Entre las cosas que se han inventado solas, o cuya necesidad y uso ha sido posterior a su primer diseño, se encuentran los kleenex, o pañuelitos desechables, nacidos a lo largo de la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918.
Al iniciarse aquella gran conflagración, la escasez de algodón empezó a hacerse notar, ante cuya carestía se creó un sucedáneo que pudiera ser utilizado como vendaje en los hospitales. También se utilizó como filtro de aire, al comprobarse que su poder de absorción era considerable. Su uso era el adecuado en los filtros de las máscaras de gas. A aquel producto versátil, capaz de funcionar como compresa, vendaje y filtro se le dio el nombre de celucotton, o algodón de celulosa, y su fabricación alcanzó un auge tal que al terminar la contienda habían quedado sin utilizar grandes cantidades.
¿Qué hacer con aquel impresionante stock…? Se pensó en su utilización como compresa femenina, el kotex, pero sin éxito. Luego se probó en el campo de la cosmética, e impregnada con colcrén se lanzó como eliminador rápido del maquillaje, siendo adoptado por las estrellas de cine y teatro del momento. De aquella forma, como pañuelitos desechables, con el nombre de Kleenexkerchiefs fue promocionado, apareciendo en revistas con el testimonio de actrices como Helen Hayes o Gertrude Lawrence, que decían: «Es el medio científico de eliminar el colorete, el rojo de labios, la base de la máscara y los polvos». La campaña funcionó, y se dispararon las ventas. Pero se produjo algo inesperado. Comenzaron a llover las cartas de sus usuarios alegando que el producto, para lo que realmente servía era para sonarse con ellos las narices, y olvidarse del pañuelo tradicional, que no era sino un almacén de gérmenes que uno llevaba en el bolsillo. Sobre todo cuando se iba en el coche, o se estaba en casa. Las cartas, en su mayoría de mujeres, confesaban con franqueza: «Estamos hartas de que nuestros maridos nos arrebaten las toallitas para limpiarse con ellas sus cuellos y narices, sin perdonar parte alguna de su cuerpo…». Hacia 1921, el correo recibido adquirió proporciones colosales. Aquel mismo año, Andrew Olsen, de Chicago, ideó un nuevo producto: la caja dispensadora de clinex. Consistía en dos capas de papel separadas y dobladas sobre sí mismas, y registradas con el nombre de Sírvase Vd. un pañuelito, mientras su publicidad advertía: «Lo ideal para el estornudo, cuando no hay tiempo para nada». Sorprendida por el fulminante éxito, la Kimberley Clark decidió, en 1930, lanzar una campaña de información alusiva al uso ideal que debía darse a su producto. Ya no se recomendaba como removedor de cosméticos, sino únicamente como pañuelo desechable. No obstante, una nota insertada en la caja de clinex, de 1936, recogía hasta cuarenta y ocho usos posibles adicionales. El gran público hizo caso omiso, porque en lo que respectaba a los clinex, seguían pasándoselos por las narices.