Una de las más antiguas preocupaciones del hombre ha sido siempre cómo hacer frente al intestino perezoso. La respuesta es igualmente antigua: los laxantes, inventados hace casi cinco mil años.
La Historia de la farmacología muestra que a la naturaleza se le podía ayudar, en contra de quienes opinaban que el estómago y los intestinos eran una parte autónoma del cuerpo que no admitía ingerencias, sino que las digería todas. Teoría ingeniosa, pero errónea.
El primer purgante conocido se fabricó en Mesopotamia, de donde lo importaron los egipcios, llegando a ser enormemente popular en aquel Imperio del Nilo. Era un aceite amarillo, extraído de la raíz del ricino. No sólo era un buen laxante, sino que servía también como loción emoliente para la piel. Lo utilizaban igualmente los constructores, ya que facilitaba el deslizamiento de los gigantescos bloques de piedra empleados en la construcción de palacios, templos, pirámides y obeliscos del Egipto faraónico.
Hace tres mil quinientos años, los asirios elaboraron un laxante extraordinariamente eficaz, con el que estaban familiarizados los médicos de aquella lejana época. Se trataba de un producto «formador de bolos», como el salvado, pero también conocían y empleaban los laxantes salinos, con abundante cantidad de sodio que introducían gran cantidad de agua en el intestino; inventaron el laxante estimulante, que actuaba sobre la pared intestinal para promover las contracciones que provocan la posterior evacuación. De hecho, poco más se inventó después, al respecto.
Es opinión extendida, entre arqueólogos e historiadores en general, que los pueblos antiguos vivieron obsesionados por el funcionamiento del intestino. El hombre nómada del Neolítico comía una dieta rica en fibra, por lo que se autorregulaba. Pero la civilización sedentaria trajo consigo un drástico cambio de hábitos en la alimentación. El intestino fue naturalmente el primero en acusarlo, y desde entonces se buscaron remedios catárticos que paliaran la situación de «atasco permanente», como califica el problema un historiador griego de la Antigüedad. Tanto en Grecia como en Roma, los médicos trabajaron en el perfeccionamiento de los remedios heredados. Mezclaron laxantes existentes con miel y corteza de limón para facilitar su ingestión, ya que los laxantes anteriores eran imbebibles por su nauseabundo olor y gusto.
En nuestra época, en 1905, un farmacéutico húngaro, Max Kiss, tuvo la feliz idea de mezclar el laxante con chocolate, captando el mercado norteamericano, con lo que el ingenioso inventor conoció la fama, la fortuna, y la gratitud de millones de pacientes. Su invento fue fruto de la observación. Había seguido de cerca cómo los bodegueros de su tierra añadían al vino una substancia, la fenolfatelina, que provocaba en los grandes bebedores de su tierra algo más que una estupenda resaca… Ante aquel hecho, pensó: «Es el remedio definitivo». Lo llamó Ex Lax, abreviatura de «excelente laxante», y como tal se vendió por buhoneros y charlatanes primero, y en boticas y toda clase de establecimientos, después. Su producción llegó a alcanzar la enorme cifra de quinientos treinta millones de dosis al año.