chicas que se disponen a abandonar «Los Olmos» para pasar a otros colegios.
—Tus palabras no resultan muy exactas, Rowena —dijo la señorita Whittaker, colocándose bien las gafas sobre su nariz, al tiempo que hacía un gesto de desaprobación.
La señorita Whittaker, maestra en aquella localidad, sentía un amor exagerado por la precisión.
—Debido a que nosotras prescindimos de los alumnos de once años hace ya algún tiempo.
La señora Oliver abandonó el brazo del sofá, pronunciando unas palabras de excusa.
—La verdad es que he sido poco útil aquí. Me he limitado a permanecer sentada, diciendo tonterías referentes a las distintas especies de calabazas…
«Y buscando un adecuado descanso a mis castigados pies», pensó, deseosa de tranquilizar su conciencia. No se sintió suficientemente culpable para pronunciar aquellas palabras de forma que todos la oyeran.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó. A continuación lanzó una exclamación—. ¡Qué manzanas más hermosas!
Alguien acababa de entrar en la habitación con un cesto de manzanas. La señora Oliver se pirraba por esta fruta.
—Son de esas grandes, rojas… —comentó.
—La verdad es que no son muy buenas —manifestó Rowena Drake—. Pero tienen muy buen aspecto. Ésas se hallan destinadas al juego del cubo. Son más bien blandas, de manera que los que concursen podrán cogerlas fácilmente con los dientes. ¿Quieres llevártelas a la biblioteca, Beatrice? El juego del cubo y las manzanas siempre da lugar a que se derrame un poco de agua. Ahora bien, en vista de que la alfombra de la biblioteca es ya bastante vieja, da igual que se moje… ¡Oh! Gracias, Joyce.
Joyce, una chica robusta de unos trece años de edad, se hizo cargo del cesto. Dos de las manzanas se salieron de éste deteniéndose por alguna misteriosa razón a los pies de la señora Oliver.
—A usted le gustan las manzanas, ¿verdad? —inquirió Joyce—. Lo he leído en alguna parte. O lo he visto en la televisión… Usted es esa señora que escribe novelas policíacas, ¿no?
—Sí —respondió la señora Oliver.
—Tendríamos que hacer algo aquí que tuviese que ver con los crímenes. Por ejemplo: debería darse un crimen durante la fiesta, para que entre todos buscásemos la solución del enigma que se planteara.
—No, gracias —dijo la señora Oliver—. No quiero volver a vivir esa experiencia.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Verás… En una ocasión me vi en una situación semejante y la cosa no fue un éxito precisamente.
—Pero usted ha escrito un puñado de libros ya —alegó Joyce—. Les habrá sacado mucho dinero…
—En cierto modo —manifestó la señora Oliver, pensando ahora en los impuestos sobre la renta.
—Y usted creó un detective de nacionalidad finlandesa.
La señora Oliver admitió este hecho.
—¿Por qué de nacionalidad finlandesa?
—He ahí una pregunta que me he formulado muchísimas veces —dijo la señora Oliver, pensativa.
La señora Hargreaves, la esposa del organista, entró en la habitación resoplando. Llevaba en una mano un gran cubo de plástico verde.
—¿Qué tal irá este chisme para el concurso de las manzanas? Creo que el verde es un tono alegre.
La señorita Lee, que trabajaba con el doctor, opinó:
—Un cubo de hierro galvanizado sería mejor. Es más difícil de volcar. ¿Dónde se va a hacer eso, señora Drake?
—Creo que el mejor sitio es la biblioteca. La alfombra de la estancia es vieja y como siempre se derrama un poco de agua…
—De acuerdo. Rowena, aquí hay otro cesto de manzanas.
—Permítame que le ayude —propuso la señora Oliver.
Cogió las dos manzanas que se habían caído al suelo. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, se llevó una a la boca, pegándole un mordisco. La señora Drake le arrebató la otra manzana, colocándola en un cesto. Oyóse un murmullo de conversaciones.
—¿Dónde va a ser lo del «Snapdragon»?
—También en la biblioteca. Es la habitación más oscura de todas.
—No. Lo haremos en el comedor.
