EL PRET À PORTER, O PRENDAS PRECONFECCIONADAS

Hace sólo doscientos años no había prenda de vestir que no pasara por las manos del sastre, o de la mujer más entendida del hogar. Y contrariamente a lo que pueda parecer, fue la moda masculina la primera en utilizar la confección. Las primeras prendas de esta naturaleza se vendieron en Londres muy a principios del siglo XVIII. Se trataba de ropas muy holgadas cuyas medidas pudieran servir a muchos a la vez, asegurando así su venta. Como era de esperar, el mundo de los elegantes no prestó atención al recién nacido fenómeno. Pero había nacido la solución definitiva al problema enorme de la ropa a medida: las esperas, la toma de medidas, las sesiones de prueba, el alto coste. Todo iba a terminar, al menos como obligación. Las gentes del campo o del mar no tenían tiempo para ir al sastre, por lo que el prêt à porter empezó a convertirse en una idea y un negocio en auge.

Hacia 1720, Liverpool y Dublín producían ya cantidades de trajes, ante el temor creciente del gremio de sastres, cuyo portavoz solicitó del Parlamento inglés que interviniera, cosa que se negó a hacer ante la creciente popularidad de las ropas preconfeccionadas.

Aquella moda llegó a París en 1770, en plena efervescencia pre-revolucionaria y arraigó. Los sastres, viendo que ya nada tenían que hacer, colaboraron. Sabían que el futuro se imponía, y que la solución a su propia supervivencia estaba en competir en colores, cortes, tejidos, etc. A finales del XVILL unas cuantas firmas francesas atrajeron la atención del mercado, incorporando al prêt à porter (listo para llevar) la confección de abrigos, e intentando introducirse en la difícil ropa femenina. Pero a este importantísimo mercado tardó en llegar. Desde las revistas, portavoces y representantes de tan exigente mundillo exclamaban: «¿Cómo se atreven a anticipar nuestras medidas y a adivinar nuestro gusto…?». Pero no se podía negar una cosa: con una sola mirada una mujer podía acceder a todo un mundo de hechuras, tejidos y colores…, y escoger en el sitio y en el momento, sin esperas, y con la posibilidad de causar su impacto en los salones de la noche a la mañana. Era una baza en manos del prêt à porter femenino. La primera empresa de esta naturaleza abrió sus puertas en París, en 1824: La Belle Jardinière, como se llamó por estar junto al mercado de flores. Pocos años después, en 1830, empezaba la gran industria americana de la preconfección, y los patrones universales. Si hasta 1860 las prendas se cortaban a la medida, copiando modelos viejos o descosiendo prendas usadas, a partir de aquel momento se recurriría a los patrones de papel, impersonales: «Todos hemos sido creados iguales…», decían aquellos sastres optimistas, añadiendo, con cierta jocosidad: «… aunque unos son más gordos, más altos, más esbeltos…, y éstos también necesitan vestirse…: ».

La suerte estaba echada. Y tal fue el éxito, el favor y la acogida que tuvo la moda preconfeccionada que llegó a la mismísima realeza: en 1875 la reina Victoria de Inglaterra encargaba los vestidos prêt à porter para toda su numerosa prole. La nueva fórmula había triunfado de manera definitiva, de modo que hoy nos parece impensable volver a los tiempos pasados, a este respecto al menos.