Existe documentación escrita donde se habla de un producto blanqueador de los tejidos, hace más de cinco mil años. Pero lograr el blanqueo prometido requería operaciones trabajosas y lentas.
Fueron los egipcios quienes, deseosos de conservar blancos sus tejidos de lino, los empapaban en lejía muy alcalina. El blanco era el color más importante para aquella cultura, símbolo de pureza. Se medía cuidadosamente el tiempo durante el cual permanecía sumergida la prenda para evitar que saliera del tratamiento hecha unos zorros.
Las culturas del mundo antiguo, como la fenicia, la griega o la romana, además de la egipcia, utilizaron distintos procedimientos para blanquear su colada. La mayoría de aquellos métodos, cuenta el historiador y naturalista del siglo I, Plinio el Viejo, eran procedimientos naturales que empleaban agentes blanqueadores tan curiosos como la orina podrida o las tierras arcillosas, dada la alcalinidad de tales substancias. Para el proceso del blanqueo, Plinio habla de una substancia llamada strucium, refiriéndose seguramente a la planta saponaria, de flor parecida a la clavellina; pero también se echaba mano de álcalis, ácidos sulfurosos, y otras materias.
Parece que el procedimiento más común era el blanqueo al sol, a pesar de lo lento de tal procedimiento. Para ello se extendía la ropa en el suelo, y se rociaba con agua una y otra vez, conforme se iba secando, a fin de que la mera acción solar diera el apetecido resultado.
En lo que a Europa se refiere, fue en Holanda donde primero se atendió a técnicas de blanqueo, en el siglo XIII, manteniendo ese país el monopolio de aquella industria hasta el siglo XVIII. De hecho, casi todo el tejido destinado a ropa blanca era enviado, durante la baja Edad Media y el Renacimiento, a los Países Bajos, para su blanqueo. Allí era sometido, el tejido, a un procedimiento que apenas difería del que emplearon miles de años antes los egipcios. La tela era sumergida en grandes pilones llenos de lejía muy pura, donde permanecía durante cinco días, pasados los cuales se enjuagaba con agua corriente y se tendía en el suelo. Terminado el proceso, el efecto corrosivo de la lejía era neutralizado, sumergiendo de nuevo el tejido en una substancia ácida como la leche agria. El proceso de blanqueo exigía grandes superficies, por lo que había extensos campos dedicados a ello.
Los ingleses aprendieron técnicas similares, en el siglo XVIII, substituyendo la leche agria por el ácido sulfúrico diluido.
En 1774, el sueco K.W. Scheel encontró un producto, el cloro, que podía servir de blanqueador tan bien como la lejía. Pero fue el francés C. L. Berthollet quien a finales de aquel mismo siglo descubrió que el cloro mezclado con agua producía un estupendo agente blanqueador. Anunció su eau de Javel, una solución muy potente que mejoró filtrando el cloro a través de una mezcla de cal, agua y potasa. Su producto nunca se comercializó; el cloro era sumamente irritante, y afectaba tanto a la mucosa de la nariz como a ojos y pulmones.
En 1799, el químico inglés Charles Tennant, halló la manera de transformar el «agua de Javel», en polvo, polvo que simplemente se añadía a la colada. Sin darse cuenta acababa de revolucionar la industria del blanqueo de ropa. El hipoclorito blanqueador del señor Tennant permitió, además, la obtención de la primera hoja de papel blanco de la Historia, papel que durante siglos había tenido un color parduzco, tirando a amarillento. Unas décadas después, en 1830, se producían en Inglaterra más de mil quinientas toneladas anuales del blanqueador en polvo de Ch. Tennant, y ya se hablaba del famoso slogan «nunca el blanco fue tan blanco». Había comenzado la era de la lejía.
Para la obtención de una lejía que no polucionara en exceso el medio ambiente, todavía habría que esperar hasta el año 1964. Alemania fue el primer país del mundo en imponer su uso.