—Tendremos que colocar algo sobre la mesa primero.
—Sí. Primero irá un paño verde y encima una plancha de goma.
—¿Qué me decís de los espejos? ¿Llegaremos a ver realmente en ellos a nuestros esposos?
Quitándose los zapatos disimuladamente y mordisqueando todavía la manzana, la señora Oliver se dejó caer una vez más sobre el brazo del sofá, observando a las personas que se movían por la habitación con ojo crítico. Estaba diciéndose, con mentalidad de autora de novelas: «Si tuviese que escribir un libro en el que figurase toda esta gente, ¿qué argumento planearía? Aquí no hay más que buenas personas, creo… Sin embargo, ¿quién sabe si…?».
Se dijo que resultaba fascinante, en determinados aspectos, no saber nada acerca de aquellos seres. Todos vivían en Woodleigh Common. Algunos circulaban de un lado para otro con sus marbetes, por así decirlo, debidos a los detalles que conservaba en la memoria facilitados por Judith. La señorita Johnson… Algo que ver con la iglesia. No, la hermana del párroco… ¡Oh, no! Era la hermana del organista, por supuesto. Rowena Drake parecía «mangonearlo» todo o casi todo en Woodleigh Common. La resoplante mujer que había traído el cubo, un cubo de plástico particularmente espantoso. Pero bueno, es que la señora Oliver nunca había sido aficionada a las cosas de plástico. Y luego estaban los chicos, los chicos y las chicas, de diez y once años para arriba.
Hasta aquel momento todos eran nombres exclusivamente para la señora Oliver. Había una Nan, una Beatrice, una Cathie, una Diana y una Joyce. Esta última parecía una muchacha muy segura de sí misma, muy aficionada a formular preguntas. Había otra chica, llamada Ann, que se veía a mucha altura por encima de las demás, superior. Se encontraban allí dos chicos adolescentes que daban la impresión de haber ensayado con sus cabellos diversas clases de peinados, con unos resultados catastróficos.
Entró en la estancia un chico más pequeño, moviéndose por ella con aire tímido.
—Mamá envía estos espejos por si pueden servir —dijo con voz apenas audible.
La señora Drake se hizo cargo de ellos.
—Muchas gracias, Eddy.
—Son espejos muy corrientes —manifestó la chica que respondía al nombre de Ann—. ¿Llegaremos a ver en ellos los rostros de nuestros futuros esposos?
—Algunas de vosotras, sí; otras, no —contestó Judith Butler.
—¿Vio usted alguna vez el rostro de su marido durante una de estas reuniones, en su tiempo?
—Desde luego que no —opinó Joyce.
—Es posible —declaró Beatrice—. A eso se le llama P. E. S., es decir, percepción extra-sensorial —añadió complacida por la oportunidad que se le deparaba de hablar de un tema de gran actualidad.
—Yo he leído uno de sus libros —dijo Ann, dirigiéndose a la señora Oliver—. The Dying Goldfish, se titulaba. Es muy bueno —añadió cortésmente.
—A mí no me gustó esa novela —declaró Joyce—. Me pareció que había poca sangre en ella. A mí me agradan las historias de crímenes con mucha sangre.
—Resultan algo repulsivas, ¿no te parece?
—Pero son muy emocionantes.
—No siempre —indicó la señora Oliver.
—En cierta ocasión, yo presencié un crimen —manifestó ahora Joyce.
—No digas tonterías, Joyce —dijo la señora Whittaker, la profesora.
—Lo que acabo de decir es verdad —insistió Joyce.
Cathie miró a Joyce con los ojos dilatados, a causa del asombro.
—¿De veras que tú has presenciado un crimen?
—Naturalmente que no —medió la señora Drake—. No digas más disparates, Joyce.
—Yo he visto cometer un crimen —recalcó Joyce—. Lo vi, lo vi, lo vi…
Un chico de unos diecisiete años de edad que se hallaba encaramado a lo alto de una escalera bajó la vista, muy interesado.
—¿Qué clase de crimen fue ése? —preguntó.
—No lo creo —manifestó Beatrice.
—Claro que no —dijo la madre de Cathie—. Joyce se acaba de inventar eso.
