EL MAQUILLAJE DE OJOS

Cuatro mil años antes de Cristo, en la civilización egipcia, no sólo existían los salones de belleza, sino que estaba muy avanzado el arte sagrado del maquillaje. Las damas de la Corte sombreaban sus ojos con el lápiz de pasta verde, y daban a sus labios un tono negro azulado, o rojo bermellón. Se teñían los dedos de manos y pies con alheña, dando a aquella parte de su cuerpo un colorido anaranjado rojizo. Como los pechos solían ir al descubierto, se acentuaba el azul de las venillas de los senos con una línea azul, mientras se daba un toque dorado a los pezones. Pintarse, perfumarse, teñirse, colorearse el contorno de los ojos…, era práctica habitual en el Oriente Medio hace más de seis mil años. De hecho, la evidencia arqueológica lo testimonia. Se han encontrado desde paletas para moler y mezclar polvos faciales, hasta pintura de ojos y una extensa gama de materias cosméticas para decorar el cuerpo. La voz griega kosmetikos no significa sino eso: decoración y ornato.

Pero los ojos siempre ejercieron una particular fascinación. Centro de atención, es la mirada a lo largo de los tiempos. Ello era así porque los antiguos creían que los ojos eran la sede de los pensamientos, por donde se asomaba el alma y se transmitían las emociones del corazón. Era importante dotar, a tan importante zona del cuerpo de un especial realce. Los ojos eran la expresión primera, carta de presentación de la mujer. Por eso se centró en ellos el mayor cuidado cosmético a lo largo de los tiempos antiguos. Los destellos de los ojos eran populares no sólo en Egipto, sino también en el medio mesopotámico, donde se trituraban en un mortero los caparazones de ciertos escarabajos del desierto para conseguir un polvillo que se mezclaba con el sombreado de malaquita.

Este sombreado verde de los ojos se conseguía mediante un mineral en polvo, la malaquita, que se aplicaba en los párpados; y el obscurecimiento de cejas y pestañas se obtenía con una pasta hecha a base de almendras quemadas, polvo de antimonio, arcilla ocre y óxido de cobre: el khol, del que se habla incluso en la Biblia. El uso y abuso que algunas reinas de Israel hicieron del cosmético, en particular la maligna Jezabel, dio mala fama a los cosméticos en la posterior tradición cristiana.

Para realzar más la mirada, la mujer egipcia afeitaba sus cejas, pintando en el hueco dejado otras cejas, o se colocaban cejas postizas, costumbre que se extendería más tarde al mundo grecolatino, donde las cortesanas importantes abusaron de aquella costumbre. La moda antigua, en lo que a cejas pintadas se refiere, era la de dibujar unas largas cejas que llegaban hasta la nariz. Un escritor antiguo asegura que ese detalle enloquecía a los hombres. Atendiendo a esto último, no sorprende que la mujer del mundo antiguo llevara siempre consigo su cajita o estuche de cosméticos. Una dama que vivió hace 3300 años, llamada TuTu, viajaba con ella. De hecho, la cajita de esta egipcia es la muestra más antigua conservada del maquillaje de ojos: fue hallada en su tumba, muestra de que su dueña pensaba utilizarla también en su vida venidera…, haciendo honor al dicho, si se me permite la frivolidad…, de «Genio y figura, hasta la sepultura».

De Egipto viajó la costumbre a Grecia, y luego a Roma. Los mercaderes que más tarde llevarían las sedas y las especias, habían llevado antes, como materia preciosa, los cosméticos. Pinturas, afeites, perfumes, maquillaje para los ojos, cejas artificiales. El maquillaje era una pasión. Tanto para hombres como para mujeres. Nerón y su esposa Popea utilizaban en el siglo I el albayalde y la tiza para blanquearse la tez, y el khol para decorar sus ojos, mientras se aplicaban bermellón a labios y mejillas. Se avivaba el brillo del rostro con grasas animales, y se ennegrecían los párpados con una pomada de hollín que aplicaban al borde de los párpados en una operación lenta y delicada en la que se usaba una aguja. Más tarde, esta labor se vería facilitada por la fabricación de barritas de carbón muy delgadas, o de azafrán, que servían para pintarse, de paso, también las cejas, siendo así el origen del rimmel.

La Edad Media, dominada socialmente por la pujanza de la Iglesia, desdeñó mayoritariamente los afeites, que reaparecieron en el Renacimiento, para ser práctica común en los Siglos de Oro, como puede verse en otros artículos de este libro relacionados con el asunto.

El siglo XVIII hizo del maquillaje una necesidad. Volvía a ser práctica tan importante como lo fuera en la Antigüedad. Nadie salía a la calle sin estar maquillado, sin haberse arreglado ojos, mejillas, labios, uñas e incluso manos. No lavarse, era cosa habitual, perdonable. No maquillarse, era pecado no excusable. La operación consistía en aplicarse blanquete al rostro; las venas, de azul, y los ojos se decoraban con tonos encarnados que llegaban hasta las cejas, pintadas de negro. Tal fue su auge que en 1770 el Gobierno inglés promulgó una ley prohibiendo a las señoras inducir arteramente a los hombres al matrimonio valiéndose de medios como perfumes, cosméticos, maquillaje, dientes o cabellos postizos, tacones altos, corsé y caderas artificiales. Si se hacía, el matrimonio podía ser declarado no válido.

En cuanto al favor dispensado en nuestro tiempo a ese detalle estelar del maquillaje de ojos, nada diremos, por estar en el conocimiento y experiencia del amable lector.