LOS POLVOS FACIALES

Hace seis mil años, las viejas civilizaciones medioorientales habían hecho ya, del adorno personal y el maquillaje, no sólo un arte sino también una práctica obligada, medio religiosa y medio decorativa. El cuerpo era todo cuanto poseía una mujer, y no dudaba ella en hacer de tan preciada posesión, un objeto de irresistible deseo. No sorprende, pues, que los salones de belleza sean más antiguos que la costura, y que las recetas para el sombreado de ojos y polvo blanco para la cara sean tan antiguas o más como las recetas culinarias.

Se sabe que las cortesanas griegas realzaban el colorido natural de sus mejillas con un polvillo blanco; la gran cantidad de plomo contenido en su mezcla terminaba, sin embargo, por estropear la piel, acarreando en ocasiones incluso la muerte, cosa que no fue obstáculo, a lo largo de los siglos, para que estas prácticas en vez de decrecer aumentaran. Todo era preferible a la odiosa alternativa de parecer fea o demodée.

Un producto europeo de finales del siglo XVIII, elaborado con arsénico, no sólo se aplicaba al cutis, brazos y cuello, sino que a veces se ingería con el fin de obtener, las damas, una rápida palidez. Se lograba aquel cambio instantáneo de color gracias al poder del arsénico, que rebajaba el nivel de hemoglobina en la corriente sanguínea. Este procedimiento, era responsable de muchas malformaciones congénitas en los fetos de las embarazadas, circunstancia que hizo aumentar muy notablemente, a lo largo del siglo XVIII, la población subnormal de países como Francia, Inglaterra, Italia y España, países en los que más se abusó de los polvos arseniados.

A finales del siglo XIX, los polvos faciales desaparecieron de Europa de forma repentina; sólo se consideraba admisible esa práctica entre gentes del teatro. Sin embargo la vieja moda se resistía a morir, y renació hacia 1880, aunque ahora la industria química vino en ayuda de las viejas recetas caseras produciendo artículos cosméticos inocuos y tan eficaces como los antiguos. Se recomendaba las materias primas naturales, como el polvo o flor de arroz de Carolina del Sur, en los Estados Unidos, que convenientemente molido y mezclado con agua se dejaba decantar para pasar luego por un segundo tamiz. A estos polvos se les agregaba a menudo polvo de lirio de Florencia y aroma de rosa. El polvo de arroz, o veloutina, mezclado con bismuto y esencias aromáticas, se comercializaba en pequeñas cajitas o estuches de cartulina herméticamente cerrados. A principios del siglo XX no existía medio más eficaz y económico de empalidecer el rostro y dar el deseado tono blanco a brazos y pechos. Tras la Segunda Guerra Mundial los cambios del gusto pusieron de moda los tonos cobrizos, y el bronceado se convirtió en una meta estética. La era de los polvos blanqueadores había terminado. Pero es tan voluble la moda, y cambian los gustos tan de repente, que no nos sorprenderá mucho si a la vuelta de una generación vuelve a haber demanda de aquellas viejas recetas que daban a los semblantes de nuestras abuelas una apariencia sepulcral y fantasmática.