—No he inventado nada. Yo presencié un crimen.
—¿Y por qué no lo denunciaste a la policía? —inquirió Cathie.
—Porque yo no sabía que se trataba de un crimen cuando presencié aquello. Fue mucho tiempo después cuando me di cuenta de lo que había pasado realmente… Algo que una persona dijo hace solamente un mes o dos me hizo pensar de repente: «Por supuesto, lo que yo vi fue un crimen».
—Ya lo veis —señaló Ann—. Eso es una fantasía, un disparate.
—¿Cuándo sucedió todo esto? —preguntó Beatrice.
—Hace años —contestó Joyce—. Yo tenía muy pocos años entonces.
—¿Quién asesinó a quién? —quiso saber Beatrice.
—No debo contaros nada —manifestó Joyce—. Os asustan demasiado estas cosas por lo que veo.
La señorita Lee entró con otra clase de cubo. La conversación se centró sobre el tema de los cubos de plástico y de hierro galvanizado. ¿Cuál de aquellos dos tipos era más adecuado para el juego de las manzanas? La mayoría de los presentes visitaron la biblioteca, para conocer el escenario del divertido concurso. Algunos jóvenes intentaron ansiosos de demostrar sus habilidades. Se vieron enseguida muchas cabelleras mojadas; la alfombra sufrió un remojón; alguien se presentó allí con unas toallas para que todos se secaran. Al final quedó decidido que el cubo de hierro galvanizado era preferible frente al de plástico. Este último se volcaba con nada…
La señora Oliver dejó en la estancia un cesto de manzanas destinado al concurso para el día siguiente. Volvió a coger otra…
—En los periódicos leí una vez que era muy aficionada a esa fruta —dijo la voz acusadora de Ann o Susan.
No sabía quién le acababa de hablar.
—Es mi principal debilidad —reconoció la señora Oliver.
—Sería muy divertido que le gustasen los melones —objetó uno de los chicos—. Tienen más jugo. Dejaría huellas de los que se comiera por todas partes —agregó el chico paseando con anticipado placer la vista por la alfombra.
La señora Oliver, sintiéndose un poco avergonzada por aquella proclamación de su debilidad, salió de la habitación para ir en busca de otra cuyo emplazamiento no resultara demasiado fácil de descubrir. Subió por una escalera y al llegar a un descansillo tropezó con una pareja de jovencitos, un niño y una niña todavía, estrechamente abrazados, y que se hallaban apoyados en la puerta del recinto que ella deseaba alcanzar. La parejita no le hizo el menor caso. Los dos suspiraban. La señora Oliver consideró un momento sus posibles edades aproximadas. El chico contaría quince años y quizás ella tendría poco más de doce, si bien su busto hacía pensar en dos o tres más.
«Apple Trees[2]» era una casa de regulares dimensiones. Tenía varios rincones agradables. ¡Qué egoísta era la gente!, pensó la señora Oliver. Nadie pensaba en el prójimo. Este tópico acudió a su mente enseguida. Le había sido inculcado sucesivamente por una doncella, un ama de casa, su abuela, dos tías, su madre y otras personas.
—Dispensadme, chicos —dijo la señora Oliver, alzando la voz con toda claridad.
El chico y la chica se estrecharon todavía con más fuerza, uniendo apasionadamente sus labios.
—Dispensadme —repitió la señora Oliver—. ¿Queréis hacer el favor de dejarme pasar ahí dentro?
Muy a disgusto, los dos jovencitos se separaron, mirándola con ojos agresivos. La señora Oliver se deslizó dentro del cuarto inmediatamente y echó el pestillo.
La puerta no ajustaba muy bien. A sus oídos llegaron fácilmente unas palabras pronunciadas por los que se habían quedado fuera.
—¿Qué te parece? Así suele ser la gente —dijo una voz incierta de tenor—. ¿Es que esa señora no ha visto que no queríamos que nos molestasen?
—La gente es muy egoísta —respondió la muchacha—. Generalmente, cada uno piensa en sí mismo, despreocupándose por completo de los demás.
—Sí. Al prójimo no se le guarda nunca la menor consideración —remachó el jovencito.