La palabra «joya» significa alegría. Aunque es de procedencia francesa, su etimología última viene del latín, del término jocale, con el significado de «juego». No resulta difícil comprender por qué. A finales de la Edad Media se entendía por joya «todo aquello que nos da placer y contento». Y en tiempos de Cervantes se aseguraba que traerlas en el cuerpo era indicio de gracia, albricias y gran alegría.
En su origen más remoto, la joya se tenía por objeto relacionado con la magia. Joyas de todo tipo se utilizaron como amuleto. Así, en la Persia e India antiguas se colocaban joyas en la boca de los enfermos, atribuyéndoles poderes curativos y revitalizadores. Incluso cuando moría alguien, se acompañaba el cadáver de cuantas joyas poseía a fin de que le sirviera de adorno en el mundo de los arcanos.
En el Egipto antiguo las joyas eran parte imprescindible del vestido, parte tan importante que una doncella podía ir desnuda, pero no sin joyas. Las jóvenes eran presentadas a sus esposos, previa consumación del matrimonio, con el único ornato de un cíngulo de piedras de colores alrededor de su cintura, diciéndole: «Ahí tienes la alegría de tus noches y la ayuda para tus días».
Las joyas no era necesario que fueran de oro. El concepto de valor económico que han adquirido es relativamente moderno. En un curioso libro publicado en Valladolid, en 1572, El Quilatador, su autor asegura que «no es joya porque sea de oro, sino por el arte del orfebre en acabarla». Y los lapidarios antiguos, es decir, los libros que trataban del poder de las piedras preciosas y de las gemas, se fijan, más que en el valor dinerario, en las virtudes curativas. Así, a los anillos y brazaletes se les asigna distintas habilidades según predomine en ellos una piedra determinada:
… La turquesa azul, llevada en sortijas, guarda de heridas a quien cayere del caballo; como la ágata de Sicilia, que es negra, libra a quien la llevare de mordedura de víboras, si antes ha sido mezclada con vino rojo. La ágata de Creta, que es colorada, aclara la vista y apaga la sed; como la cornalina bermeja de color cetrino puede aliviar almorranas y dolores de tripa y de madre. Pero la piedra más preciada, siendo pequeña y de resplandor cristalino, es el diamante, porque ni el fuego, ni el agua, ni el tiempo la pueden dañar ni corromper: sólo con sangre de cabrón dicen se ablanda algo…
Los pendientes, que se utilizaban en Egipto hace más de seis mil años, simples aros que atravesaban las orejas, también eran considerados joyas. Se vestían para atraer sobre el usuario la mirada alegre, y encender el interés. Como se verá cuando tratemos de ellos en particular, fueron igualmente objeto de utilización mágica. Pero la pieza de joyería por excelencia, aparte de la sortija, fue el collar. Siempre tuvo el collar una consideración mágica e incluso política. Representó desde sus orígenes al poder, el mando y el dominio sobre el mundo de lo visible y de lo oculto. Era, como el anillo, representación a gran escala del círculo cerrado, talismán perfecto, el más poderoso de cuantos amuletos pudiera fabricar cualquier brujo o gran sacerdote. Lo usaban los reyes, los sumos pontífices y los ministros del faraón. Cuando el arqueólogo ingles H. Carter descubrió la tumba de Tutankamon, alrededor de su cuello se encontraba el gran collar de ciento sesenta y seis placas de oro cuyo diseño representa a la diosa buitre Nekhbet, que sostiene en sus garras un jeroglífico grabado cuyo texto dice: «He aquí el círculo perfecto del mando».