Como es sabido, el origen del perfume es litúrgico y religioso. Su empleo en forma de incienso exigía un quemador o incensario, como su etimología explica: perfume, es decir, «a través del humo». Los fieles del templo recibían así su aroma, y dejaban de percibir otros olores menos gratos.
Se sabe que el hombre del Paleolítico ya ofrecía a sus deidades el sacrificio de un animal, y a fin de paliar los malos olores de la carne corrompida y quemada rociaban la ofrenda con incienso. Quemar substancias como la mirra, la casia o el nardo suponía acatamiento y respeto, con lo que el perfume, que al principio no fue sino una especie de desodorante, se convirtió en elemento suntuario. Esto ocurriría alrededor del sexto milenio antes de Cristo, en el Oriente Medio.
Hace seis mil años, tanto los sumerios como los egipcios se bañaban en aceites y alcoholes de jazmín, madreselva, lirio y jacinto. Por lo general, cada parte del cuerpo requería un aroma distinto. Así, la reina Cleopatra, autora ella misma de un tratado de cosmética desgraciadamente perdido, untaba sus manos con aceite de rosas, azafrán y violetas: el kiafi, y perfumaba sus pies con una loción hecha a base de extractos de almendra, miel, canela, azahar y alheña.
En la Grecia clásica, los hombres eran amigos de la naturalidad, pero se interesaron por el perfume, aromatizando sus cabellos, la piel, la ropa e incluso el vino. Hace dos mil cuatrocientos años, ciertos escritos griegos recomendaban hierbabuena para perfumar brazos y sobacos, canela para el pecho, aceite de almendra para manos y pies, y extracto de mejorana para el cabello y las cejas. Hasta tal extremo se llevó el uso del perfume por parte de los jóvenes que el sabio Solón llegó a prohibir la venta de aceites fragantes.
En Roma, el soldado se ungía con perfumes antes de entrar en combate. Como era un pueblo conquistador, fue asimilando no sólo nuevos territorios sino también nuevas técnicas y costumbres. Entusiastas de los perfumes, los romanos introdujeron en Roma, de sus campañas en lejanas y exóticas tierras, perfumes desconocidos hasta entonces, como la glicina, la vainilla, la lila o el clavel. Por influencia de las culturas medioorientales adquirieron gran importancia aromas nuevos como el cedro, el pino, el jengibre y la mimosa. También asimilaron la costumbre griega de preparar aceites olorosos a base de limón, mandarinas y naranjas. Se constituyó el poderoso gremio de los perfumistas, los famosos e influyentes ungüentarii que fabricaban tres tipos de ungüentos: sólidos, cuyo aroma contaba con sólo un ingrediente a la vez, como la almendra o el membrillo; los ungüentos líquidos, elaborados con flores, especias y gomas trituradas en un soporte aceitoso; y perfumes en polvo, hecho con pétalos de flores que luego se pulverizaban, y a los que se añadía ciertas especias. Como los griegos, de quienes seguramente tomaron en buena medida su afición, los romanos abusaron del perfume. Impregnaban con él todas sus pertenencias y posesiones, e incluso lugares públicos como los teatros. Nerón, que creó en el siglo I la moda del agua de rosas, gastó más de treinta millones de pesetas de hoy en aceites para sí mismo y para los invitados de un banquete en una sola fiesta nocturna. Y en el entierro de su esposa Popea gastó el perfume que eran capaces de producir los perfumistas árabes en un año. Llegó al extremo de perfumar incluso a sus mulas.
Tanto exceso alarmó a la naciente Iglesia Cristiana, que condenó el despilfarro. Con la caída del Imperio romano, también el perfume inició su declive.